La luz ha tomado forma, está fuera del océano de aire que le daba el aspecto inmaterial de la sombra. El sol tiene rayos de hierro. La luna tiene rayos de madera, como una rueda de carreta. Estoy tranquila. Nunca más gritaré. Lo he entendido todo. Lo sé. Cuando sabes donde estás y quien eres, puedes, como el gato, abalanzarte sobre la canica que rueda por el suelo e imaginar que eres un dragón. Cuando te has comprendido, puedes correr por la inmensa esfera armilar e imaginarte que, al igual que la ardilla en su jaula, uno juega, se divierte. El único medio de pertenecerse es comprender. Las únicas manos capaces de agarrar la vida están en el interior de tu cabeza, en el cerebro.
No soy responsable de mí ni puedo llegar a serlo. Como todo lo que ha sido fabricado, como la silla y el radiador, no tengo que responder de nada. La bala que hiere al animal en el corazón no es delictiva. Fue lanzada y no podía escapar a su dirección. Un impulso me ha sido otorgado y no puedo escapar de él. Más avispada que una granizada de perdigones, puedo contrariar el impulso, aspirar a otros blancos, pero mi sangre y mis carnes están encaminados en una dirección y yo ya no puedo cambiarla al igual que una botella no puede cambiar de contenido. En otras palabras, he sido configurada como Bérénice tal como el radiador ha sido configurado como radiador. Puedo resistirme a Bérénice e intentar ser otra, pero, al igual que un radiador no puede convertirse en boa, yo no podría convertirme en Constance Chlore. Cuando has sido configurado como indiferente, mezquino y áspero, no puedes ser sensible, caritativo y dulce. ¡Cómo pueden haceros daño las cosas si no contáis para ellas! Puedes oponerte a tu mezquindad pero sigues siendo mezquino. Puede tender a lo suave pero la piedra permanece dura. A quien le gusta el vino no puede no gustarle el vino. Al que no le gusta el vino no puede gustarle el vino. Uno está configurado. Y punto. Se es radiador. No se puede cambiar nada. Los seres humanos son los únicos radiadores que pueden dar cornadas al aire contra su configuración. Ser un ser humano es ser un radiador que puede no estar contento con su imagen y desear otra distinta. Pero la sardina que coletea en el mar no cambia mucho que digamos en el agua del mar. Ser alguien es tener un destino. Tener un destino es como tener solo una ciudad. Cuando solo se tiene Budapest, solo queda una alternativa: ir a Budapest o quedarse. No puedes ir a Belgrado. Yo no soy culpable de nada de lo que haga; yo no me siento realizada, no he tenido tiempo de realizarme.
No se nace al nacer. Se nace unos años más tarde, cuando se toma conciencia de ser. Yo nací más o menos a la edad de cinco años, si mal no recuerdo. Y nacer a esa edad, es nacer demasiado tarde, porque a esa edad ya se tiene un pasado, el alma tiene forma. Nada más nacer una mariposa prueba sus alas. Su primer movimiento es aquel que la lanza borracha perdida hacia el azur. Las mariposas son hermosas. Al nacer, creí poder elegir y elegí ser una mariposa con las alas compuestas de vidrieras amarillo anaranjadas. Luego, convencida de mi acierto, sin pensarlo más, me lancé desde lo alto del torreón en el que me encontraba. ¡Por desgracia!, no era una mariposa. Era un búfalo. En realidad, era un rinoceronte. A mediados del decenio, era algo diferente a una mariposa. Lo que tenía que suceder sucedió: me estrellé contra un patio, el patio se rajó en dos y yo me recuperé en el hospital. Cuando se es rinoceronte, es inútil intentar volar. ¿Qué había hecho pues, para ir vestida con un adefesio de caparazón de rinoceronte? ¿Qué había hecho pues tan mal? ¡La de preguntas que me habré hecho! ¡La de hipótesis que se han pasado por mi cabeza! ¡La de ideas que habré tenido! Ahora, se acabó. Ahora, comprendo.
Cuando nací, tenía cinco años, era alguien: estaba comprometida con lo más hondo del río que es un destino, con lo más hondo de la corriente que son mis anhelos, mis rencores, mis semejantes y mis desdichas. Grité de horror, sin resultado. Nadé a contracorriente como una loca, sin resultado. Estaba loca. Me he cansado; eso es todo.
Esto es lo que soy: una nube de flechas que piensan, que saben adonde vuelan y hacia qué blancos vuelan. Luego pienso. ¡Yo pienso! ¡Pienso! ¿Qué es lo que pienso? ¡Bonita pregunta! Pienso que es hora de que piense en divertirme, enjugar. Solo tengo una cara y yo no he configurado esa cara, pero puedo elegir entre treinta gestos. ¿Qué gesto elegiré? ¡Bonita pregunta! Elijo la risa. ¡La risa! La risa es síntoma de luz. El niño se echa a reír cuando, repentinamente, la luz se propaga entre las tinieblas que le daban miedo. Me gusta arrancar uñas con tenazas, cortar orejas con una navaja de afeitar, matar seres humanos y colgar sus cadáveres en las golas de mis muros para hacer con ellos una guirnalda. Me agrada quemar campos, bombardear ciudades. Me safisface sacudir la capa oceánica, empujar unos contra otros los continentes, atravesar el universo de estrella en estrella como quien atraviesa de roca en roca un torrente. Haré todo eso por reírme. ¡Reír! ¡Reírme hasta la muerte!
Pasemos a otro tema. Pasemos de las verdades fundamentales a la maniobra. Dirijo, a la atención de Chamomor, extensas cartas a Christian. Lo más importante no es que Christian reciba estas cartas, ya que son de mentirijilla. Lo más importante es que Chamomor o Einberg las lean y se queden escandalizados, descorazonados, atónitos e indignados. No he recibido nada de Christian. Las tres líneas de Chamomor es todo lo que he recibido en tres meses de mis viejos amores. Aún veo el sobre azul que contenía estas tres líneas temblar en mi mano. El sello, un hermoso sello enorme de Checoslovaquia, está pegado sin ton ni son, abajo y a la izquierda del sobre, completamente torcido. Intento en vano descifrar el matasellos. No abro el sobre azul de inmediato. Finjo ser parca. Lo deposito en el escritorio, me lanzo sobre la cama, con las manos cruzadas tras la nuca, lo veo descansar sobre el escritorio, esperar, impacientarse. «Cariño, estaré de regreso en América dentro de un par de meses. Solo entonces, iré a llamar al espeso muro que se ha alzado entre nosotras. No seas mala conmigo. No seas inútilmente dura contigo. No quiero que hagas oídos sordos. Quiero que acudas. En pareja, enseguida perforaremos el muro con un agujero que nos permitirá darnos la mano de nuevo. Te necesito aunque tú no me necesites. Mamá.» ¡Cariño…! En un arrebato de ira rompo la carta en mil confetis. Justo después, me arrepiento, me siento tierna y cariñosa hasta el punto de llorar. Y en un arrebato de piedad, tan intenso como mi arrebato de ira, cubro el sobre de besos, decido guardar hasta el fin de mis días el hermoso y enorme sello multicolor que representa un minero trabajando con la barrena. Dos días después, tanto el sello como Chamomor no me dicen ya nada y dejo caer el sello encarecidamente conservado entre los barrotes de la reja de una alcantarilla. Por otro lado, Chamomor no había indicado dirección en el remite. De pronto, Chamomor, Christian y Constance Chlore me causan tanto daño. De pronto, me dejan tan indiferente. O me hacen mucho daño o no me dicen absolutamente nada. En ambos casos sufro. Cuando no me dicen nada, sufro por haberme confundido, por haber dicho y pensado cosas que ya no son verdad, por haber hecho cosas que ya no tienen sentido, por haber sufrido en el vacío. La mayoría de las veces me dejan indiferente. Cuando sufro por su culpa, grito, me lamento, vomito mi empanada de jeremiadas. Grito como aquel que acaba de dejarse cortar los brazos. ¿Qué cara se le queda al recién manco que, en lo más negro de la desesperación, tras haberlo maldecido y destrozado todo, tras haber expulsado todos los demonios de su cuerpo, ve como sus brazos vuelven a crecer y como regresa su indiferencia a propósito de sus brazos? Es muy gracioso. Es para morirse de risa. ¡Riamos! ¿Qué hace Constance Chlore para ser tan constante, tan fiel a sí misma, tan consecuente en sus gestos, palabras y sentimientos? ¿Qué hace Zio para ser tan continuadamente santo? ¿Qué hacen los primos y primas para que solo se parezcan a ellos mismos? ¡Lo hacen todos adrede! Constance Chlore, tan pálida como las praderas del otoño, como la arena, como la ceniza, como todo lo que es estéril, me abandona a fin de mes y regresará a mí en septiembre. Quiero a Constance Chlore con locura y ella me deja extremadamente indiferente. Su enorme belleza, su gran sensibilidad, la gran hondura de su pensamiento me llevan al éxtasis, luego me da lo mismo. Ingenua, servicial, se sacrifica por mi salud: todo lo que encuentra, dentro de ella o en otro lugar, que pueda alegrarme me lo regala. Ingeniosa, despierta, nunca le faltan recursos, sorpresas: una lisonja engancha con otra, una locura no espera a la siguiente. Solo hay una Constance Chlore que presuma de haber nacido en 1687, año en el que, según ella, no hubo 4 de mayo. Me clava atentamente, ávidamente, la mirada presa de una especie de nistagmo, como si tuviera miedo a que la pegue.
—Qué tonterías cuento, ¿verdad?
—No es ninguna tontería, Constance Chlore, dado que es verdad. No hubo 4 de mayo aquel año. ¿Qué tontería hay en todo eso? Si no lo hubo, no lo hubo. Naciste en 1687, el año en que no hubo 4 de mayo. Te creo, te lo juro. ¿No te crees que te crea?
Constance Chlore sacude la cabeza en señal de negación. Está contenta: me ha pillado. Me ha hecho hablar. Sabe cómo animarme, cómo picarme en el juego.
—Lo dices para burlarte de mí.
—¡Claro que no! Soy libre de creer lo que quiera y te creo. ¡Creo de todo corazón que no hubo 4 de mayo y que tú naciste en 1687!
—Te creo, Bérénice. ¿No es maravilloso ser capaz de creer en toda clase de imposibles? Juguemos a creer en toda clase de cosas imposibles. ¿Vale?
—¡Creamos que las estrellas tienen ojos! ¡Creamos que los seres humanos tienen tres brazos!
Rápidamente marca la entrada y empezamos a jugar a creer en toda clase de imposibles hasta quedar sin aliento.
—Déjame decirte cosas completamente idiotas… ¿O. K.?
—Nada es idiota —digo, de forma grandilocuente, tomando a pesar mío como reales sus hábiles juegos de palabra.
Se coloca. Se pone colorada. Se concentra para pronunciar algo aprendido de carrerilla. Se aclara la voz. Comienza.
—Somos amigas. Tú me juntas y yo te junto. Vamos a dar una vuelta por mi bosque. Te enseño el nombre de cada uno de mis grillos y de cada una de mis langostas. Los grillos tienen nombres de chico, las langostas tienen nombres de chica. Jean-Pierre te huele con sus enormes antenas flexibles; es un huraño al que no le gustan los extraños. «¿Quién es esta? —Es Bérénice, mi amiga. Puedes confiar en ella. —Tu amiga, no parece muy amable. No es de sonrisa fácil. —Bérénice no ha tenido una vida fácil. Con ella tienes que ser el primero en sonreír. ¡Venga, Jean-Pierre! Sonríele.» Marguerite llega: es una cotilla. Te tiende su gran pata tiesa y espinosa. «Encantada de conoceros, señorita. ¿Sois la amiga de Constance Chlore, supongo? ¡Bérénice! Sois Bérénice… No para de hablamos de vos. ¡Esperad! ¡No os vayáis! Voy a ir a buscar a Yolande, Eunice y Paulette.» ¿No es esto completamente idiota? Ya he dicho bastante. Te toca contar algo. ¡Vamos! Tiene que ser completamente idiota. Si no es completamente idiota, es señal de que un buen día me dejarás.
Constance Chlore es tan sabia como Christian. Tendré que presentársela un día de estos. Se sabe los doce segmentos del abejorro por su nombre en latín. Su fuerte es la botánica. Su fuerte es la zoología, si lo prefieren. Existen termitas reyes, termitas reinas y termitas soldado. Las termitas reyes tienen alas, pero las termitas reina no. Las termitas reinas están tan gordas que no pueden moverse. Su tripa blanca es tan gruesa como un dedo y su cabeza es tan pequeña como una cabeza de mosca. Constance Chlore es quien me ha contado todo esto.
Constance Chlore trota tras de mí. Cuando apuro el paso, ella trota más deprisa. Cuando cambio el trote, ella cambia el trote. Ella no hace preguntas. Me sigue discretamente. Ella trota silenciosa detrás de mí, allá donde yo vaya. Solo habla de ella para preguntarme si me aburre.
—Me gustas porque estás triste, siempre triste, tan triste como un retrato triste.