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Es viernes. Chamomor y Tres me esperan en el todoterreno cubierto de nieve. Le doy con la puerta en las narices a la Señora Ruby, corro, me olvido de Constance Chlore, embarco y nos vamos a esperar a Christian a la estación. Deduzco por su doblado espinazo y su mirada fugaz que Christian no ha logrado aún confesar sus pecados de lujuria.

—¿Todavía así, mi hombrecito?

Una vez más, Chamomor interroga en vano a Christian sobre la razón de su mala cara.

—¡Enseñame un momento tu lengua! —le ordena con altanería.

De manera penosa, saca un trozo de su lengua.

—¡Nada por aquí! —decide Chamomor, al examinar la punta de la lengua.

Le abre bien los párpados de un ojo, después los párpados del otro.

—Nada en la lengua, nada en los ojos, nada en la frente; es difícil opinar. Ya lo tengo: Son penas de amor. ¿Amarías a otra que no fuese yo?

Las orejas de Christian se ponen coloradas. Haciendo de mujer fatal, Chamomor adelanta una pierna, coloca las manos en jarras, saca pecho y sacude su melena.

—¿Qué tiene ella que no tenga yo? —suelta desde lo alto de sus hermosos tristes ojos azules.

Con estas y otras payasadas termina por suscitar en Christian la alegría que ella quiere de él. Y, mientras que calmada le besa, Tres siembra el terror entre los viajeros que llegan y los viajeros que se van. Sembrar el terror es lo menos que se puede decir ¡Tresígueme! A continuación unos cuantos trepan los muros. Varios cardíacos pasarán Tres meses en el hospital. En una palabra, es peor que la guerra de Trioya. Bajamos a los sótanos. Nos abrimos paso entre las tinieblas de la cripta abandonada. Vamos a sentarnos el uno frente al otro en la clínica de las ratas, igualmente abandonada. Como todos los sábados desde hace un mes y medio, procedemos al ensayo general de «La Confesión de los pecados cometidos por Christian con Mingrélie».

—Padre, me acuso de haber besado a mi prima en la boca cinco veces. Repite. Cierra los ojos y repite. Cuando tienes los ojos cerrados, estás solo. Si cierras los ojos en el confesionario, no tendrás a nadie. Repite: Padre me acuso de…

Tan obediente como en todo, Christian junta los párpados y repite.

—Padre, me acuso de haber besado a Mingré… mi prima en la boca cinco veces.

—Padre, me acuso de haber visto a mi prima casi completamente desnuda una vez.

—Padre, me acuso de haber visto a mi prima… ¡Nunca seré capaz! ¡Es inútil!

—Estás solo en el mundo, Christian. Eres el único ser humano del mundo. ¿De qué tienes miedo entonces? Padre mío, me acuso de haber tenido malos pensamientos en cuanto a mi prima trece veces. Vamos, Christian. Yo no estoy. No tengas miedo. No hay nadie.

—Padre, me acuso de haber tenido malos pensamientos con respecto a mi prima trece veces. Tienes razón, Bérénice. Estoy solo. No puedo contar con nadie salvo conmigo. Si no me confieso de estas guarradas, nadie lo hará en mi lugar, nadie irá al infierno en mi lugar. Padre, me acuso de haber recibido la comunión en pecado mortal siete veces… Nunca me dará la absolución. Nunca seré capaz. Es inútil.

—Estoy segura de que te dará la absolución. ¿No fuiste tú quien me dijo que Cristo redimió todos los pecados del mundo al morir en la cruz?

—Eso no impide que haya gente que no reciba la absolución.

—Christian Einberg, tú mismo me dijiste que Dios solo niega su perdón a aquellos que no están arrepentidos. Ese no es tu caso. Estás tan arrepentido que a la larga te volverás loco. Te complicas la existencia sin motivo.

—No sabes todo. Te oculto pecados aún más asquerosos de los que te he contado.

—¡Dímelo todo, Christian! Si todavía te sientes tan desgraciado es precisamente porque no me has contado todo. Vacía tu corazón. Cuéntale a tu hermanita. Tu corazón se sentirá muy ligero cuando se quede vacío. Te pesa demasiado. Cuéntale a tu hermanita. Entrégate. Colma sus inútiles brazos.

Me siento en el suelo a los pies de Christian. Cojo sus piernas entre mis brazos, aprieto ahí la cabeza. De repente siento mi corazón repleto de cinismo. De repente lo siento lleno de fraternidad, de ternura, de misericordia.

—Además, Mingrélie era muy guapa. Yo en tu lugar estaría orgulloso de mi acierto, me jactaría. Correría a confesarlo. Y en lugar de decirle al cura: Padre, me acuso… le diría: Padre, me congratulo… Tú te encuentras innoble. Si lo quieres saber, yo te encuentro afortunado. No se le presenta a cualquier chico la posibilidad de besar en la boca a una chica tan guapa como Mingrélie. Yo soy tan fea. Eso no me importa. No necesito ser guapa, soy tu hermana… ¡Chist!… Escucha… Escucha… Oigo pasos… Alguien viene…

Christian oye los pasos. Se ruboriza, se pone nervioso, intenta apartar sus piernas de mi cabeza. Me resisto, abrazo sus piernas con más fuerza, aprieto mi cabeza con más fuerza. Cuanto más forceja para salir del atolladero, más forcejeo para sujetarlo. Esto degenera en riña, en ridículo.

—¡Para esto os escondéis! —exclama Einberg, completamente escandalizado, totalmente serio, lleno de rencor, lleno de orgullo, creyendo haber caído justo como un pelo en la sopa.

Es domingo. Christian marcha para misa. Lo llevo aparte para avivar su sensatez y coraje una última vez.

—Cierra los ojos. Mantenlos bien cerrados. Aprieta. Solo estás tú en el mundo. Imagínate que estás en la clínica de las ratas, que solo soy yo quien te escucha. Ella era tan guapa.

Bajo la irritada mirada de Einberg acompaño a Christian y a Chamomor al otro lado del puente. Christian tiembla como una hoja, como si le fuesen a arrancar la cabellera. Antes de abandonarlo, locamente, desesperadamente, para darle confianza, agarro a dos manos una de sus manos y la beso.

—¡Bérénice! —exclama Chamomor, como enervada—. Estoy hasta el gorro de vuestras martingalas. Hijos míos, no hay nada que deteste más que a los fingidores, a los hipócritas y a los enredadores.

—¿Qué pasa entre tú y tu hermano? —me pregunta Einberg, enganchándome de un brazo—. ¡Vamos! ¡Habla! ¿Qué pasa entre vosotros dos de un tiempo a esta parte?

—No pasa nada… —digo yo, poniendo la misma cara larga que pongo cuando miento.

—¡Veo a Brückner detrás de todo esto! ¡Confiesa! ¡Intentan convertirte! ¡Traman un complot!

—¡La religión no tiene nada que ver en todo esto! ¡Me dan asco todas vuestras religiones!

¡Hecho! ¡Christian pasó el Rubicon! Regresa de misa transformado, deslumbrante de libertad y alegría. ¡Qué contenta estoy! Me lanzo a sus brazos.

—¡Qué feliz soy! ¡Por fin! ¡Por fin!

Lo mantengo abrazado un buen rato, apasionadamente, para que Chamomor y Einberg no puedan dejar de escandalizarse, para que no puedan dejar de hacerse preguntas, para que no puedan dejar de sentirse atacados. Christian intenta nerviosamente zafarse, como esta tarde en la clínica de ratas. Pero yo aguanto.