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Tras haber mantenido un inútil asedio de una hora en mi puerta, Einberg se da la vuelta. Lo escucho descender la escalera. Aparto las cortinas para verlo salir. ¿Qué veo? ¡Chamomor! Se mete por el pasillo del columbario. Una ávida curiosidad se apodera de mí obligándome a correr las cortinas del todo. Debo poder verlos bien cuando se encuentren, ver bien cómo practican su odio. No debe escapárseme el mínimo estremecimiento del más mínimo músculo de su cara. Afilo mis ojos tal como un gato afila sus garras. Me he negado a ver a Einberg. Me acuartelé en mi habitación y fortifiqué la puerta con la cama, el escritorio y las dos sillas. Se ha pasado una hora hablando solo a través de la puerta. Sin perder la paciencia, sin alzar nunca la voz, sin blasfemar, sin amenazar, me ha suplicado, durante una hora, que le dejara entrar.

—Te traigo unos guantes de cabritilla de Estrées-Saint-Denis. Los encargué personalmente al taller. Una niñita de tu edad y condición se merece llevar unos guantes de cabritilla de Estrées-Saint-Denis. Dime que los quieres.

Ya sale Einberg. Caminan, el uno frente al otro, el uno hacia el otro, entre los dos setos de rosales silvestres. Cada uno ha desviado, exageradamente, la cabeza. Cada uno se separa, lo máximo posible, de la trayectoria del otro. ¿Uno u otro ha hablado? Y de repente se han parado. ¿Qué se dicen, cabizbajos? Ahora, de golpe y porrazo, extienden los brazos, despegan y vuelan el uno hacia el otro. ¡La prostitución a todo color en pantalla gigante! ¡Qué tierno para mi corazoncito de lectora de libros pornográficos! Se abrazan, se agarran, se retuercen juntos como dos cables trenzados. Son realmente ridículos de ver. En realidad es una delicia espiarlos. Parece un combate de lucha libre. El morro como hambriento de Einberg, torpemente, arrolla y retuerce la triste y tierna boca de Chamomor. En el furor del combate, el castoreño de Einberg cae de su cabeza a las rosas silvestres y de las rosas silvestres al césped. Ella debe de sacarle por entero su magnífica cabeza, pero no intenta aprovecharse de la ventaja. Se inclina para estar a su altura. Al inclinarse para estar a la altura de su situación, su brillante falda de crespón marroquí se levanta como una campana y, pornográficamente, descubre sus corvas. Parten juntos, felizmente del brazo, frotándose las caderas.

Una hora más tarde, Chamomor regresa. Se ha encargado de los guantes de cabritilla de Estrées-Saint-Denis. Imperturbablemente, mantengo mi silencio y mi embargo.

Mi mente, tiritando de angustia, recuerda un hocico húmedo y tibio, una rosa mojada, la boca de alguien maravilloso. Me vengaré de la muerte de Constance Chlore. ¡No la olvidaré, titán! No me veo empujada a vengarme, a mantener el recuerdo. Pero no voy a dejar plantado ahí, sin preocuparme de nada, un cadáver tan hermoso. Es más, en vez de sentirme empujada al recuerdo permanente y la venganza, me siento empujada al perdón y el olvido ¿no será esto una mala pasada del titán? Además la cama se ve tan vacía, tan grande.