Acompañamos a Christian a la estación, Tres, Chamomor y yo. La nieve cubre de lleno el cielo, el jeep, mis brazos, mis orejas. Vuelvo a caer enferma en mi dormitorio, en mi cama, en el silencio. En el completo vacío mi corazón se mueve en solitario. En la completa inmovilidad, mi corazón está tan preso como un pez al aire libre, tan preso como un pájaro bajo el agua. Sin buscarlo, sin cesar, pienso en Christian. Su imagen golpea en mi alma como un martillo en un clavo, se vuelve ineludible, enfermiza, indignante. Siempre lo mismo. Tan pronto como vuelvo a caer sola en mi habitación, mi corazón y mi cabeza se colman de él, se inflan hasta causarme daño. Cuanto más se atrasa el sueño, más intensa, aguda y apremiante es la idea de Christian, peor me siento. Es ridículo. Sé muy bien que si estuviera aún aquí no tendría que preocuparme por él. Mientras está aquí, en vez de estar rebosantes de él, mi corazón y mi cabeza están vacíos de él. Es ridículo a más no poder. No hay forma de tener paz, de dormir. Me levanto, vuelvo a encender, me siento en la mesa, le escribo una carta apasionada, una larga y alocada carta, una sucesión de gritos cuyo deseo final es encontrar la muerte. A la mañana siguiente, esa carta llena de sangre y de lágrimas hace que me ría de mí misma y la destrozo con odio. Pero, esta noche, mi desesperación es peor que peor. Y mi carta llena de sangre y de lágrimas, la echaré al correo, por cinismo, por odio a mí misma, para que el maestro de lo ridículo triunfe.
«¡Christian! ¡Christian! ¡Ven a buscarme, ardo en deseos! ¡Ven a buscarme, estallo en deseos! ¡Me entrego a ti con todas mis fuerzas! ¡Te pertenezco en cuerpo y alma! ¡Ven a tomarme! ¡Ven a salvarme! ¡Mi amor! ¡Amor mío! ¡Mi tesoro! ¡Tesoro mío! ¡No puedes rechazarme! ¡Soy tan guapa! ¡Soy tan rica! ¡Estoy repleta de petróleo, vinagre y ácido! ¡Ven a buscarme! ¡Conmigo serás millonario! ¡Amigo mío! ¡Mi amigo! ¡Al que se interponga en nuestro camino lo derribaré, lo estrangularé, le inyectaré cianuro de potasio en las patatas cocidas que coma! Amar es elegir a alguien y hacerse tomar por él. ¡Ven a tomarme! ¡Te amo! ¡Te necesito! ¡Perfora las tinieblas y enseña tu nariz! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven! ¿No me reconoces? ¿No sabes quién soy? ¡Soy la loca que está prisionera en mí! Soy tu amiga, tu amor, tu tesoro, tu cielo, tu madre, tu hermano, tu hermana Bérénice. ¿Qué tal tiempo hace donde estás? ¡Aquí, hace malo! ¡Aquí hace decatastrofóbicopirrai!»
No soy una imbécil. Cuando encargué a Einberg poner mi carta en el correo, sabía muy bien que él no podría resistir el deseo de abrirla y que tras haberla leído no podría resistir el deseo de montar un drama. La Sra. Glengarry ha sido invitada a cenar. Me acerco a la mesa riéndome para mis adentros. Echo un vistazo a Einberg: se ríe para sus adentros. ¡Todo va sobre ruedas, Taniatouva! Tras acabar de comer sus patatas cocidas, Einberg levanta los brazos y reclama silencio y atención. La Sra. Glengarry, la gran reconciliadora, tan amiga del Güelfo como de la Gibelina, abrevia una interesante disertación sobre rosas y, toda sonriente, se queda pendiente de los labios del Güelfo. El Güelfo, tomándose su tiempo, prolongando el placer, enjuga sus gruesos labios mojados con su servilleta de batista. Somos todo oídos. El Güelfo seca su barbilla de borrego. Del bolsillo interior de su chaqueta, saca mi carta. La despliega. Con un tono indiferente, forzado, comienza a leerla.
—«Christian… Christian…»
La lee lentamente, dejando flotar largos silencios entre las palabras, interminables silencios entre las frases. Diabólicamente, se fija en Chamomor. Solo levanta la cabeza para clavarle la mirada malévolamente, con rencor. Modera esos largos silencios entre palabras y frases solo para tomarse tanto tiempo como haga falta en mirarla insistentemente, con voracidad, con la brutalidad de un puñetazo. La Señora Glengarry y yo no le interesamos para nada, nos ignora por completo.
—Aquí… hace… decatastro… fóbi… copirrai…
Mientras que la Sra. Glengarry da la vuelta a la mesa para ir a abrazar del cuello a Chamomor con cariño, es a mí a quien Einberg clava la mirada.
—Estas obscenidades son muy tuyas, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Y no son las primeras! ¡Has dejado escapar las mejores!
—¿Qué significa eso?
Por si acaso, se levanta de su asiento y se inclina, listo para saltar.
—¡Todo lo que tú quieras, monstruo! ¡Amo a Christian! ¡Y si eso no te gusta, me alegro mucho, lo amo cien veces más, lo adoro, lo idolatro!
Curiosa por el efecto que causo, echo un vistazo a Chamomor y a la Sra. Glengarry. Están casi de puntillas sobre el rabillo del ojo. La Sra. Glengarry parece completamente perdida. Chamomor intenta comprender, apoyarme, pero está desbordada.
—Christian es tu amor, no es eso… tu tesoro… tu cielito…
—Es mucho más, mucho peor. Es como mi marido…
Mi insolencia, mi facilidad para colaborar en la elaboración de su demostración tranquiliza a Einberg. Se endereza, se vuelve a sentar, se relaja. Tiene ganas de reír, pero se contiene.
—¿Qué es el amor? —me pregunta altanero.
—¿Aún no lo sabes, tan viejo que eres? Es como tú y tu amante.
No tengo pelos en la lengua. Orgullosa de mi tino, doy un paseo con mi mirada por sus caras. La Sra. Glengarry frota compasivamente la espalda de Chamomor. Esta, con los brazos sobre la mesa, con la cabeza entre los brazos, está trastocada por los sollozos. En cuanto a Einberg, da golpecitos en el borde de la mesa en son de victoria.
—¡Bueno! —comienza—. ¡Bueno! ¡Bueno! Ya veremos. Pensaremos. Está claro que algo ya no funciona en esta casa. Habrá cambios, grandes cambios.
Chamomor se retira de la mesa, doblada en dos, apoyada en la Sra. Glengarry. Medio despeinada, medio desatada, tendida boca abajo en su nido de pieles, Chamomor llora. Abajo, la Sra. Glengarry, con los cabellos bien rizados, bien dispuestos, reprende y sermonea a Einberg. ¡Qué lío! ¡Qué follón! Me echo en mi cama, me deslizo bajo las sábanas completamente vestida. Acostada boca abajo como Chamomor, me llega como de muy lejos la ilusión de ser ella. Intento llorar como ella. No lo consigo. Mil horas más tarde, me levanto de nuevo, vuelvo a encender. ¿Dónde encontrar la paz, el sueño? Abro la puerta, la ventana. Abro los cajones de la cómoda. Abro unos cuantos libros. No encuentro nada, en ninguna parte. Al abrir la puerta del ropero, mi mirada cae sobre mis patines. Mis patines son sugerentes. ¡Vamos a patinar, a patinar hasta caer dormida en el hielo, o muerta! Me calzo los patines, me ato los patines. Sofocada por este trabajo, me dejo caer en la cama. Cierro los ojos. Siento, como si fuera agua, subir el sueño. Vuelvo a envolverme entre mis mantas, me duermo.