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Miro como pasa el viento. El viento es intenso y frío. El viento levanta el plumón del lomo de los gorriones que veo en el parterre. Estos gorriones se quedan tan quietos como pueden; se afianzan contra el viento. Otros gorriones son lanzados por el viento contra los muros. Lo cual me lleva a hablar de mi asociación con Dick Dong. El aspecto sexual del problema humano estropea todo lo irracional de nuestras relaciones. Ambos estamos ávidos de caricias. No tenemos afán de dinero. No sucumbir a las caricias no es, por desgracia, una solución, ya que no sucumbir a ellas nos ocupa más tiempo que sucumbir a ellas. El dimorfismo sexual debería limitarse, en el caso del ser humano, a la longitud de los pies.

Si mañana fuese nombrada reina de la tierra, me bastaría con una hora para sacarla del atolladero. De entrada decretaría presto la guerra, un estado de sitio perpetuo entre las dos partes del globo que separa la latitud cero. Mis traidores, aquellos de mis súbditos que fueran sorprendidos hablando de ofertas o acuerdos, no tendrían la cabeza rebanada; un suplicio más refinado les estaría reservado: el varapalo horario. Su vida estaría dividida en horas y estarían condenados a compilar estadísticas hasta su último espasmo, sentados sobre una silla en una jaula con unas cuantas puertas y ventanas. A continuación, crearía en la peor base de mi reino un enclave prohibido llamado República del Amor donde, en espera de otra solución, unos cuantos miles de mujeres y una decena de hombres convertidos en ciegos y sordos asumirían en exclusiva la tarea de reproducir la especie. Declararía traidor a todo soldado de cualquier sexo sorprendido a punto de encontrar bonito o triste a cualquier soldado de distinto sexo, traidor y, por lo tanto, merecedor del suplicio del varapalo horario. Lo innato en los humanos y los primates no es beber, comer y correr después del orgasmo, sino superarse. ¿Si no es así, por qué entonces los humanos y los primates han acabado por erguirse sobre sus patas traseras y se empeñan en caminar en esta posición con sus otras dos patas colgando, como en un teatro de perros? Olvido, es verdad, a los que se desplazan sobre ruedas fijadas a un trasportín… pero estos son unos retrógrados y están en vías de extinción. Así pues, soy la soberana de la cabeza de elefante desde hace treinta y cuatro años. Han bastado nueve años para que las ciudades se desplomen y para que el humus empiece a acumularse sobre sus ruinas allanadas. Las ciudades solo debían la solidez de sus estructuras a la circulación automovilística. Por la boca de un enorme cañón los automóviles han sido lanzados, uno a uno, al Océano Pacífico. Colmado con este hecho, el océano Pacífico se ha convertido en cultivable. Los desiertos del Gobi y del Sahara, habiendo absorbido las aguas del océano Pacífico, también se han convertido en cultivables. Habituados a llevar armadura y al manejo del arcabuz y la partesana, aquellos, entre los seres humanos, de sexo femenino han perdido poco a poco sus protuberancias y su exhuberancia. En las batallas donde mis guerreros se matan entre sí, sin distinción de colores, tan solo por la crueldad del asunto, cuando alguno de ellos cae, no se ocupan en saber de qué género es. Para pronunciarse con seguridad respecto al género de este guerrero, tan anónimo como todos los demás, habría que abrirle el vientre, lo cual exigiría el empleo de un soplete oxhídrico, ya que con el tiempo la sangre y la carne de los guerreros quedan injertadas al acero de la armadura. Por otra parte, el género de un guerrero, muerto o vivo, no interesa ya a nadie. En la República del Amor las cosas marchan a buen ritmo. Los ginecólogos, que se creen los amos, se muestran inflados de orgullo en los informes que a diario me escriben con pelos y señales. De hecho, en breve, desaparecerá la República del Amor: técnicamente inútiles, sus fronteras y sus repugnantes habitantes están a punto de ser asolados y barridos. Mañana, con solo masticar una flor de marrubio, flor de una aspereza excesiva, mis mirmillones y mis reciarios, convertidos en auténticas fénix, se podrán reproducir por sí mismos, se podrán, como por fisiparidad, consagrar a una nueva vida, a un nuevo cuerpo, a una nueva armadura. La inmortalidad es accesible y, algo que no es de desdeñar, o la tomas o la dejas. El enorme cañón que sirvió para lanzar automóviles al Océano Pacífico ha sido empujado hacia el Aral desde lo alto de una montaña del Elbourz (al que ha habido que adaptar geográficamente para este propósito), junto con todas las armas no portátiles y demasiado destructivas. Por otra parte, en la cabeza de elefante, ya no hay ni un solo soplete oxhídrico.

Dick Dong y yo caminamos hasta los muelles[39], no nos cogemos de la mano. Nos sentamos espalda contra espalda en un cabestrante, justo por encima del agua oscura donde unos reflectores se reflejan. Con él, al igual que con Constance Chlore, no paro de hablar.

—Sé por qué es tan agradable romper, destruir. Te lo voy a explicar. Todo esto arranca de la nostalgia de tener, de poseer. Eso es, de poseer. Hace un rato, caminando, mirando lo que había a nuestro alrededor, un pensamiento muy agradable me vino a la cabeza: «Todo esto me pertenece.» Comparaba la calle con una muñeca que tuve. Me decía que la calle me pertenecía tal y como me había pertenecido mi muñeca. Me decía: «Todo lo que podía hacer con mi muñeca, lo puedo hacer con la calle: puedo mirarla, olería, cogerla entre mis brazos.» Después caí en la cuenta de mi error. Me dije: «¡No!, esta calle no me pertenece. Dado que no puedo destruirla tal y como destruí mi muñeca.» ¿Has entendido, Dick Dong? ¿Has entendido bien mi argumento?

Dick Dong encuentra mis declaraciones estrafalarias, insensatas y anormales. ¡Anormales!… Reconozco ante este juicio que es corto de miras, que no tiene fe y que solo vale para dar de comer a los cerdos. Nos subimos a un pilar y nos sentamos encima, con las piernas colgando entre el agua y el cielo. Escupimos en el agua oscura, apuntando a las manchas de petróleo amarillas y violetas, verdes y amarilloanaranjadas. Un trasatlántico pasa cerca, de un blancor que las tinieblas parecen empapar, diluir. De repente, brama. Su grito ronco es tan potente que me sacude tal como el viento sacude las hojas de un árbol, tan potente que me pone los pelos de punta y me entran ganas de gritar más fuerte. En respuesta, un remolcador invisible dispara una ráfaga de pitidos de silbato estridentes. Los chillidos del remolcador son tan estridentes que tengo que apretar los dientes para cercar con diques el sufrimiento que han desencadenado en mi interior. Dick Dong dice que los chillidos del remolcador no le han hecho pensar, como a mí, en los chillidos de un animal torturado. Se hace tarde. Tomamos el camino de vuelta. De entre todas las callejuelas que se nos brindan, cogemos las más sombrías, las más estrechas, las más desiertas y las más sinuosas. Corro, y el asfalto resuena como un tambor roto. Me imagino a Christian, que no deja de lanzar la jabalina. La callejuela está empinada. Reventada me tumbo en la cima. Tendida a lo largo sobre mi espalda, en medio de la callejuela, respiro, me siento a gusto. Extiendo los brazos y cruzo los tobillos solo por parecerme al Cristo en cruz. Miro al cielo, allá donde despunta un tejado, un cruasán de luna se baña en una borrosa nube. Me doy la vuelta. Boca abajo, soy Anteo: siento, a través del frío macadán, el calor del suelo penetrarme, excitar mi sangre, hacer crecer mis raíces y ramas. Dick Dong, a paso pesado, por fin se reúne conmigo. No le gusta ni correr, ni andar de través, ni pararse y volver a caminar. Prefiere ir recto como una bestia de carga.

—El poeta dijo, le digo: «Querido niño, bailas mal. La danza es un demorar arabesco, una paráfrasis de la visión.»

Me tiende el brazo para ayudarme a ponerme en pie. Le digo que no necesito a nadie para volver a ponerme en pie. Intenta besarme en la boca. Lo rechazo con violencia y le recuerdo nuestro pacto. Nuestro pacto estipula que solo yo puedo tomar las iniciativas en el terreno de las caricias y que solo la seguridad que tenga, cuando él se haya olvidado de que somos chico y chica, me autorizará a tomar esas iniciativas. Cuando haya olvidado que somos chico y chica, será hijo del Viento y del Fuego y, cuando lo bese, su alma temblará con la pureza del arroyo que tiembla bajo el soplo del viento y el resplandor del sol. Me dice que su corazón está inflado de amor en sumo grado y que va a explotar como un globo demasiado hinchado si no me digno a ser más afectuosa. Lo encuentro vulgar, sin fe. Lo lleno de insultos. Se vuelve violento, me pega al poste de una farola. Sus brazos tensos, que intentan aprisionarme, sujetarme, someterme, imponerme su pasión tal como uncen un buey a un carro, me dan asco. Lo llamo monstruo. Me dice que el monstruo soy yo. ¿Presumía de mi control sobre Dick Dong? ¿Deberé abandonar toda esperanza de sacar un ápice de alma de sus entrañas? Su último ultimátum es claro y conciso:

—Salimos juntos desde hace un mes. Una chica normal se deja besar en la segunda salida. Si tú no te dejas besar en nuestra próxima salida, te dejo.

—¿De dónde vienes? —me pregunta Zio, de pie al fondo del comedor apagado.

«¡Que te ahorquen!» —debería contestarle.

Pero, por desprecio a los numeritos, por desprecio al drama, por menosprecio al ridículo, paso veloz delante de sus narices, cabizbaja, sin responder nada.