Debe continuar el arpa, aguantar el tejado. No debe parar la ruleta. Sufro —drelín drelín[43]. Mas, el cisne aclara* su harpado canto. Tengo las manos ensangrentadas, el cáñamo del obenque las ha desollado como el mondador a la zanahoria. Pendo de un obenque que se mece en el vacío desde el techo del universo. Debo aguantar todo el peso de mi cuerpo y todo el peso de mi alma con la mera fuerza de mis manos a fin de no caer en el vacío. Mi alma, en un alarido, va a despegarse de un momento a otro de mí: me vuelvo loca. Tengo que agarrar el juicio con ambas manos, que retorcerle el cuello para que no se desbande, para que se quede, para que no se volatilice, para que no huya de mí como si fuese el gas de un globo rajado. Tengo ganas de dramatizar.
Reina en mi corazón un gran cariño por el profesor de química. Dos palomas se amaban con sensible afecto…
—¿Qué es el fenol, Bérénice Einberg? ¡Habla! ¿Qué es el fenol?
Quiere que le responda que el fenol es un derivado oxigenado del benceno que se extrae de los aceites suministrados por el alquitrán y la hulla, pero no le responderé que el fenol es un derivado oxigenado del benceno que se extrae de los aceites suministrados por el alquitrán y la hulla. Estoy harta de responder lo que él quiere, lo que la química quiere, lo que la tierra quiere. No para de preguntarme qué son el fenol, el fosfato, el fosgeno, las fosfinas, el fosfito y el anhídrido fosfórico; y estoy harta. Cuando me duermo dulcemente en mi pupitre, me despierta para preguntarme qué son el fenol, el fosfato, el fosgeno, las fosfinas, el fosfito y el anhídrido fosfórico. Estoy harta de responder lo que hay que responder. Si Constance Exsangüe me oyera responder, se reiría, se reiría como trescientas cuarenta y dos marmotas bañadas en gas hilarante.
—¡Yo no evito los escollos, señor profesor de química! ¡Yo enfilo directo contra archipiélagos enteros y los veo explotar, volar en pedazos como una colonia migratoria de garzas adormecidas allá donde cae una bomba! ¡Al inundar la planicie continental con la impetuosidad del Misisipi, lo destrozo todo, arranco todos los árboles, hago saltar todos los diques, arrastro cual cáscaras de nuez todos los muelles! ¡Y en breve podría expandirme hacia algún inmenso y despejado golfo para allí mezclarme con una de esas corrientes que hacen volar el océano por encima de las fronteras de la tierra y por encima de las estrellas! ¡Por eso, señor profesor de química, hay que destruir Cartago![44]
—¿Y el fosgeno, Bérénice Einberg, qué es?
—¡Es un descompuesto, señor profesor de química! ¡Luego, no es un compuesto! ¡Ya que, mire usted por donde, he tallado en roca viva, desde el fondo de mi Anapurna, una chimenea hasta la luz, hasta la cumbre de las cosas! ¡Ya que, mire usted por donde, sentada bajo mi más alto pico tal y como usted está sentado bajo este techo, respiro por fin el aire y la luz! ¿Sabe usted sin embargo lo que es un ñu, señor profesor de química? ¿No? ¡Se lo voy a decir! ¡Es un fox terrier, una especie de sucio barbo, un execrable yak! ¿Y un yak, señor profesor de química, sabe usted qué es? ¿No? ¡Se lo voy a decir! ¡Un yak, es un ser humano al igual que usted y yo, un asqueroso profesor como usted y yo, un execrable profesor de química como usted y como yo! ¡Y no me llame usted más Bérénice Einberg! ¡Solamente mi hermano, el hermano con el que me casaré delante de sus sucias narices, tiene ese derecho!
—Informaremos.
Ellos informan. Y soy expulsada para siempre del instituto Eisenstein.
Zio decide secuestrarme, encerrarme entre cuatro paredes durante unos días sin más pan ni más agua que el viento y el sol. La puerta de mi habitación está parapetada como contra una guarnición entera de tropas. Tan solo una salida: la ventana. Pero, saltando del noveno nicho de un columbario, puedes romperte los dedos de los pies e, incluso, matarte. Y yo no quiero matarme sin haberme vengado. Salto a pies juntillas sobre la cama, solo por fastidiar a los san-yo, solo por hacer ruido y que no duerman. Pero, a fuerza de saltar a pies juntillas como una loca sobre la cama, pierdo los papeles. Me oigo reír como una loca. Siento la embriaguez de la locura agarrando mi vientre, mi corazón, mi cabeza. De golpe y porrazo, en mitad de un espantoso estrépito, el somier de la cama se rompe, las cuatro patas de hierro se tronchan a la vez, de un golpe seco. Me enturbio. Armándome con dos de las patas de hierro, golpeo las paredes con toda mi fuerza, a todo meter. De repente, en un de esos dos, tres golpes frenéticos con las patas de hierro, la ventana se viene abajo, se hace añicos, montantes y cristales. Y el aire del invierno entra, helado, palpable como el agua, entra y me lleva como un río. ¡Qué más da! ¡Salto! Me lanzo a cuerpo descubierto por la brecha del invierno y, tras un maravilloso salto de treinta metros, en vez de matarme, me hundo en un terraplén de nieve. Me levanto sin que aún se lo crea mi cuerpo. Tengo los tobillos aplastados, pero puedo caminar. Camino, sin más carga que mi camisón, durante cuatro días y cuatro noches. Me toman por un personaje de un guión de rodaje, la gente me deja ir sin acosarme. Alcanzo la frontera canadiense. Allí, a falta de mejor país que el mío, a falta de mejor destino que la abadía, decido volver sobre mis pasos. Helada de pies a cabeza, de epidermis en epidermis, entro de nuevo en el columbario.
Ya no es solo una cuestión agroalimentaria entre Dick Dong y yo. En absoluto. Por hache y por be, ya solo me habla de amor. Quiere hacer de mí su neceser de voyeur y metomentodo. Quiere que me convierta en su Marujita-desnúdate-ahí, en su pequeña Cierra-el-pico-que-explore-tu-anatomía, en su novelita pornográfica viviente. Se equivoca de cabo a rabo. Necesito cariño, pero no hasta ese punto. ¡Las manos en las rodillas, después en los muslos! ¡Las manos en los hombros, después en los pechos! Caca de la vaca. ¿Quieres unos pechos? Voy a comprarte un bonito par. ¿Te divierte, mi sexo débil, mi pequeñín? Salgamos de compras, a comprarte uno bien hermoso.
—¡Para de tocarme! ¡Para de sobarme o exploto y te reviento los ojos! Si tuviera ganas de ser sobada me quedaría en el columbario y me lo haría yo misma. Tengo los brazos más largos que tú[45].
—No sabes ni lo que quieres, Bérénice Einberg. Estás completamente chiflada.
—Sí, estoy chiflada. Y está claro, desde el primer momento en que salimos juntos, que es inútil contar contigo para recuperarme. Su majestad Dick Dong, je vous tire ma révérance. ¡Adiós amigo! ¡Off vie dher Zen![46]
—¿Off vie dher Zen otra vez? —sonríe él, confiado del efecto que me causaron sus sucias manos.
—¡Off vie dher Zen pour la dher des dher!*
Estoy tan furiosa que por poco mato a Muerde-y-calla, mi estimado asno. Estamos a la mesa. Estamos en los postres. Y desde la sopa, Muerde-y-calla no ha sido capaz de despegar la mirada de mi turbadora presencia. Me mira, con ojos acuosos: quiere mi amistad. Si fuese tan poco pretenciosa y tan de pastaflora como él, yo también querría mi amistad. ¡Qué asco me da, este tragaldabas! Le pego puntapiés por debajo de la mesa, los puntapiés se vuelven tan potentes a la larga que me da miedo partirle las tibias. Le he hecho burla, le he sacado la lengua. Le he hecho de todo. Nada parece poder distraerle de su atroz contemplación. Como diría mi ex-profesor de química, la irritante sensación que me provoca se acrecienta en progresión geométrica estos días. Tengo la impresión de que se me pega a la piel y al alma con todo su pustuloso trasudor. ¡Esto tiene que parar! ¡Estoy harta! Me levanto tan repentina y violentamente que mi silla se vuelca hacia atrás. A punto de llorar, con los pelos como escarpias, grito, pego alaridos.
—¡Basta Muerde-y-calla, me oyes! ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! ¡Jolines, hazte cargo! ¡Reacciona, caramba! ¡Joroba! ¡Contrólate! ¡Disimula un poco! ¡Ve de tapadillo! ¡Golpéame! ¿No te apetece salir de tu mediocridad, pedazo de pústula? ¿No tienes bastante, so memo? ¡Golpéame! ¡Haz algo! ¡Para ya de mirarme de esa manera! ¿No te he hecho ya lo suficiente? ¿No te he rechazado suficientes veces? ¿No te basta con sentirte menospreciado por mí, una chica? ¿No te apetece respirar aire puro, microbio anaeróbico asqueroso? ¿No te gustaría ser digno y fuerte?
Zio no está en casa. La pobre Zia hace lo que puede: poner el grito en el cielo. Los demás primos desaparecen poco a poco bajo la mesa, se van deslizando lentamente a lo largo del respaldo de su silla. Cabizbajo, mirándose las manos, dulcemente, Muerde-y-calla llora. Agarro el cuenco de macedonia, doy la vuelta a la mesa y se lo vierto encima de la cabeza.
—¡Este niño siempre ha sido amable contigo! —suplica Zia—. ¿Qué te ocurre ahora? ¡Loca!
—¡Defiéndete, mísero cobarde!
Y abofeteo a Muerde-y-calla. Y, como empujada por mi propia violencia, lo abofeteo una y otra vez. No le importa. Lo agarro de los pelos y tiro con todas mis fuerzas para que se levante y se ponga en pie. Se deja zarandear. La silla se vuelca y Muerde-y-calla, al retumbarle el cráneo, parece perder el conocimiento. Me repito que quiero matarlo y que lo voy a matar. Estoy fuera de mí. Me quito los zapatos y a taconazos reanimo a Muerde-y-calla.
—¡Da la cara! ¡Enfréntate de una vez! ¡Rebélate un poco! ¡Reacciona!
Lo golpeo una y otra vez. Tan pronto como crece en mí un ápice de piedad, golpeo más fuerte para acallarla. Mi corazón late tan fuerte que lo oigo. Tengo la cabeza tan caldeada que me parece ver las paredes fundirse. Finalmente reacciona y Muerde-y-calla huye hacia la escalera. El terror le ha dado alas. Corre tan deprisa que no logro alcanzarlo hasta la segunda jaula. Lo atrapo, lo sujeto un momento. Pero tiembla tanto que de repente parece que no hay nada que hacer, que ya nada importa, así que lo libero dándole un empellón.
—¡Venga! ¡Vamos! ¡Huye! ¡Huye!
Le he empujado con tal fuerza que da una voltereta y, brincando como una pelota de escalón en escalón, llega rodando a la acera. La policía anda alerta. Los bomberos están sobre aviso. Los electricistas puestos al corriente. Una ambulancia llega, zumbando como un enjambre de abejas. Me importa un comino todo.