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Miro a Chamomor ir y venir entre la hierba seca. Con los brazos enganchados por los pulgares a los bolsillos del pantalón, deambula con esa lentitud, esa gracia y esa dejadez que siempre me han dado envidia, hambre, que siempre han despertado en mi garganta sabores de dulzor. Ella me recuerda a uno de esos gatos gordos demasiado perezosos para crisparse y sacar las uñas, una de esas fieras sebosas que se quedan totalmente fofas cuando se las coge en brazos, que, siempre medio borrachas, medio dormidas, se dejan con suprema indiferencia abrazar por cualquiera, acariciar por cualquiera. Su pantalón de gamuza, demasiado ancho, ondula en el viento. Su pantalón de gamuza, quién sabe por qué, lo ha enrollado piernas arriba hasta la media caña. Lleva puestas sus zapatillas de tenis. Se las quitara antes de entrar, las soltará en el felpudo del cancel. Las veré al pasar, las encontraré manchadas del barro de la primavera, de la clorofila del verano y del carbón de los fuegos del otoño. El jardinero quema los desechos en un barril. Ella se acerca al jardinero, le habla. El jardinero y ella miran en el barril como dos niños en un pozo, miran arder el fuego. El jardinero se va, cabizbajo. Ella sigue mirando en el barril, mirando arder el fuego. Este año, no quemaremos la hierba seca. Esas menudencias ya no interesan a nadie.

—¡Ya está aquí el invierno! —anuncia Chamomor, mientras entra descalza en la capilla.

Miro sus cabellos llenos de viento, sus ojos empapados de viento. ¡Qué guapa es! Miro sus pies. Tiene los pies sucios. Me digo qué hermoso es tener los pies sucios.

—¡Cómo pasa el tiempo! ¡Cómo pasó de rápido! Cuando era pequeña como tú, el tiempo nunca pasaba lo bastante rápido.

Cuando sea mayor, no me pasaré el tiempo deambulando perezosamente entre la hierba seca. Me habré ido a un lugar del que no se regresa, un lugar al que se llega al pasar por lugares donde uno no se detiene. Montaré a Pegaso y subiré al asalto del Olimpo, como los Titanes, como Ayax Oileo, como Belerofonte. Moriré llena de fuerza, con la explosión de mi propia violencia. Me mediré con la muerte a pleno día, en pleno despertar, en plena gloria. Me dirigiré a su encuentro y aguantaré los primeros golpes. Conozco el resultado de la batalla. Sé que la lucha será en vano. Sé que mis soldados y mis caballos deberán lanzar el ataque desde el borde de un precipicio. Pero aun así pelearé. Si hay que perder, más vale perder a lo grande. Si mis soldados y mis caballos tienen que caer en el fondo del abismo con la primera escalada del asalto, tanto mejor cuanto más rápidos sean mis caballos y más valientes mis soldados.

Poco daño hago al tirar de la lengua de Christian. Sin hacerse de rogar me expone sus míseros secretos, sus insípidos e inodoros secretos. El alma está dentro del cuerpo. Él abre su boca y me deja ver su mísera alma, su alma tan desolada como una patata cocida, su alma tan aburrida como una sopa. Hay quien, como Leandro, atraviesa el Helesponto a nado, otros atraviesan la Mancha a nado. Christian, bien acomodado en su silla, atraviesa una crisis religiosa. Es una crisis religiosa a la cuádruple potencia, una crisis religiosa comparable a las torturas impuestas por Fálaris; es su crisis religiosa. He intentando experimentar, compartir su angustia, su terrible angustia. No he experimentado nada, ni compartido nada. Su terrible angustia está dentro de su alma y su alma está dentro de su cuerpo. Solo podría sentir su angustia entrando dentro de su alma y solo podría entrar dentro de su alma pasando por su boca, la mayor puerta de su cuerpo. Ni siquiera mi puño cabría por su boca. ¿Cómo podría caber yo por entero? Este verano, Christian cometió pecados mortales con Mingrélie. Por ejemplo, la besó en la boca. Le escucho hablar. Le escucho con interés. No sé muy bien qué es lo que más me impide entenderle. ¿Son los celos, el rencor, el odio? ¿o solo es el aburrimiento? Suelto grandes suspiros de impotencia.

—Cuando uno comete un pecado mortal, pierde la gracia de Dios, y, para recuperarla, tiene que ir a confesarse. Sin la gracia de Dios, uno no tiene derecho a acercarse a compartir la Sagrada Eucaristía. Si a pesar de todo uno recibe la Santa Comunión, se convierte en culpable de sacrilegio. Y un sacrilegio es el mayor agravio que uno puede causar a Dios. Es tan grave que si lo confiesas pueden negarte la absolución, incluso ser excomulgado. ¿Lo entiendes ahora, Bérénice? Si en breve muero, voy derechito al infierno en el mismo instante. ¿Me comprendes ahora, verdad? Con frecuencia me presento en el confesionario para contar los pecados cometidos con Mingrélie. De golpe, el miedo se apodera de mí. Y caigo una tras otra en falsa confesión. Sabes, hay que contarlo todo cuando se trata de un pecado tan gordo, dar todos los detalles… ¡No he podido! ¡No puedo! Se me cierran las mandíbulas a cal y canto. Se me inflama la lengua. Además, por no decepcionar a mamá, por no avergonzarla delante de todo el mundo, continúo comulgando como de costumbre con ella todos los domingos. ¡Estoy en sacrilegio, Bérénice, en sacrilegio! ¡Estoy condenado! ¡Estoy condenado! ¡Nadie puede hacer ya nada por mí! ¡Más vale que me mate! Si le confieso al sacerdote mis sacrilegios, estoy excomulgado, entiendes, ¡excomulgado!

Amo a Christian. Tengo que tomarle en serio, que sentirme conmovida. A pesar de lo ridículo de la situación, a pesar de todo mi cinismo, me esfuerzo en tomarle en serio, en sentirme conmovida.