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Me siento tan a gusto encerrada, he mantenido mis valvas cerradas con tal precisión durante estos años de exilio, que esta noche, como muchas otras noches, me muero, golpeo mi cabeza contra el suelo como quien golpea un reloj que se ha parado contra la esquina de una mesa. No soy capaz de dormir, estoy tan inquieta, me siento tan agitada en cuerpo y alma, me cuesta tanto. Vegeto. Sobre todo tras la muerte de Constance Chlore, los cotilleos de la jaula, de la escuela y de la vida solo me llegan ya en sordina. Me aso, mitad viva mitad muerta, en un toro broncíneo donde yo misma me he instalado. ¿Prolongaré esta absurda jeremiada hasta admitir que soy desgraciada? ¡No!

Si no soy feliz, es porque no he procurado serlo. ¡Ya bastante me cuesta intentar conservar la sombra de dignidad que me queda! Si, en principio, no he buscado la felicidad es porque no me dice nada, porque es horrible, porque supone una colaboración con la hediondez. Reniego de todo comercio con el mundo inmundo que me han impuesto, al que me han lanzado sin sentencia como a un esclavo a galeras. Me han lanzado en medio de una chusma con tanto gaznate y tanta tripa, que ni siquiera se da cuenta de que tiene alma, una chusma dispuesta a todas las cadenas, a todos los crímenes contra el alma y su dignidad, para tener acceso al pesebre donde, tres veces al día, los amos le dan de lamer. ¡Oh señores, antes me comeré mis excrementos! ¡Oh dueños, vuestras jaulas, tanto de ruedas como de hormigón, tanto por aire como por mar, os las haré tragar! Seguiré siendo una prisionera mala, una galeote insumisa e irrespetuosa. Me pasaré el tiempo intentándome fugar. Aguantaré en silencio los tratos de cuerda que merecerán mis blasfemias y seguiré blasfemando. Quienquiera que seáis, amos, tantos como seáis, tanto mortales como divinos, me sublevo contra vosotros, os escupo sin pudor a la cara. Os llamo miserables, os llamo lujuriosos, sádicos, paranoicos, esquizofrénicos. Si tengo el corazón hueco es porque he elegido no ponerme a cuatro patas, no ladrar, no luchar con los cuatro mil restantes por vuestras sobras. Poco me gustan los lobos, pero prefiero los lobos a los perros, porque los lobos prefieren antes devorarse entre ellos que dejarse pasear por la acera del extremo de una correa para hacer sus necesidades. Aprovecho la ocasión para señalar que me gustan los aviones porque los aviones de noche llevan una luz de color en el extremo de cada ala. No soy feliz, tengo el corazón hueco y quiero conservar lo que me queda de dignidad. He elegido ser fiel, leal, defender hasta mi último graznido la causa perdida, las insignias de la armada vencida. Mi dueño está como rehén. Mi amo está en otro lugar. Mi señor se dejó abatir. Si mi señor no se hubiera dejado abatir, ¿acaso estaría prisionera?, ¿acaso estaría en manos de estos vendedores de neveras[33]? Si me asfixio aquí, esta noche, sola, es porque, pese al peso de la muela que ata mi cuello, me mantengo firme, me mantengo derecha, no me inclino, no me doblego. No soy la sierva de los presidentes del país de la tierra, ni de los Yaveh del país del cielo. No inmolo víctimas para ninguno de estos generales mal vestidos. Ni suplico ni me arrodillo por ningún perdón, ningún indulto, ningún saludo, ninguna ensalada, ningún coche, ninguna moneda. Recuerdo que fui abatida, que tuve otro señor. Para recordarlo, sigo en pie. Me recuerdo que sigo en campo enemigo. Cuando quiero me digo estupideces. No me falta talento. Estoy dotada, requetedotada.

Desde que tengo tetas y ya no me salen granos, Muerde-y-calla[34], el mayor de mis primos, me ama en silencio. ¡Mi querido asno mayor! Me tiende tiernas trampas en la escalera, en los recodos de la mesa, en el umbral de las puertas, en el gabinete cuando consiento en ir a ver el aparato de televisión. Multiplica las indirectas. Se le escapan miradas de culpa de sus ojos de cerdo, de sus escasos ojos a lo Einberg. Ya no sé qué hacer para enfriar el provocativo ardor de este escrofuloso. Le he ofrecido darle un pequeño espectáculo de estriptís. Me ha dado a entender que era mi amistad lo que quería. ¡Si es mi amistad lo que quieres, deja de mirarme entre las rodillas! ¡No tengo pelos en la lengua! Eso no le preocupa mucho que digamos. En silencio, con ojos lacrimosos, con las manos húmedas, con el corazón a flor de piel, vuelve regularmente a la carga. Quiere mi amistad a toda costa. Quiere que le sonría. ¡El muy tonto! ¡Le parezco bonita! ¡Ya tiene que tener hambre de amistad, caracoles! Crezco desmesuradamente. Crezco tan rápido que, de un día para otro, ya solo encuentro en mi espejo una especie de inflamación hinchada de mí misma. ¡Qué más da! Prefiero llegar a ser alta como Chamomor a quedarme tan bajita como Einberg. ¡Bastante tengo con tener sus ojos y su boca! Me parece que Dick Dong, que vive tres o cuatro manzanas al este, también manifiesta cierto interés mancebo hacia mi persona. Cuando nos cruzamos por la acera, siempre tiene algo en particular que decirme. «¡Cuando tú quieras, madame!» «¡Oye tú, me gustas!» «¡Vayámonos juntos a Wyoming! Por lo visto hay tanta vaca suelta por ahí que se han visto obligados a construir pastizales de varias alturas.» Admito que me hace reír, que no lo encuentro feo. Pero nunca me colgaré del brazo de un chico, aunque solo sea por no hacer lo mismo que los dos mil ejemplares restantes del sexo femenino. No seré la girl-friend de ningún chico y ningún chico será mi boy-friend. Que no cuente conmigo la institución del amor, la máquina de hacer pasearse a las chicas del brazo de los chicos. Que no cuenten mucho conmigo los directores y mamporreros de la industria cinematográfica del amor. Si alguna vez me caso será con Christian o con un cocodrilo.

Si viviera aún Constance Chlore, cambiaría su nombre por Constance Exsangüe. ¿Cómo pude, durante cinco años, conservarle un nombre tan tonto? Está lo verdadero y lo falso. Lo verdadero es lo que me da ganas de reír, lo falso, lo que me da ganas de vomitar. El amor es falso. El odio es verdadero. Los animales son verdaderos. Los hombres son falsos.