Me han encerrado en el armario del cuarto de baño. Me duelen los riñones, los lomos, las espaldas. Desde hace dos semanas estoy prisionera en el armario del cuarto de baño. Sentada en el fondo del armario, no veo nada. Cuando Zio abre la taquilla para darme otra ración de potaje negro[47], veo la mano de Zio, las uñas de la mano de Zio, los pelillos negros de la mano de Zio. Solo oigo algunos ruidos de jabón, cepillo de dientes, gárgaras, de micción, defecación y cisterna. Está oscuro oscuro oscuro. Solo me liberarán cuando demuestre un arrepentimiento sincero con respecto a mi conducta. No hay nada de lo que me arrepienta menos que de lo que se me reprocha. No me disculparé por haber intentado expulsar mi mal. No diré ni pío. Me entretengo como puedo, movida por una vaga esperanza de fuga, contenta de no haber suplicado, jurándome que jamás suplicaré. Me he propuesto arrancar las trece losetas del rectángulo del embaldosado de mi pequeño reino. Es una tarea tan difícil y absorbente, lo digo sin exagerar, como meter un barco en una botella. Solo dispongo de un imperdible, y las losetas están tan juntas, tan perfectamente pegadas, que me cuesta trabajo, al tacto, distinguir las juntas del resto. Todavía no he conseguido sacar mi primera loseta. Pero siempre la primera loseta es la más difícil. Cuando lo haya conseguido, las doce restantes vendrán solas. Acto seguido arremeteré contra los pisos, las vigas, la chimenea. ¿Quién no ha soñado con demoler un columbario de diez jaulas con solo un imperdible? Siempre hay, sea donde sea, algo grande que emprender, algo imposible de realizar. Apoyada en el deseo de no tener que pedir perdón, estoy dispuesta con mi imperdible a demoler toda la tierra. Además si lo pienso, cuando el columbario esté completamente demolido, ya no estaré prisionera dentro de mi armario. De todas formas, en un año, ya no estaré, sin duda, prisionera en mi armario, en mi bonito armario fortificado con pedruscos. También hay que decir que estoy completamente desnuda, que, por miedo a que me suicide con alguna u otra de mis prendas, ellos no me han dejado nada encima. Completamente desnuda, no puedo hacerme un estriptís, y mis distracciones (no solo hay que trabajar, también hay que distraerse) sufren mortalmente por ello. Cuando Zio introduce su mano en la taquilla para darme mi ración de potaje negro, lo denigro con buenas maneras:
—¡Me burlo de tí, Zio! ¡Me burlo de todo lo que haces por conseguirme! ¡Incluso, me repanchigo como un gato! ¡Nunca acabarás conmigo! ¡Tendrías que matarme para someterme, y tú no tienes ni el valor ni la audacia de hacerlo!
Pienso mucho en Constance Exsangüe. Cuando sufro mis peores crisis de desesperación, tomo su espectro entre mis brazos y lo abrazo muy fuerte, y siento sus huesos ceder. ¡Se acabó la época en que me golpeaba la cabeza contra la pared! Para calmarme, aplacarme, tranquilizarme, tengo un espectro. Ningún ser vivo tiene tanto calor humano como este fantasma, ni me inclina más al reposo y al sueño que este fantasma. Incluso, cuando le hablo, trae cuenta.
—Yo no te traicioné, espectro lindo. Yo no te traicionaré, espectro lindo. ¿Porque eres tú, verdad, el objeto de la traición que ellos quieren arrancarme? ¿Porque quieren que les suplique y me arrastre a sus pies para que te pierda, verdad? ¿Porque eres tú, tu inocencia, tu dulzura y tu belleza lo que estoy defendiendo en este armario, verdad?
Pienso también en Christian. Pienso habitualmente en él, porque estoy entrenada para hacerlo. Le faltan agallas. Pienso en Constance Exsangüe. Me acuerdo de todo, con claridad, gesto a gesto, palabra por palabra. ¡Y qué venganza! ¡Qué hermosa venganza! Por ti Constance Exsangüe, por nuestros cinco o seis recuerdos estoy vengada de antemano, soy vencedora de antemano, estoy resplandeciente de antemano. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Muchas gracias! Me acuerdo de cada mango que robamos, de cada carambola[48] que robamos, de cada trozo de vela que encendimos. ¡Ojalá pudiera acordarme de más cosas! ¡Ojalá pudiera acordarme más intensamente! Dibujábamos pequeños hombrecitos y pequeñas mujercitas en el asfalto con trozos de grafito. ¡La nieve! ¿Cuántas primeras nieves hemos recibido juntas? ¿Dos? ¿Cuatro? ¡Qué hermoso huevo depositaste en mí antes de marchar! Pienso en ti y es lindo, lindo, lindo. Una noche que hacía frío, riéndote y tiritando, te apretaste contra mí, te enganchaste a mi espalda con toda la fuerza de tus brazos. Decías que estabas a gusto. «Qué a gusto estoy. Qué a gusto estamos juntas cuando hace tanto frío como afuera. Qué a gusto estamos en nuestra cama. Estoy tan a gusto. Es como si durmiera con los ojos abiertos.» Tú me contaste que cuando eras pequeña tenías un perro san bernardo grande y que dormías con él. Tú me contaste que no quería meterse contigo bajo las mantas, que prefería dormir encima de las mantas, que no se enfadaba nunca. Dije algo que no me parecía gracioso. Pero tú lo encontraste divertido y te pusiste a reír. Estabas tan apretada contra mí que te sentía reír incluso a través de mí. Te dormiste. En tu sueño te alejaste poco a poco de mí, hacia tu lado de la cama. Poco antes de que yo me durmiera, echaste una pierna encima de las mías. Cuando me desperté en medio de la noche, tu pierna seguía encima de las mías y aún fría.