Tras haber sido incinerada, Constance Chlore ha sido enterrada en el magnífico osario de la Hêtraie[30], en Montreal. Deseo morir en mitad de un desierto. Y deseo que se pudra, allá donde caiga, lo que los buitres y más tarde los chacales y hormigas hayan desdeñado. Ellos me han vuelto violenta: tengo sed de sangre. ¿Debe verse como una simple coincidencia el que yo haya deseado la muerte de Constance Chlore? Respuesta: No. Yo ejercía grandes poderes sobre ella, una fascinación hipnótica. Yo la he matado: lo afirmo fríamente, lo creo férreamente. No debía seguir viviendo; habría sido una blasfemia a su belleza y a su espontaneidad. Ella presintió que yo deseaba su desaparición. ¿Por qué si no de repente la vida le pareció tan insensata? Ella se mató por complacerme, lo mismo que por complacerme trotaba tras de mí. Ella se dejó matar por someterse a un misterioso imperativo nacido de mi voluntad. Se puede asesinar por telepatía, y yo lo he hecho. Acabo de reírme de la muerte de Constance Chlore, con sarcasmo, encantada de mi propio poder, como bajo el efecto de la embriaguez, como cuando juegas una mala pasada a alguien deleznable. ¿Es acaso locura? Respuesta: no, es la fuerza. Y si, incluso con las pruebas en contra, quisiera creer férreamente que soy yo quien ha matado a Constance Chlore, nadie podría impedírmelo. Es cuestión de fuerza.
Las puertas de la catedral del vecindario quedan abiertas por la noche hasta tarde, como para acoger a algún Émile Nelligan. Nosotras la frecuentábamos, Constance Chlore y yo. Me quedo de pie durante largos minutos, como un clavo, bajo las bóvedas. Con la cabeza echada hacia atrás, dándome vueltas, escucho frases de Constance Chlore que de nuevo me vienen.
—¿Por qué los niños se cogen de la mano? ¿Acaso es porque sus padres se lo han dicho? ¿Por qué no nos cogemos nosotras de la mano? ¿No tienes miedo a perderme?
Permanezco de pie en el centro de la nave y me dejo deslumbrar por la paz, la grandeza, la riqueza y lo irracional del lugar. Los órganos braman y permanezco de pie en el corazón de los órganos, al principio inquieta, después atemorizada, aterida, como sometida a una tempestad glacial. «Fue un gran bajel tallado en oro macizo.» Cierro los ojos y me parece que bajo mis pies circula un mar con olas más altas que las montañas. Marcharse. De nuevo partir. Siempre partir.
He leído I the Jury, Kiss me deadly, Sylvia, The Hot Mistress[31]. No son títulos que hayan sido objeto de disertaciones doctorales. Mi modesta paga mensual de diez dólares no bastaría para pagar toda la literatura pornográfica que consumo. He recurrido, generosamente, al hurto. Mi rabiosa afición por leer libros malos me viene de mi rabiosa afición por el aislamiento y el mal sueño. En un libro, uno está solo. En un libro malo, hay asesinatos, guarradas, todo lo que yo le deseo a la gente. No les desprecio todavía lo bastante. Si pudiese verlos a todos metidos hasta el cuello en la brutalidad y la porquería, eso me ayudaría. También experimento una considerable voluptuosidad al mostrar las escandalosas sobrecubiertas de «mis» libros a las insulsas miradas de los avuncularios, primos, profesores y compañeros de clase. En este sentido aprecio mis sensaciones más fuertes al hojear una novela de Orrie Itt en la sinagoga, acorralada entre Zio y su primogénito. También leería a Christian, si se dignara a escribirme, el infame. No he recibido ni una sola carta de él. De vez en cuando, Chamomor me da noticias suyas. Está bien. Está al otro lado del Atlántico, en Europa, Polonia, Silesia, en Walbrzych concretamente. Vive allá a costa de los Brückner. Se dice que comenzó sus estudios de biología. Se dice que no para de lanzar la jabalina. Se dice que prefiere la jabalina al manual de biología. Chamomor y Einberg vienen a verme, demasiado a menudo, a mi parecer. Vienen a verme, pero no me ven. Me encierro en mi cuarto y me niego a verles. He oído decir que Einberg y Chamomor intentan reconciliarse. Lo que, presumo, quiere decir que Chamomor está dispuesta a acostarse de nuevo con Einberg para volver a meter la mano en su santa familia. Jamás lo habría entendido si nunca hubiera leído libros pornográficos. Pobre Juana de Arco.
Me tiene aburrida. Tengo una boca enorme, una boca de más de un palmo de largo. Un especie de pelusa crece sobre mi labio superior, clara y fina, apenas visible, parecida al envés de una hoja de nevadilla. Cuando tenga treinta años, tendré bigote, mosca y, quizá, incluso patillas. Seré a morir de fea. Pero, por desgracia, no podré disfrutarlo, ya que no cumpliré los treinta años. Como suele decirse, es demasiado bonito para que dure.
Aprendo, en una conferencia en el instituto a cargo de un eminente psiquiatra, que una virgen es alguien como yo. Igualmente aprendo que tengo una especie de pequeño sexo masculino llamado clítoris, que si lo manipulo de forma sistemática me masturbo y que si la operación es coronada con éxito experimento una especie de sismo[32] llamado orgasmo. La tierra ya no tiene secretos para nadie: está completamente descubierta, completamente desnuda. El átomo está completamente desnudo, completamente descubierto. Ya solo les faltaba a los seres humanos despojar a las jóvenes de sus bragas, a ellos les da igual, no se cortan ni un pelo. Ya no hay secretos en ninguna parte. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué sorpresas espero aquí dentro?
—¿Oye tú, tú te masturbas? —me pregunta una independiente.
—No, estoy de luto.
—¡Esos tipos de ahí, científicos eminentes o no, son unos guarros! —exclama una carca («square» en inglés)—. Si me lo encuentro por la calle, lo hago picadillo.
Baby you’re so square! (canción popular). ¡Chica eres tan carca!