54

Bérénice Einberg, ¿tienes corazón? Estoy forrada de piel pero no tengo corazón, Monseñor. ¿Y eso por qué, mi niña? No sé, Monseñor. Me vino tal que así, poco a poco, poquito a poco, con el día a día, tranquilamente, sin darme cuenta.

La autoridad que Zio tiene sobre mí no está sujeta a nada, hay que admitirlo. Sin embargo aguanta. La autoridad de los generales sobre los hombres no está sujeta a nada. Sin embargo aguanta mucho. Zio me da pena. Poco puede hacer contra mí, por mí, contra los bacilos que me corroen. Siento verdaderamente lástima por él. Se piensa que, a través de su sociedad de préstamos hipotecarios, sus conocimientos de masoreta, su larga barba artesonada y no sé qué más, contribuye a levantar el nivel de bienestar de los seres humanos. Se echaría a llorar si pudiese ver cuanto me burlo de sus palabras, cuan ridículo e ingenuo lo juzgo, lo poco que cuenta, lo solo que está, lo solo que deja a todo el mundo, cuan indiferente e igual deja a todo el mundo. Siento una especie de simpatía por él, una simpatía como la que toda mujer siente por un hombre que ejerce de hombre. Sentiría la misma simpatía por una hormiga que osara amenazarme con una espada. Jugar su juego me distrae, entretiene mi corazón.

Sentada sola ante mi espejo, decido, sin gran entusiasmo, lanzar un pequeño ataque contra Zio. Tengo el pelo lo bastante largo como para hacerme unas trenzas. Me hago, con dificultad, dos hermosas trenzas gruesas y, a modo de rodete morisco, me las ato en mitad de la frente con una gran cinta rosa. Acto seguido, sacando de su escondite el estuche de acuarelas de Constance Exsangüe, me pintarrajeo, con esmero, las uñas, las cejas, los párpados y la boca. Más tarde, tal cual peinada, tal cual maquillada y abundantemente perfumada, me persono a comer. El efecto que tengo sobre mis primos es indescriptible. Los «¡Ah!» y los «¡Oh!» que suscito entre mis primos y en mi tía son indescriptibles. No sin un atisbo de aprehensión, echo una mirada de reojo a Zio. Esperaba mi mirada: la agarra, la clava, como solo él es capaz de hacerlo. Se ríe para sus adentros. Lo sabe todo de mis salidas nocturnas. Aprovechará la ocasión para pasárselo en grande. Llamándome «Fräulein» (en su cabeza, Chamomor es alemana), empieza:

—El Sr. Klaust ha preguntado por usted. El estado de vuestra salud le preocupa. Está impaciente por veros aparecer de nuevo en sus clases… sus clases de trombón, creo. Vuestra profesora de ballet me informa de que nunca en su vida os ha visto. Tiene prisa por conoceros.

¡Oh!, ¡esa cara de Zio, tan seria, tan severa, tan enfadada, tan bonita! ¡Oh!, ¡esa pobre carita! Puedo aguantar sin dificultad la mirada de rapaz que se ha puesto para avergonzarme, para hacerme sentir asco. Lo noto tan ofuscado por mi frialdad que casi siento vergüenza.

—¡Baja la mirada, insolente! Solo los gatos mantienen la mirada cuando hacen algún daño.

Obedezco. Lo noto tan vulnerable detrás de su larga barba. Si no hubiese bajado la mirada, se habría puesto a llorar o se habría puesto a pegarme.

—Elige: o muestras pronto señales de bondad y madurez o te trato tal como tú te comportas desde hace tres meses, como a una perra en celo. ¡Pero!, ¡pero!, ¡pero!, ¿acaso no sabes distinguir por ti misma lo que es acorde a la dignidad de una señorita de lo que no lo es? ¿Acaso no tienes sentido del deber, de la obediencia y del agradecimiento?

No, Zio… No tengo nada de todo eso. Soy vil, vacua, vaga, vana, vaca, vencida, villana e incluso ladrona[40]. Dado que no eres capaz de curarme de lo insulso, de lo inconsecuente y de todos los demás cánceres, debo contar conmigo misma para este cuidado. Me duele tanto el alma, Zio, y es tan importante que el alma duela cuando te duele mucho, que no puedo evitar ocuparme solo de mi alma. El deber, la obediencia y el agradecimiento, esas palabras tan ajenas como tú, están en mejores condiciones de ocuparse de su estado que de un alma cancerosa como la mía. ¡Preocúpate de los demás y déjame en paz! ¡Me duele tanto el alma, Zio, y eso tiene tan poca importancia para ti! Deberías comprender que los males que acarrean tus palabras no tengan la menor importancia para mí, que no me importe tanto tu barba como a ti.

—¡Te has pintarrajeado! ¡Has estado en tu peluquería! ¡Miserable! ¡Corre a lavarte! ¡Anda a peinarte! ¿Cómo te atreves a asistir a la mesa de Yaveh en ese estado? ¿Tomarías a Yaveh por un viejo verde, por un mujeriego?

Me levanto, voy a lavarme y a peinarme. Con toda mi alma dije no, pero con mi boca he dicho sí. ¿Qué habría sucedido si no hubiera obedecido? Se habría puesto a llorar. Me habría pegado. Me habría devuelto a Canadá, lejos de Dick Dong. Cual Júpiter, me habría golpeado con uno de sus rayos. A menudo, más vale hacer lo que un imbécil os diga que hagáis. Han tomado medidas draconianas para que asista a mis clases de trombón y ballet. Me llevarán y me recogerán en taxi. Los padres del «joven Dong» han sido alumbrados acerca de sus «noches locas[41]».

Soy libre. Mi voluntad está en mi mente. Nadie puede verla, oírla ni tocarla. Nadie salvo yo puede actuar sobre mi voluntad.