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A partir de esta simple realidad, a partir de la evidencia fulgurante de que Zio solo es y siempre fue una manifestación de mi aparato fisiológico (una sombra en mis ojos, un rumor en mis oídos, un olor en mi nariz y un escalofrío cuando me roza), he llegado a conclusiones asombrosas. ¡Soy libre! ¡libre de abrir y cerrar los ojos! ¡libre de plantar la mano aquí y allá! ¡libre de postrarme a los pies de esta y de esputar en la cara de aquel! Atormentada por el deslumbrante aspecto de la nada, en un torpe esfuerzo por enmascararla, me negaba a creer que Zio no existe, que no existe para nada, que no disfruta por sí mismo de ningún tipo de existencia, que solo existe en mí, que comienza a existir cuando fijo mi atención en él y que deja de existir cuando deja de ocupar mi pensamiento. ¡Y bastante ha durado! Hay que salir de la confusión de los sentidos, acercarse con firmeza a la luz. ¡Basta ya de modorra! ¡De estar en vela a toda costa! Nadie puede ejercer influencia sobre mí salvo que yo lo consienta por alguna artificiosa malvada intención. Pueden objetar que cualquiera puede causarme heridas corporales sin que yo lo consienta. Comparto en este sentido, no obstante con la reserva de hacer constar que las heridas corporales no son caso de alma a alma sino caso de cosa a cosa, que al venírseme el techo encima también pueda causarme heridas corporales sin que yo lo consienta, que la mordedura de una serpiente pueda envenenarme sin que yo lo consienta. Nadie salvo yo misma tiene poder sobre mí. El rayo, el arsénico, el alcohol, las balas y las flechas tienen poderes sobre mí, pero así son las cosas y las cosas son agradables. ¿Cuándo me cansaré de repetirlo? ¡Soy libre de ir si quiero a Chadernagor, a Mahé, a Joué-les-Tours y a los muelles! ¡Basta ya de fantasmas y sombras! ¡Del asentado «por favor»! ¡Incluso del coraje! Pero si corto toda ligazón, salto de lleno al éter y a mi parecer (y el parecer es importante) estoy más sola en pleno éter que sobre la superficie boscosa y montañosa… ¡Vale!… Sería difícil en pleno éter, extremadamente penoso, dolorosamente frívolo. ¡Vale! ¿Prefieres endulzar las ilusiones y abrazar los fantasmas? ¿Por qué no? ¿Y si, siguiendo la estela de la luz, arribase a cualquier parte donde nadie haya llegado nunca? La luz es un río que me llama y que guarda algo en su final. Alguien que persigue la verdad hasta el final, que conserva la fuerza, es alguien que escala un rayo de sol y termina por caer en el sol.

Zio y todos los demás están solo porque yo consiento que estén. Necesito tres días y tres noches para introducirme en el espíritu de esta aptitud lógica. Ya que mi alma de ser humano perdería, poco a poco, poquito a poco en el curso de los siglos, su supremacía sobre mi carne. ¡Dios! ¡Cuándo lo pienso! Sometido con su pleno consentimiento, por la servidumbre de la alienación (la fachada de tu casa debe estar en línea recta con la fachada de la casa de tu prójimo) y de otras estupideces parecidas, a la progresiva penuria de su habitáculo, el ser humano se ha degenerado hasta tal punto que hoy tiene completamente olvidado eso que la más mínima rata aún recuerda cuando, presa en la trampa, sacrifica el miembro que le niega el poder llevar su paso tan lejos como su mirada alcance. Una golondrina se dejaría matar antes de renunciar a ninguno de los cuatro puntos cardinales. Luego, me he convertido a la tenaz lógica de las ratas y de las golondrinas. Luego, poco a poco, poquito a poco, la tonta autoridad que tiene Zio sobre mí se desgasta, enflaquece, palidece, desaparece.

Dick Dong y yo tenemos una cita. Debemos encontrarnos a las nueve y media en la esquina de la Cuarta Calle con la Quinta Avenida. No puedo acudir a esta cita porque estoy aprendiendo a tocar el trombón con el Sr. Klaust y a partir de las nueve y cuarto mi cancerbero taxi guardián fiel e incansable me espera ante la puerta. Es decir que solo puedo acudir a esta cita dando esquinazo al Sr. Klaust, al taxi y a Zio. En principio me parece del todo imposible. Pero pronto, a fuerza de reflexión lógica, parece muy sencillo. Me basta con querer acudir a esta cita, con abrir la puerta (¿quién no puede abrir una puerta cuando basta con empujar?) y con moverme adelantando un pie y luego otro (¿quién no puede andar?). Yo quiero, me levanto, allá voy. Ni siquiera necesito correr. Pues el Sr. Klaust, que está tullido, no puede correr para alcanzarme.

—¿Dónde va usted? ¿Dónde va usted? ¿Dónde va usted tan ligera?

Debería responder algo a los desesperados interrogantes del Sr. Klaust, pero estoy a punto de convertirme en un ser humano libre y un ser humano a punto de convertirse en un ser humano libre modera sus palabras.

Dick Dong se hace esperar, el sucio huevón. Siempre se hace esperar, el sucio desertor. Me duele la cabeza. Es en la cabeza donde me aprieta el zapato. Constance Exsangüe, ven a aplicarme tu hocico húmedo ahí donde me aprieta el zapato. Mis primeros zapatos de tacón alto me lastiman los tobillos. Constance Exsangüe, ven a poner tus pies helados ahí donde me hacen daño los zapatos. Mi sujetador nuevo me aprieta en las clavículas. ¡Constance Exsangüe, regresa! Siempre estabas ahí, cerca de mí, al alcance del alma; y, con frecuencia, ni siquiera te veía. ¿Cómo podías estar ahí, tan dulce, tan buena, tan vulnerable, sin que te mantuviera apretada en mis brazos, sin que te mantuviera abrazada hasta el desvanecimiento? Dick Dong llega, sin trombón ni platillo, y abraza el poste contra el que estaba confortablemente apoyada esperándole. Me entran ganas de fulminarle con la mirada. Pero no lo hago. Estoy demasiado sola, tengo demasiado miedo. Le sonrío tiernamente. No han pasado ni cinco segundos y ya me pongo a exponerle el famoso sistema de libertad que elaboro desde hace tres días y tres noches. Paciente y aburrido me deja que hable. Me deja decir, sin interrumpirme, todo lo que tengo en el corazón guardado. Se piensa que cuanto más me deje hablar más derechos adquiere sobre mí. He acabado de hablar. En un tictac, me desafía a poner a prueba todo aquello en lo que acabo de emplear dos horas en contarle.

—Si eres libre, puedes quedarte conmigo toda la noche. Si puedes quedarte toda la noche conmigo, nada te impide quedarte toda la noche conmigo. Si te quedas toda la noche conmigo, creeré que realmente eres libre.

Ha hablado en inglés. Solo puede hablar en esta lengua. Cosa que por otra parte le reprocho.

—¡Vale! Paso la noche contigo. ¿Pero dónde vamos a pasar la noche juntos? Me gustaría mucho que pasáramos la noche juntos en la calle.

—Hecho.

Está decidido. Nos acomodamos, moralmente, para pasar la noche juntos en la calle. Dick Dong pasa la noche intentando convencerme de volver al columbario.

—Tu tío te masacrará cuando vuelvas. Si tardas un minuto más, te matará. Si no regresas en seguida, te hará papilla. ¡Lo conozco, sabes!

Me recojo las mangas, para que vea bien mis brazos y braceo, a lo loco, en todas las direcciones.

—¡Mira lo que hacen mis brazos! ¡Ves cómo me obedecen! ¡Ves cómo responden! ¿Quién podrá jamás parar este brazo? Si quisiera serrar mis brazos, me bastaría con una sierra. Si quisiera clavar tres clavos en mis brazos, me bastaría con un martillo y tres clavos. Solo a mí pertenecen mis brazos y solo a mí obedecen. Mis brazos son un trozo de mi alma. Mis brazos son un ejemplo de mi alma. Nada puede parar mi alma. Puedo pedir a mi alma todo lo que quiera: es dócil y fiel a mí. Ella me obedece. Yo me obedezco. Me quedo aquí. Si Zio, incluso bajo la amenaza de hacerme papilla, le pide a mis brazos que se levanten, ¿se levantarán mis brazos? Pero todo eso es demasiado profundo para ti. Zio no puede impedir que quiera quedarme aquí toda la noche ni que me quede aquí toda la noche. Ya que, en este preciso instante, ni me ve, ni me oye. Dado que no existe. A partir del segundo en que sale del campo de acción de mis ojos, de mis oídos y de mi nariz, él ya no existe, está muerto, ha perdido la vida, ya no puede hacer nada. Me masacrará, desde luego, pero solo si yo quiero, si le devuelvo la vida, si consiento en que él regrese al campo de acción de mis ojos, de mis oídos y de mi nariz. Ya que Zio, al igual que tú, si yo no tuviera ni ojos, ni oídos, ni nariz jamás existiría.

—Me dejas atónito. Pasmado. Me asombras. En realidad, me asombras.

El sol se levanta… se pone en pie. Estoy sentada en la acera con los pies en la calle, y es como si estuviera sentada en una roca con los pies en el río. Dick Dong ha desertado del puesto, se rajó. Emboco mi trombón y soplo dentro, sin ton ni son. Esta alborada me recuerda esa otra alborada, esa alborada que tuvimos Constance Exsangüe y yo. Los primeros rayos de sol despiertan los rumores de la ciudad. Es como si los rumores de la ciudad fuesen espejos que sirven para reflejar los rayos del sol. Soplo sin son en mi trombón, y sus sonidos se mezclan armoniosamente con los sones de clarines, tambores y xilófonos que surgen, sin ton ni son, por todas partes.