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Constance Chlore no habla hoy, no corre, no hace nada. Se queda sentada, emitiendo ondas de tristeza y angustia. No ver a Constance Chlore viva y animada agita mi mala conciencia, me despista hasta el desconcierto. ¿Qué le pasa? No sabe. Tiene como un presentimiento. Está como descorazonada, sin saber muy bien por qué. ¿Le duele la cabeza, la tripa? No. Con ella, cual ella, estoy como descorazonada sin saber muy bien por qué.

—¿Qué te pasa? ¡Habla!

—Nada. Tengo como una mala corazonada.

—¿Qué clase de corazonada? ¡Habla! No sabes como me duele verte triste.

—Me siento vacía. Me siento tan vacía como cuando me enteré de que habían matado a mis tres hermanos. A Abel también lo han matado, estoy convencida de ello. Estoy vacía. Soy una casa de donde la gente se ha ido arramblando con muebles y cortinas.

—Yo también me siento vacía. Pero ya puede morirse quien sea. Me importa un carajo.

—No digas eso. ¿Qué vamos a hacer, Bérénice?

—Larguémonos, Constance Chlore. Vámonos. Estoy hasta el moño. Vayámonos de aquí.

—Si tú quieres. A mí ya nada me importa.

—Saltemos en la primera carabela.

—Lancémonos al próximo tri-mástil.

Volvemos del colegio. Damos media vuelta y sin pensarlo dos veces nos colocamos en la parada del trolebús. Nos pasamos la noche dando vueltas sobre el mismo eje, caminando y saltando de trole en trole sin poder salir de la ciudad. Dondequiera que el trolebús para, damos de lleno en pleno corazón de la ciudad. Es como si fuéramos víctimas de una conspiración.

Está más oscuro que bajo tierra. Caminamos deprisa. Tenemos que salir pronto de esta ciudad. Caminamos haciendo como si no fuésemos nosotras las que nos desplazamos. Jugamos a imaginarnos que estamos quietas y que la ciudad es la que camina, que la ciudad se escurre como un río por cada uno de nuestros costados. Observamos las esquinas de los edificios deslizarse hacia nosotras como rodas de navío. Con la mirada en el cielo, vemos los inmensos luminosos pasar por encima de nosotras como pterodáctilos y descubrimos, como por rotación, el fantástico enrejado de su negro armazón. Una fila de coches aparcados salen en silente procesión a nuestro encuentro. Una casa en alquiler aislada en un terreno baldío gira sobre sí misma como un maniquí viviente y nos descubre sucesivamente tres de sus cuatro caras. Una hilera de reflectores colocada en lo más alto de la fachada de unos grandes almacenes acapara nuestra atención. Los colores brillantes de las banderas que ilumina se retuercen en la oscuridad total del cielo. Un trolebús nos deja debajo de una vía elevada. Bajo el paso elevado nuestros pasos retumban como en una catedral vacía. Excitadas con el eco, nos ponemos a correr entre los enormes pilares de hormigón. Cuanto más deprisa corremos, al reverberar más, más se parecen nuestros pasos a los aplausos. Naturalmente, corremos tan rápido como podemos.

—¡Mira, allí!

Me señala lejos en un nivel inferior, allá donde varias vías en desnivel se cruzan como un amplio vuelo de pájaros luminosos petrificado entre el cielo y la tierra. No parece saber qué es. Abre los ojos de par en par.

—Son solo luces. ¿Qué te creías?

—¡Qué blancas son! Mira: han formado en V, como si tuvieran alas. Tengo miedo, Bérénice. Y si fuera el fin del mundo. Tengo un mal presentimiento.

La llevo a ver las enormes luces hermanadas en V e infinitamente blancas que, encaramadas al extremo de las farolas en horca, alumbran el trozo de paso elevado bajo el cual corríamos. No parece muy convencida. Hace un rato, encontraba el viento demasiado suave para ser natural en esta época del año. Su mal presentimiento no le abandona.

Amanece. Una luz de acuario baña la ciudad, una luz vacía, una luz muda e invariable, una luz como nunca he conocido y que, como Constance Chlore, no encuentro natural. El trolebús que nos transporta circula, casi vacío, por una avenida donde no se ve a nadie, por donde no circula ningún automóvil. Su cabeza va de doce menos cuarto a doce y cuarto, Constance Chlore echa una cabezada. Le meneo la nariz para que no se duerma. Estoy tan cansada que creo que me olvidaría de ella en el trolebús si se durmiese. Frente a nosotras, una mujer de edad madura con una mejilla entera comida por un navajazo besa en el cuello a un enorme joven negro con la bragueta abierta. El viejo borracho que acaba de subir brinca en medio del pasillo, al verse gracioso, nos mira y sonríe. Constance Chlore, creyéndose en el infierno, se pone a llorar suavemente. En la callejuela por la que caminamos arrastrando los pies, las casas son bajas, viejas, están sucias y apretadas unas con otras. Por encima de la empalizada que estas forman, en un más allá de bruma blanca, se alza un rascacielos, gigantesco y espectral, que solo aparenta ser el diáfano panel de ventanas iluminadas que nos muestra y que siempre se encuentra, aunque avancemos y avancemos, en el mismo punto de nuestra mirada. Pienso, seriamente, en un bajel de estrellas a la deriva entre las marismas de la mañana.

De chiripa, volvemos a encontrarnos delante del columbario. Entramos. Caemos en la cama a maravillas y, de maravilla, nos dormimos. Durante dos días, en la jaula de los san-yo no se hablará más que de nuestra cabezonada sin pies ni cabeza, estúpida, incomprensible, ridícula, idiota, imbécil, tonta, increíble. Pero todas las habladurías se pudren y se mueren, incluso las que son provocadas por una cabezonada sin pies ni cabeza.

Regreso de mi lección de corneta. Está templado. Estoy de buen humor. Me digo que más vale aprender corneta y acordeón que arcabuz. La calle está tomada por uno de esos brillantes silencios que solo se pueden encontrar en la montaña. El crepúsculo ha izado su tapiz incluso por encima de la masa fuliginosa de rascacielos. El crepúsculo abraza el fresno de cuatro hojas de casa de Dick Dong, el único árbol a la vista. Me llaman. Erizo la punta de mis orejas. Me llaman de nuevo. Es la voz de Constance Chlore, que, a pesar de la hora tardía y de la prohibición de los tíos[29], ha venido a mi encuentro. Con el brazo en alto, apasionadamente, agita lo que parece una carta. Corre como una loca. La acera castañetea bajo sus pies descalzos. Sus cabellos saltan, danzan como duendecillos. De repente, un coche sale reculando de un subterráneo, surge a toda velocidad a la altura de Constance Chlore, embiste contra ella con toda su inmunda chatarra. Apenas tengo tiempo de gritar. El coche la ha atropellado y machacado. La sangre ensombrece ahora la acera. El suelo desapareció bajo mis pies, al igual que una trampilla bajo los pies del ahorcado.

En la mano, frenéticamente, vanamente, busco el familiar latido de su corazón. Su pecho roto está blando, cede como la nieve bajo mis manos. Por efecto de un último espasmo, sus dedos se enganchan a mis brazos y ahí se quedan. Su pálida mirada concentra en mis ojos sus últimos fogonazos. ¿Va a hablar? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! ¡Dime algo! Las lágrimas se han amontonado en sus pestañas. ¡Habla! Una especie de sonrisa emana de su semblante que permanece intacto, una especie de verdadera alegría. Habla. Ella pronuncia mi nombre.

—No pasa nada —repite—. No pasa nada. Tu carta.

Unas caras horribles, hostiles, mezquinas, ridículas hormiguean alrededor mío, en un tropel sofocante. Arremeto ferozmente contra esas caras. Me afianzo y, sin miramientos, con todas mis fuerzas y todo mi peso, las empujo, las rechazo, las alejo. Una de esas caras se ha inclinado encima del cadáver y se dispone a sostenerle las manos. Salto a sus ojos, la araño con mis uñas, la muerdo. De un solo movimiento, sin esfuerzo, he cogido el cuerpo amado entre mis brazos y corro, llevándolo lejos de las caras. Tan ligera es, tan ligera que me lleva, que me vuelve tan ligera como esos chorlitos que veíamos dar saltitos en la playa, que me eleva como el globo eleva la barquilla, que me elevo en el aire, que vuelo.

Constance Chlore ya no está. Qué disparate. De golpe, perdí los estribos. Ahora, no siento nada. Pues bien, esta es la muerte de Constance Chlore. Por tanto, así queda una extinta Constance Chlore. Si la pobre me oyera, ella que tanto respeto sentía por los fallecidos. Pero, mi bella amiga, ¿acaso uno es responsable de no tener lágrimas, acaso el pozo es responsable de no tener agua?

No asistiré ni a sus pompas fúnebres, ni a mi entierro. No llevaré ni el ataúd, ni el luto. Pensarán y hablarán de mi conducta lo que quieran. Si mi conducta puede hacerles rabiar, me doy por contenta. Tan pronto pasa el día de este primer combate con la muerte, estoy impaciente por que salga el sol, por que la ciudad se despierte, por que la vida se reanude. Muerte, si supieras la prisa que tengo por ver tu cara a plena luz del sol, la prisa que tengo por que se haga lo suficientemente de día para que puedas ver como me burlo de ti. Constance Chlore está muerta y no lo llevo mal. Muerte, Constance Chlore no me dice nada… Además, los muertos no son muy habladores, no hablan mucho que digamos con quienquiera que sea. Luto no, gracias.