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Mis maletas están hechas. Mi abrigo abotonado. La puerta abierta. Chamomor y Einberg han venido a recogerme y voy, de un momento a otro, a abandonar este valle de gruñidos y lamentos. Pero, para perpetrar mi secuestro, ambos esposos habían contado con la ausencia de Zio que, de golpe, como un pelo en la sopa, llega y aprieta todos los frenos. El patriarca, el vengador de viudas que perdieron a su primer marido, no está de acuerdo. En un tono inapelable, me dice que no me voy.

—Esta niña no se moverá de aquí. ¡Bérénice!, ¡quítame este abrigo y los chanclos! ¡Bérénice!, ¡ve a tu habitación a deshacer las maletas!

Solo faltaba Zio en la lista de los que cuidan de mi bienestar tanto como del suyo. Ahora que se sitúa en las filas de los políticos, de los urbanitas, de los filósofos, de la S.P.C.A.[37] y de los vendedores de jabón suave para pieles sensibles, ya no falta nadie.

—¡Asumo la responsabilidad de Bérénice! —afirma el redentor de huérfanos sin padre.

Entonces, en ejercicio de esta brillante hipótesis, este derechohabiente hace entender a estos causahabientes que él no me juzga ni lo bastante mayor ni lo bastante fuerte como para participar en los juegos que tienen lugar en la isla.

—Volved más tarde, mucho más tarde, cuando hayáis acabado con vuestras peleas, dentro de un año, de dos, dentro de diez años.

Mordazmente silenciados y atónitos, Chamomor y Einberg son aguijoneados en carne viva con estos últimos dardos y aúnan sus talentos para lanzar un apasionado ataque de brillantes protestas. ¡Ya pueden ser mil y hablar todos con la elocuencia de un Cicerón! Zio ha levantado alrededor de mí una torre inexpugnable: ¡Nadie podrá alcanzarme ni hacerme daño!

Mi soledad es demasiado pesada. Me deformo, me desplomo, me desmorono. En contra de mi lógica y de todos mis juramentos, cedo a los acosos de Dick Dong. En la cita que me ha concedido, se hace esperar. Espero y, entretanto, en un esfuerzo desesperado por salvar lo que queda de mi dignidad, me repito que soy una vestal y que no dejaré que ningún hombre ponga sus sucias manos encima de mí. Por fin llega Dick Dong. Me mira de arriba a abajo sin disculparse, luego, en silencio, cuenta misteriosamente con los dedos.

—No podremos casarnos de aquí a seis años, —dice finalmente—. ¡Me quedan por hacer todos estos estudios! ¡Un año más de instituto, cinco años de universidad! ¿Tendrás le paciencia de esperarme?

—¿Casarme contigo? ¡Arrea, Dick Dong!

Al sacar el lazo de mi blusa, le muestro los preciados objetos que cuelgan de él.

—Ya tengo novio. Lleva adelante sus brillantes estudios en una universidad alemana. Solo teníamos tres años cuando nos prometimos el uno al otro.

—¿Estudia en Heidelberg?

—Supongo.

Curtido en las mañas de las chicas, Dick Dong no parece muy trastornado con mis supuestas revelaciones. Comemos patatas fritas y helados, como en las canciones francesas. No es desagradable. Debo irme ya que son las nueve y a las nueve se acaba la clase de trombón a la que debía asistir.

—¡Nos volvemos a ver el viernes tarde, en el mismo sitio! —asegura Dick Dong.

—¿Tú crees?

—Vivir para ver…

—¡Qué insolencia! ¡Qué arrogancia!

Como Zio, Dick Dong está seguro de sí mismo. Pero Dick Dong no está tan peligrosamente seguro de sí mismo como Zio. Dick Dong solo está seguro de sí mismo porque usa regularmente el desodorante «Brillantina[38]». Si no se hubiera sentido obligado a representar su Marlon Brando, tal vez mi vida, en este preciso instante, habría cambiado.