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Pienso mucho, poco a poco cada día más. Pienso mucho mejor que los filósofos secos. Los filósofos grecos son los filósofos de Grecia. Los filósofos italianos son los filósofos de Italia. Los filósofos venecianos son los filósofos de Venecia. Ahora bien, todos estos filósofos son estériles, están secos. Todos podrían provenir de un país llamado Sequero. Puede que la suma obtenida de la imaginación y la voluntad más las apariencias de la vida llegue a ser delirante, se convierta en delirio, se convierta en embriaguez. Y esta posibilidad es fecunda, muy fecunda, muy versátil, muy rica: ofrece miles de soluciones a la soledad y al miedo. Cuando admito que uno y uno son dos no cabe el delirio. Cuando me demuestran un teorema puede caber cierto delirio. He observado que cuanto más difícil de entender es un teorema más delirio cabe al comprenderlo, que cuanto más estimula un teorema mi voluntad y mi imaginación más delirio causa. Y de esta observación y de tentadas experiencias es por lo que seguidamente deduje que existía en mí el delirio y que, para que este delirio se abriera, se expandiese plenamente, debía dar, a ultranza, curso libre a mi voluntad y a mi imaginación. No está claro clarito.

Miro una ciudad: es gris y oscura hasta perderse de vista, es inmensa: tan inmensamente alejada de mis manos como de mi palabra. Sería inútil que le golpeara, que le gritara a la cara. La miro: experimento angustia, después cansancio y hastío. Si lo único que hago es mirar la ciudad, no podrá tener otra forma distinta. Ya que la mirada, cuando solo es eso, es una brecha hecha en uno mismo, una rendición incondicional, una dilatación de las pupilas que permite que la ciudad entre en ti mismo, como el viento por las ventanas abiertas, y dirija ella sólita el cotarro. Si, por el contrario, al mirar la ciudad, afirmo que es mitad verde, mitad azul, y la sostengo como a una joya en el hueco de mi mano, experimento un delirio semejante al de la liberación y la conquista.

No sé qué piensa Chamomor en este momento, qué hace. No sé a quién pertenece el universo, a qué señor debo obedecer. No sé de dónde me viene la vida, para qué debe valer. No sé contra qué deben dirigirse mis armas, contra quién. ¿Debo contemplar cándidamente mi ignorancia, dejarme desbordar por ella? ¡No! ¿Debo, como el célebre poeta, contemplar la sombría saxífraga y esperar, quieta, a que me cuente por qué leches me interesa? ¡No! Tomo, con todo mi empeño, posiciones. Establezco, con todas mis fuerzas, verdades. ¡Eso es lo que hago! Arbitrariamente doy una forma distinta a cualquier asunto que, por su falta de consistencia o por su inmensidad, no haya por donde cogerlo… y entonces, gracias a esta forma distinta, agarro el asunto, me lo llevo a las manos, a los brazos, pero sobre todo: a la cabeza. Para remediar la insuficiencia que me impide actuar sobre los indefinibles asuntos y actividades de la vida, los defino por escrito sobre una hoja de papel y me adhiero con todo el alma a las imágenes coloristas u oscuras que así me forjo de estos asuntos y actividades. Por ejemplo, afirmo que la tierra (a la que aún no han comprendido los mejores astrónomos) es una cabeza de elefante que da vueltas a la deriva en un río de tinta azul azur… y entonces, en mi cabeza, la tierra no es nada más que eso. Afirmo que la luna es una cabeza de muerto que cuelga a través de un hilo de araña del techo oscuro de un cuarto, que es mi enorme habitación. Las estrellas chirrían cuando, en el mes de agosto, la noche está en su apogeo; afirmo que las estrellas son grillos, cigarras. Las tinieblas son una aglomeración de oscuros ulanos, un magma de oscuros ulanos en huida hacia el asedio de Quebec, de Waterloo, de Verdún. Afirmo que todo aquel que toque mi piel es una oruga. Cuando Constance Chlore me besa la frente, creo, firme como un clavo, que una oruga recorre mi frente, una oruga naranja y negra. En cuanto a Chamomor, sé exactamente donde está, qué hace y qué sentimientos me inspira. Chamomor está de pie en mitad de una calle de una ciudad en Dinamarca, me espera como un clavo, y la odio. Ahora, sé que la odio. Ahora sé qué hacer al respecto: odiar. El universo de por sí, está dirigido por un titán que intenta amedrentarme, que quiere que me someta a él. Ahora, sé que el universo es el hogar de un extraño.

—¿Y la muerte? —pronuncia Constance Chlore con voz sumisa. ¿En qué consiste?

—En términos generales, una derrota. En términos delirantes, lleva el nombre de triunfo. Me dirás, pero hay que demostrar que la muerte es un triunfo. Es bien sabido que las pruebas sirven para establecer verdades. ¿Pero para qué sirven las pruebas cuando se tienen las verdades? Tengo la certeza de que la muerte es un triunfo. ¿Las pruebas? Están ahí, esperando a que yo muera para darme la razón. Con todas tus fuerzas da a la muerte el nombre de triunfo. Eso es todo. Con toda tu fe llama a la muerte triunfo. ¿Por qué llamarla derrota?

—¡Triunfo! —pronuncia Constance Chlore con voz triunfal. ¡Bonito nombre! He tenido un sueño: De pie sobre sus patas traseras, una rana tan grande como yo me abrazaba. Y la piel, de un verde muy pálido, de esta rana estaba tatuada con enormes rosas rojas. Se podría decir que, al igual que una silla vieja, la rana estaba vestida de tapicería.

—Eso no era un sueño. Te sucedió tal cual. Te encontró una rana, se puso de pie sobre sus patas traseras y te abrazó. ¿Por qué solamente quieres que te sucedan cosas triviales?

—¿Entonces era una rana de verdad? —pronuncia Constance Chlore con voz soñadora.

—El cielo está lleno de tenedores y cucharas volantes. Hay que tener los ojos taponados con corcho para no haberlos visto.

—Mira Bérénice; hay un mapache manchasillas en el escritorio. ¡Chisttt!

Nieva, por primera vez este invierno. Al final de un parque que la nieve ha sazonado generosamente con su luz en forma de edredón, una madre y su hijo esperan el autobús. El niño, atraído por la nieve, no aguantando más, se zafa de la mano de su madre, se lanza a ella riendo, patalea como en el agua, cocea, se cae, la hace saltar, se embadurna. La primera vez, cuando descubrieron Canadá, lo llamaron el Nuevo Mundo. El parque recién cubierto de nieve es el Nuevo Océano. Constance Chlore y yo corremos por él sin rumbo, y correr se convierte en descubrir. Nos revolcamos, nos peleamos en la nieve. Charlamos en la nieve, nos miramos en la nieve… Todo lo que hacemos en esta primera nevada se convierte en primicia como la nieve, en novedoso como la nieve, a estrenar. Es como si nunca hubiera hablado con Constance Chlore, como si nunca la hubiera mirado. Somos presas de la nieve, estamos atrapadas por la nieve, cautivadas. Estamos asfixiadas por la nieve, con un nudo en la garganta, con el corazón en un puño, con la cabeza hirviendo, con el alma por los suelos y en la palma de la mano. ¡Caca de la vaca! ¡Maldita nieve! Con las manos llenas de nieve, los pies llenos de nieve, la ropa llena de nieve, seguimos corriendo por la nieve, la nieve guarda aún todo su misterio. Abro la cartera y, uno a uno, lanzo mis libros y mis cuadernos por la nieve. Impresionada, Constance Chlore, hace lo mismo que yo. Agotadas, sin respuestas al misterio de la nieve, recogemos nuestros libros y cuadernos y volvemos al columbario. No entender nada de la fiebre que provoca la nieve la primera vez que nieva es de veras insultante. ¡Maldita nieve! ¡Caca de la vaca!

No hay nadie en el comedor de la jaula. El aparador yace, cara al suelo, entre las ruinas de la vitrina con forma de vitral y las porcelanas de Saxe. Un sombrero castoreño y un par de zapatos de suela gorda gravitan alrededor de los estragos. Las puertas del gabinete están cerradas. A juzgar por el alboroto y los gritos que salen del gabinete, podremos sorprender a varias personas en flagrante delito de odio. De repente me envalentono. Ya que he aquí que, entre las exclamaciones, reconozco las de mi buen querido papá. Entramos sin llamar. Penetramos en un auténtico tornado. Einberg está a gusto ahí, completamente a sus anchas. Con las correas destrozadas, los cordones de cualquier manera, el revólver de acá para allá, no tienen suficiente el par de gendarmes que luchan por contenerlo. Einberg se agita como un poseso, como un barman que agita la coctelera. Refunfuña, grita, espumajea, babea. Forcejea como un gallo que acaba de pasar por la suerte de Holofernes. Golpea con brazos, piernas, barriga, cabeza. Al cabo de mucho esfuerzo y sudores, los gendarmes desenvainan sus porras y le aplican contundentes golpes en la cabeza. Cuanto más fuerte pegan, más forcejea Einberg. Pega mordiscos al aire a golpes de mandíbula. Mis músculos se quedan rígidos, vibran como cuerdas de violín. Noto que mi cerebro se viene abajo. De repente, los brillantes ojos chillones de Einberg se clavan en mí. Para de forcejear. ¿Qué va a hacer? Su cara crispada de gato agonizante se relaja y se pone a reír. Colgando tan solo de un hilo, mi cerebro se pone en fuga y me pongo a vociferar, noto que me vuelvo loca. Con los pelos de punta, los ojos vidriosos y sanguinolentos, la cara cosida a cardenales, la ropa rasgada y llena de barro, avanza hacia mí, tendiéndome los brazos, riendo cada vez con más fuerza.

—¡Ven, cariño, cariño, cariñito! Soy tu papá, cariñito, cariño, querida, preferida.

Descalzo, camina laboriosamente, como si llevara esquís. Está borracho. Despide un olor intenso, fétido. Cae de rodillas. Su pantalón está rajado. La raja abierta muestra su taparrabos. Se levanta. Da un salto al frente. Está muy cerca de mí, con los brazos de par en par, sonríe de oreja a oreja. Va a caerse encima de mí. Me aparto. Cae estrepitosamente y, con un formidable eructo, descarga a mis pies todas sus vísceras.

No he dormido en toda la noche. Constance Chlore tampoco. Me noto agresiva y a la vez incapaz de moverme. Estoy como poseída por el demonio: una fuerza volcánica habita en mí, una fuerza dolorosa que nada en el mundo puede causar, satisfacer. Doy vueltas, me muerdo, no sé que postura coger. ¡Esta fuerza ardiente en mi vientre, inútil, inagotable, sin propósito, como ganas de vomitar que no cuajan! Constance Chlore, llora, me toma en sus brazos, me da besos, no sabe a qué santo encomendarse. Haría cualquier cosa por liberarme, pero no hay nada que hacer; se siente completamente impotente. Me entrega jarrones para que los rompa. Me dice que le pegue. Se arrodilla en mitad de la cama, me alarga un par de tijeras y me pide que la mate. Mátame, Bérénice. ¡Coge estas tijeras y mátame! Déjame en paz, Constance Chlore. Anda y que te parta un rayo, Constance Chlore.