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«Estos son los hijos de Hur, padre de Etam: Jezreel, Ismá e Idbás. Y el nombre de su hermana fue Haslelponi.» Y eso es todo lo que el Libro de las Crónicas dice de Haslelponi. He leído en vano las tres páginas que preceden y las tres páginas que siguen. No hay nada diferente respecto a Haslelponi. Haslelponi jamás comió, jamás bebió, jamás durmió. No era ni guapa ni fea. Jamás llevó espada, jamás llevó un cántaro en su cabeza. Tal como la veo, Haslelponi era la hermana de Jezreel, Ismá e Idbás, solo era eso, solo ejercía de eso. Se pasaba las veinticuatro vigésimo cuartas partes de su tiempo siendo la hermana de Jezreel y de los otros dos. ¡Qué bonito! Quisiera ser como ella, ser una hermana así como una estatua es una estatua. Quisiera que, al pasar, se note a simple vista que soy la hermana de Christian y que no soy ninguna otra cosa distinta. Cuando los heterovalvos ven una hilera de orugas abalanzarse sobre un peral en flor, enseguida saben de qué se trata. Los heterovalvos no dicen: «¡Acudid, amigos! Una camada de lobos se lanza sobre un manzano en fruto.» ¡No! ¡No! Ellos dicen: «¡Acudid! una hilera de lepidópteros se abalanza sobre un peral en flor.» Yo quisiera que los seres humanos vieran en mi rostro que soy hermana de Christian. Tendría que percibirse eso, que soy la hermana de Christian, así como se nota cuando corre el viento. ¿Qué debería hacer para que el simple hecho de ser la hermana de Christian quedase escrito en mi rostro? ¿Debería llevar un uniforme, como los marinos y los rabinos? El hada es fácilmente reconocible por su varita y sus pies descalzos. Los peces nadan. Coligny mordisqueaba mondadientes. Napoleón llevaba su bicornio al través. ¿Qué hace una hermana? ¿Tendría que llevar, para que quede bien claro que soy una hermana, al igual que el erizo, una larga cabellera de agujas de coser? ¡Sí! Si un peral se pusiese a dar manzanas, limones y calabazas, ya nadie reconocería en él un peral. Para ser un peral y continuar siéndolo, tiene que dar peras y seguir dando solo eso. Para ser la hermana de Christian, todo lo que yo haga tendría que parecerse a unas peras. Cuando sea adulta por completo, me pondré a ello. Ahora sé qué hacer con mi vida. Qué gusto me da saberlo. Qué alivio. Si tuviera una hermana, la llamaría Haslelponi y sería como Haslelponi. No sería nada más salvo mi hermana. ¡Soy la hermana de Christian, una hermana! —afirmaré.

—¡Danos pruebas de lo que afirmas!

—No doy la más mínima ciruela. Fijaos bien, solo doy peras.

En clase de física, pienso en Haslelponi. Es una locura. Pienso en Haslelponi y soy incapaz de poner fin. Las peras son una solución estúpida a más no poder. Lo sé bien, pero soy incapaz de mejorarla. Con la mirada clavada en el techo, estoy tan enfadada conmigo misma que no escucho nada de lo que expone el profesor de física. Entonces, el profesor, con esa voz de protozoo en forma de embudo llamado estentor[25], grita mi nombre:

—¡Bérénice! ¡Bérénice! ¡Bérénice! ¿Qué le pasa?

—Tengo un problema.

Y, dándoselas de espiritual a muerte, alarga su tiza y me invita a salir al encerado para exponer mi problema. Valen más treinta cabezas que una sola… etc., etc. No más tonta que él, me tomo la broma al pie del jeroglífico (de la letra, si lo prefieren) y me levanto. «El universo se me pega a la piel como los piojos al cuero cabelludo. Estoy harta. Ya bastante tengo.» Metida de lleno en esta sombría hipótesis, salto a la tarima, cojo la tiza y trazo en la pizarra una especie de cabeza de elefante.

—¡Es la tierra! —digo—. ¿Queda bien claro?

A continuación, trazo un triangulito en el interior de la cabeza de elefante.

—Y este triángulo, soy yo, Bérénice Einberg. Como veis, la tierra me rodea por los tres lados, la tierra me oprime por todas partes. Solo soy una mancha en la tierra. Para la tierra solo soy un grano de pus que ella absorberá, del que sanará. Y eso por otra parte se explica fácilmente por su movimiento de traslación, movimiento que no está carente de afinidad con el de una batidora. Ahora bien, yo no soy un ser libre e independiente, sino una sucia excrecencia, una especie de verruga con brazos y patas, una sucia verruga que crece en la superficie de la tierra y se nutre directamente de ese sucio ser que es la tierra. ¿Qué debería hacer para ser yo misma, para existir por mí misma, para dejar de ser solo un ínfimo parásito del ser que es la tierra? ¿Qué debería hacer para ya no tener que depender de todo, todo el tiempo y para todo? Cada vez que la tierra tiembla vosotros tembláis. ¿No estáis hartos? ¿No preferiríais ser el que tiembla? ¿Qué hay que hacer para ser libre? Alumna Constance Chlore, ¿cuál es vuestra solución?

—Para liberarse de la tierra, hay que elevarse por encima de la tierra.

—Es una solución, pero no es ninguna de las dos soluciones que tengo en mente. Ahora bien, yo soy la única capaz de tener razón. Por lo tanto, le pongo un cero patatero. ¡Vuelva a sentarse! ¿Espero? ¿Alguien más tiene otra solución tan estúpida por proponer? ¿Nadie? ¡Excelente! ¡Estupendo! ¡Muy muy estupendo! Pues, cero para Constance Chlore y cien por cien de lo mismo para todo el resto.

Me vuelvo de nuevo al encerado y, armada de mi tiza, con mano dura, rayo con trazos gruesos la cabeza del elefante, poniendo a su vez mucho cuidado en no rozar el triangulito.

—Esto es lo que tendré que hacer para ser libre: destruirlo todo. No digo negar, digo destruir. Soy la obra y el artista. Lo que me rodea, lo que veo, lo que percibo, es el mármol del que debo salir, a golpes de hacha, cincel y cepillo. En un bloque de mármol hay un busto, pero con una condición, a condición de esculpirlo. ¿Está claro?

—Si lo destruyes todo, ¿de qué te vas a alimentar?

—¡De nada, imbécil! ¡Me moriré de hambre! ¡Pero, durante dos días, habré sido libre!

—Eso es un tanto triste. Prefiero inflarme a comer.

—Yo, hija mía, prefiero no comer nada a ser comida por la tierra. Pero hay otra solución. Mucho me temo que no sea de mayor agrado para los de naturaleza débil.

A petición mía, Constance Chlore viene a borrar la pizarra y dibuja otra cabeza de elefante. Dentro de la cabeza, en vez de dibujar un pequeño triángulo, dibuja una polilla reina. Le digo que tiene talento y la invito a sentarse. Me devuelve la tiza. Nuestros dedos se rozan, se reconocen. Mientras regresa a su puesto, rodeo la figura de la polilla con figuras similares hasta que el desarrollo de esta figura en su último extremo limite por entero con la cabeza del elefante.

—Esto es lo que tendría que hacer para ser libre: devorarlo todo, esparcirme por todo, englobarlo todo, imponer mi ley en todo, someterlo todo: desde el hueso del melocotón hasta el núcleo central de la misma tierra. Se puede someter militarmente, administrativamente y judicialmente. Esta segunda solución es la que se emplea con mayor frecuencia. Por otra parte, todos nosotros somos en parte víctimas de ello. ¿Quién no ha sido sometido militarmente, administrativamente, judicialmente, monetariamente y religiosamente? ¿Quién no ha sido avasallado por un obispo, un general, un juez, un rey y un millonario? Así pues, anexionarlo todo. Pero yo prefiero destruirlo todo. No sé por qué. Es más desinteresado, más rápido, más bonito. Así me entran más ganas de reír, si lo prefieren. Y además, ¿acaso mi primera solución no supone la identificación de la más absoluta victoria con la muerte?

Me aplauden mucho. Me expulsan de clase para lo que queda de jornada.

Corro tras todas las Bérénice de la literatura y de la historia. Aprendo que Bérénice II de Egipto se casó con su hermano, Ptolomeo III Evergetes, y fue envenenada por su hijo, Ptolomeo IV Filopator. La idea de convertirme en la esposa de Christian me gusta. Si lo prefieren, es una de esas ideas que me hacen sonreír cuando me duele el alma como hoy. Bérénice, hija de Agripa I, me gusta menos, pese a que asistiera sin rechistar a la condena de uno de los apóstoles de Cristo. Leyendo y releyendo la Bérénice de Edgar Poe, tomo el hábito de hacer lo que ella hace, de ser como ella es. La influencia que ejercen en mí estas Bérénice no es para pasar por alto. Necesito tanto creer en algo y soy tan poco capaz de creer en lo que se cree. Necesito tanto un camino que si me ofrecieran el camino de cualquier Bérénice lo tomaría de mil amores. Los poderes de la imaginación deben ser grandes para que la mera coincidencia de unas sílabas provoque un compromiso tan fuerte en todo mi ser y un deseo tan grande.

He leído que Ganímedes era el más bello de los mortales y que, tomando la forma de un águila, Zeus o el otro (Júpiter) lo raptó para nombrarlo tropero escanciador de los dioses. ¿Esplendor o decadencia? ¡Decadencia! ¡Decadencia!

Constance Chlore me vaticina que un día mendigaré a las puertas de Sevilla. Me pregunto de dónde saca semejantes augurios. Debe haber visto una ópera en alguna parte. Me tiene que querer mucho para inventarse tales vaticinios solo por complacerme.

Chamomor vino muy cambiada, con el pelo más corto, con el cabello corto y todo en ondas al agua[26]. Estaba muy triste y muy guapa. Se parecía a Juana de Arco con su pelo corto. Hacía cerca de dos años que no la había visto. Llevaba unos zapatos tan chiquitos, tan ricos, que me daban ganas de cortarle los pies a hachazos. Dos piececitos, dos hachacitos. ¡Plaf! ¡Plaf! Ella me encontró cambiada.

—¡Qué grande estás! —me dijo, con lágrimas en los ojos.