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Con la frente coronada de filacterias, rezamos cada mañana y cada tarde. La santidad. No es broma. Llegamos a la ciudad de Nueva York como ballenas en un acuario: sin que quede sitio. Llegamos a casa de Zio como atunes en una lata de sardinas en aceite. No hay sitio en el noveno nicho del prismático columbario de diez celdas donde ha encaramado a su prole. Alumna Einberg, ¿cómo se llaman los que viven en iglús? Se les llama esquimales, señorita. Alumna Einberg, ¿cómo se llaman los que viven en pisos? No se les llama, señorita, no merece la pena. ¡Son seres humanos, alumna Einberg, hombres! Usted me la quiere dar con queso, señorita, menuda buena me quiere colar. Mis primos llevan solideo, como los obispos. Solo se quitan su variopinta kipá para dormir. Dejan crecer, en la punta de sus rasuradas sienes, ridículos mechones en forma de coleta. Zio no obliga a su familia a vivir en la cima de este columbario por ser pobre. No. El es muy rico. Él la obliga a vivir en la cima de este columbario por santidad. Cuando uno es santón, tiene que parecer pobre. Los que, por oídas, dudan de la santidad de Zio y de su prole solo tienen que venir a verlo. La larga barba artesonada de Zio y las coletas en las sienes de sus hijos son categóricas, ponen fin a cualquier discusión. Para mí, santos o no, son monos. ¡Son elefantes! ¡Son conejos! ¡Son cerdos! Soy grosera. Desde que vivo en santidad no soy grosera por gula, sino por ascetismo.

Zio, Zia, los dos primos y las dos primas nos reciben con la mayor cordialidad. Nos estrujan las manos. Están encantados de conocernos.

—Glad to know you. Hope you’ll like it here. Come on. Let me show you your room[21].

Son amables a más no poder. Son dichosos hasta la muerte. Son dichosos hasta la muerte porque son unos santos de muerte. Son santos a muerte porque son hospitalarios hasta la saciedad. Aquí hay que entrar como se adentra uno en un río de cocodrilos, como se mete uno en un pantano de hipopótamos. Desde el umbral, uno es capaz de ver como sus corazones abren una increíble boca armada de espadas, un par de cucharas bivalvas diseñadas para devorarte vivo. Al entrar aquí me encerré cual ostra en peligro. Son demasiado amables. Además yo no confío en las relaciones. Una relación es una grieta, una disponibilidad abierta a la mentira, a la decepción y al resentimiento. Mi actitud para con mis primos se queda en una ligera inquina diluida en un sinvivir de indiferencia. Tengo primos como si tal cosa. Mis primos están ahí como si nada. No quiero saber nada, nada que ver. ¡Queridos primos, haced como si no estuvieseis!

Aprendo hebreo. Es obligatorio. Es muy estimulante. Cuando sepa hebreo, Zio me recompensará. Me hará el honor de inscribirme, como a su mujer, sus hijos, sus hijas y a Constance Chlore, en la lista de aquellos que tienen el honor de leer pasajes de la Biblia en voz alta antes de la cena.

El dormitorio que nos ha tocado es una insigne habitación. De siempre reservada a la práctica de la filantropía, la ocupan fantasmas de niños a cada cual más tullido y más triste. Las dos últimas niñas en ser albergadas en este cuarto, dos hermanas de padres borrachos, conocieron un final trágico. Las encontraron muertas una mañana, con la boca como comida, los labios como roídos, como limados, ensangrentados desde la nariz hasta la barbilla. En una crisis de desesperación, habían roto silenciosamente el cristal inferior de la ventana de guillotina y, masticándolo sin hacer un ruido, esquirla tras esquirla, se lo habían comido entero. Zio ve con malos ojos que yo lea a Homero y a Virgilio, ese turco y ese italiano. Pero con su irritación solo consigue avivar los sombríos apetitos que él y sus san-yo me han despertado.

No obstante, esta noche, ahora, con las piernas pegadas a las piernecitas frías de Constance Chlore, me siento serena, agraciada, bendita, casi dichosa. ¡Me opongo a ello! ¡No tengo derecho a sentirme casi dichosa! ¡Es ridículo! ¡Es ilógico! ¿Qué? ¡Sentirme dichosa… después de todo lo que me han hecho! Aparto estos ridículos e ilógicos sentimientos. Clamando al cielo llamo a filas al odio y a la desesperación. En el corazón de una desdichada como yo, de una nacida únicamente para sufrir como yo, solo el odio y la desesperación tienen cabida. ¡Tengo que ponerme en seguida a llorar y a hacer rechinar mis dientes de nuevo! ¡Me han robado a mi hermano! ¡Me han robado a mi madre! ¡Me han robado mi isla! ¡Me han exiliado! Me han enjaulado con unos san-yo.

—Nos importa un bledo todo eso, —responde mi voz—. Somos casi dichosas esta noche, con las piernas pegadas a las piernecitas frías de Constance Chlore.

¡No es cierto! ¿Qué me han hecho entonces? ¡Oh Satán, cómo me acuerdo de él!… ¡Recuperaré lo que me han quitado! Mis fuerzas se están forjando… Siento unas alas crecer a expensas de mi cuerpo, se ensanchan, se inflan al azar con los golpes de viento y me arrancan del suelo. Me hago libre. También me crecen garras. Ahí salen por la punta de mis dedos, reventando alrededor de su marfil la horrible y vil muda que forma la piel. Ya se retuercen mis dedos, se tensan mis manos. Pronto, seré capaz de mirar al sol de frente sin ser cegada, como un águila. Extraño sueño el que estoy teniendo… Me encuentro en un vasto templo hipóstilo. Estoy en el extremo de un largo claustro cuyas bóvedas de arista son tan altas que me hacen perder la cabeza. Chamomor lleva en el puño una serpiente negra y amarilla silbando ira. Me anuda la serpiente alrededor de los riñones y se convierte en un cinturón de piedras vidriadas. De repente estoy arrodillada, como para ser nombrada caballero, y ella roza mis hombros con la hoja de una pesada tizona. Al igual que las piedras, la espada está helada. Me doy la vuelta. El cristal inferior de la ventana está roto y el viento sopla la nieve por encima de mis mantas. Ahí está de nuevo Chamomor. Me da el pecho. La leche está maravillosamente caliente. El pecho se convierte en una bola de cristal que aprietan los dedos ganchudos de una bruja. En el interior de la bola, me adentro en un bosque profundo donde corre un ser repugnante que, incluso estando sin cabeza y sin brazos, ríe hasta hacer estallar mis oídos y acaricia mi frente con la yema de los dedos.