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Einberg me hace entrar en su despacho y cerrar la puerta. Me dice que me siente. Me quedo de pie. Le contesto que solo me siento cuando tengo confianza. Se acoda en el tablero cromado de su atril de roble. Y, guiándose con la punta de su estilo de oro, con mango de yeso, lee en voz alta en su edición príncipe de la Biblia. Si continúa, me leerá entero el Libro de Ruth. Unas veces me sostengo sobre una pierna, otras sobre la otra. En un gesto de orgullo, enderezo los hombros. En un gesto de desesperación, los vuelvo a dejar caer. Me cruzo y me descruzo de brazos. Me froto y me restriego los ojos. Lee lentamente. Su lectura tiene pinta de deber durar lo que debería durar una dicha infinita.

«Obed engendró a Isaí. Isaí engendró a David.»

—Partes a Nueva York, el 24. No te irás allí de veraneo. No. Estarás allí de residente. Abandonas esta casa, este infierno. Cambias de familia durante un largo tiempo, durante varios años, tal vez para siempre. A grandes males, grandes remedios.

Interrumpe para bostezar. Se aburre o tiene sueño.

—Se producirán cambios radicales cuando ya no estés aquí. Tu madre es una inadaptada, una desequilibrada, una niña mayor. Nuestro matrimonio está condenado al fracaso… Ya lo entenderás más tarde. Te confío a una familia de santones. Procura ser digna de su hospitalidad. Con ellos te reencontrarás, aprenderás lo que es vivir, vivir bien, lo que es pensar bien, obrar bien, comer bien y dormir bien. Tal vez nos volvamos a ver… Dentro de un año o dos. Debes olvidar la vida que has llevado aquí, y pronto. Debes olvidar esta isla, esta siniestra abadía, a tu hermano, a tu madre… Si todavía estamos a tiempo, dispones de una excelente oportunidad de salud y bienestar. Eso es todo, hija mía.

Pasemos rápido a otro asunto. Oír a lo largo de días, semanas y meses, las serias y sabias inconsecuencias de la Señora Ruby te lleva al suicidio. Para sobrevivir a ello, Constance Chlore y yo nos hemos inventado un código, unos juegos, un mercado negro de monerías, un comercio clandestino de saludos. Los diálogos subrepticios son lo que más nos divierte. Un diálogo subrepticio consiste en un intercambio, que debe realizarse con riesgo, de escandalosas réplicas garabateadas en trozos de papel.

Mi trozo de papel: «Lejos de ti, mi Señorita Ruby, mi belleza rompedora, no hago pie. Mejor dicho: me desplomo. Desde que solo nos vemos cada cinco minutos, tengo la impresión de que cada día dura un siglo. Has permanecido reluciente de juventud. Yo tengo un pie en la tumba. Envejeciendo a siglo por día uno no envejece por mucho tiempo, cruel mía. ¿Qué ha sido del homérico tiempo en el que nos veíamos cada cinco segundos?»

Su trozo de papel: «¡Eliézer, cállate y borra la pizarra! ¡Frota! ¡Frota! ¡No tengas miedo! ¡No la vas a gastar! ¡Es capaz de enterrar siete veces setenta andrajos como tú! ¡No arrastres los pies de esa forma! ¡Impide que los alumnos se concentren!»

La mía: «¡Mi bella Señorita Ruby! ¿Qué ha sido de tu dulzura, de tu gracia y de tu grasa? ¿Qué ha sido del día en que estabas tan pesada que, al subirte por descuido encima, hiciste saltar la báscula que servía para pesar los camiones que servían para transportar el hierro que servía para llenar de oro los bolsillos del chaleco de mi difunto padre?»

La suya: «¡Vamos, que tú me acuses de haberme casado contigo a cuenta del dinero de tu padre! ¡Te has caído de la higuera, viejo loco! ¡Tus chocheces son carne de membrillo, perrucho faldero! ¡Me casé contigo únicamente porque necesitaba una mano que borrara la pizarra!»

La mía: «¡Pepona, mi muñeca pepona, acuérdate! Se te ponían los ojos como platos cuando te abrazaba por el cuello y tus gafas, las bonitas gafas monofocales que por aquel entonces llevabas, reventaban como un balón de fútbol al que el calor del verano y los restregones de manos de los jugadores le han hecho aumentar la presión del aire.»

La suya: «¡Nada de balones de fútbol en clase! ¡Tráeme ese vulgar artefacto! ¡Rápido! ¡Y te puedes ir despidiendo de él! ¡Lo voy a quemar! ¡Qué descaro! ¡Planeando hacerme tragar de un golpe seco mis podridos dientes, mis dientes oscuros de verdín! ¡Ni lo intentes, maldito borrapizarras, cacho deportista, halterófilo incapaz de sostener su propio peso! ¡Cuando en la pizarra haya letras que borrar, las borras! ¡Y cuando ya no quede nada, te borras de en medio! ¡Te vas y te pones detrás de la puerta, te quedas tranquilito y esperas a que te llame! ¡Los borrapizarras están hechos para borrar pizarras, no para poner balones de fútbol delante de los ojos de unos niños que llevan dos días sin comer!»

La mía: «Exageras, mi hermosa flacucha llena de arrugas, estos niños se pasan el día comiendo. Mira la pequeña Constance Chlore. Parece una lima a tu lado. Hay que decir que, salvo por los dedos gordos de tus pies, no tienes nada de lo que se dice muy pero que muy gordo, muy pero que muy obesa.»

La suya «¡Cuidado, Bérénice! ¡Nos ha pillado!»