Christian me viene totalmente pálido. Me anuncia que ya está listo. Él solo tiene una palabra. Ya está. Un hombre de honor solo tiene una palabra. Me dijo que me llevaría al fin del mundo y me lleva al fin del mundo. Nos vamos.
Aprovecharemos la noche. Partiremos en el corazón de la noche. Nos escaparemos a nado. Hay una barca, pero no la usaremos. ¿De qué tendríamos pinta si nos escapásemos en barca? ¡Más vale que nos escapemos en autobús, en avión fletado, en motocicleta! Lo haremos a lo grande.
—Figurémonos que nos escapamos de un campo de prisioneros de guerra.
—Está bien —dice él. Me pide que decida una hora—. Decide la hora y el minuto.
—¿A cualquier hora? ¿En cualquier minuto?
—Ya veré. Siempre lo dices tú todo. Somos dos. Si luego no me gusta, lo discutiremos.
—A las trece y trece.
Christian da cuerda a su reloj con un gesto lento, teatral y descomedido. Subimos a mi habitación. Doy cuerda a mi reloj de cuco, con un gesto lento, teatral y descomedido. Pongo mi cuco en hora con su reloj. En la cama, extendemos un mapa de la región. Nos arrodillamos, con los codos en la cama, y me enseña a descifrar el mapa. El ferrocarril que coge el puente que atraviesa la isla por encima está señalado con una tronchante línea negra entrecortada por tramos, tronchante porque parece un ciempiés sin final, un diezmilpiés delgaducho, un diezmilpiés que no ha comido desde hace dos mil años. Ajá. El ferrocarril que pasa por encima de la abadía se ramifica en tres vías al entrar en la ciudad. De las tres, la que bordea el agua es la que nos interesa. Con la punta de su lapicero, Christian sigue la delgada línea de patas que la señala. El agua es azul. La tierra es parda. Con relación al puerto, la tierra forma pequeños dientes rectangulares: son los muelles. Con énfasis Christian marca con una cruz grande el muelle llamado Victoria.
—Aquí es donde pararemos de caminar.
—¿Y después? ¿Qué haremos? ¿Nos subiremos a un barco sin más ni más? ¡Oh! ¡Christian! ¡Oh!
Christian permanece punto en boca, en un misterio mortal. Y, tal como un mago saca de su manga una sota de diamantes, saca él de su bolsillo una gran bola de papel impreso. Es una hoja de periódico que con esmero alisa y estira. Mortalmente pausado, lee.
—«El Elga Dan, paquebote danés amarrado en el muelle Victoria, leva anclas mañana, a primera luz del día. La salida del Elga Dan clausura una de las temporadas con mayor movimiento en el mayor puerto del país. El Consejo de Puertos Nacionales anuncia que el puerto reabrirá la próxima temporada dos semanas antes de lo habitual. El río tendrá que ser ahondado y ensanchado…» Y todo lo demás… El destino del Elga Dan no está decidido. ¿Estás contenta?
—¡Destino desconocido!… ¡Oh! ¡Christian! ¡Oh! ¡Te besaría!
—Yo también, quiero irme de aquí. Estoy harto. Estoy asqueado. Tengo ganas de morirme.
—Tú… ¿con ganas de morirte?, ¿de veras? ¿Qué es lo que te pasa?
—Tal vez te lo diga. Quizá no te lo diga… En cualquier caso, es asqueroso. Además ya debiste adivinarlo. Eres tan entrometida.
—¡Destino desconocido!… Christian, acostémonos y durmamos, para que el tiempo pase más deprisa. Fuera hace frío. Habrá que abrigarse.
Me veo como si estuviera allí. Reptamos por el puente de hierro, bajo los ojos de buey de los camarotes para oficiales. Nos arrastramos en la sombra, como ratas, reteniendo la respiración. No sé cómo hemos podido colamos a bordo. El marinero de turno se encontraba dormido, o miraba como se producía un eclipse de luna, o había ido a buscar cerillas a la cala. Reptamos, temiendo lo peor. Por todas partes, se alza el peligro. Cualquier sombra es enemiga. Cualquier ruido es peligroso. Nos hemos acurrucado tras el bote salvavidas que hemos elegido para escondernos. Pero los botes salvavidas están envueltos en lonas y estas lonas están sujetas con unos correajes tan tirantes que es imposible levantarlas. Frenéticamente, trabajamos para aflojar las jarcias que acordonan nuestro bote salvavidas. ¡Ya está! Los nudos ceden. Nos tiramos de cabeza llegando a formar una bola en el fondo del bote salvavidas. Nos morimos de hambre y de frío en el fondo de nuestro escondite. Nos apretujamos para no gritar de desesperación. Nuestro escondite cabecea y se tambalea al filo de sus pescantes. Pero no todo está perdido. Al otro lado de las tinieblas y del silencio, los oficiales mandan, los marineros blasfeman, los delfines juegan al salto del potro, los albatros se deslizan de arriba abajo a través del viento, el sol brilla, el mar se desgarra en el estrave, el Elga Dan se pone en marcha. Y, pronto, alcanzaremos el fin del mundo: una Pentápolis de veinte colores y veinte puertas, una Pentápolis con una sonrisa mayor que el cielo, una Pentápolis en un baile mayor que el vuelo de las aves, una Pentápolis agrupada alrededor de un ábside.
—Espérame en el pontón. Estaré allí alrededor de las trece y trece.
Espero a Christian, y esta ocupación consume todo mi tiempo, toda mi atención. Los últimos minutos de mi antigua vida se esfuman. Frenéticamente, escucho salir de mí los últimos minutos de una vida desolada, plana como un atlas, miserable, cruel. Una vida distinta se acerca, completamente nueva sobre el agua impura, completamente blanca en la noche, completamente cálida en el frío. Mis nuevos días y mis nuevas estaciones no son de esos que se cuentan como borregos y mueren como moscas. Mis nuevos días y mis nuevas estaciones se extienden en la nada como un fresco sobre un muro. Mis cincuenta mil nuevas estaciones no son cincuenta mil pequeños cadáveres de sol cayendo uno tras otro a mis pies; son un sol, un aliento, una tierra, un mar, un solo y único camino. En esta noche sin luna, el cierzo es tan frío, tan afilado, que traspasa mi ropa y mi carne, parece soplar directamente dentro de mis cavidades esplácnicas. Llevo pantalón, jersey, boina y esparteñas. Christian aparece bruscamente, hace que me sobresalte. No llevamos nada. Cuando tengamos hambre, comeremos tinieblas, beberemos oscuridad. Nos castañetean los dientes. Me río. Christian no parece de humor para reír. Con la punta del pie dejamos caer piedras entre los tablones del pontón. El amarre de la barca chirría, de la barca no lo bastante noble para nuestra fuga. Cuanto más miro a Christian, más triste le encuentro. Le doy codazos para levantarle el ánimo. Ni caso. De repente, un inmenso miedo se apodera de mí: ¡todo va a irse a pique! Junto las manos, me prosterno e invoco con fervor a los poderes telúricos. Cojo el puño de Christian, le subo la manga. ¡Las trece y trece! Es la hora.
—Es la hora, Christian. Te lo suplico, Christian: ¡Desnudémonos y zambullámonos!
—Ni de broma lo sueñes, Bérénice. Nos daría un síncope de muerte.
—No es cierto. Hay quienes se bañan en pleno invierno. Incluso se fabrican un agujero en el hielo, si hace falta. Los castores se pasan el invierno debajo del agua.
En dos patadas me quito las alpargatas. De un cabezazo hago volar mi boina. En un santiamén me saco el jersey del cuerpo. Bruscamente, con violencia Christian me coge por los hombros, me aprieta.
—Escucha, Bérénice. Pórtate bien. Realmente no nos vamos. No existe el fin del mundo. Tú eres más inteligente que todo eso. ¡Venga! Solo era un juego. Hemos jugado a irnos. Y ahora, se acabó. Yo ya no te entiendo. Creía que estaba claro que solo era una broma. Es bastante tarde. Volvamos a casa. Acabas de estar enferma, casi a punto de morir y te castañetean los dientes. Regresemos. Vamos a acostarnos.
Evita mi mirada. ¡Me decepciona tanta crueldad! ¡Me inspira un menosprecio tan amargo!
—¡No vales nada!, ¡nada!, ¡nada! Christian Einberg. ¡Me das asco! No eres más que un… que una… ¡Ah! ¡No eres un hombre! ¡Yo solo soy una niña y tengo más coraje que tú!
Le muelo a puñetazos. Mi enojo es tan grande que me crujen los dientes, mi despecho es tan brutal que escupo fuego.
—¡Cobarde! ¡Blandengue! ¡Flojo de espíritu! ¡Solo eres un saco lleno de carne fofa y sangre rancia! Dices que tienes ganas de morir… No te creo. Para tener ganas de morir hace falta sentir que estás vivo. ¡Y en ti no hay vida suficiente como para mover las pestañas de una lombriz! ¡Mírame! ¡Ten piedad! Al menos finjamos irnos, Christian. Al menos finjámoslo, te lo suplico, te lo ruego. Haz un esfuerzo. Quiéreme lo bastante como para no abandonarme, solo por esta noche, solo por esta vez.
—Muy bien, Bérénice. Pero prométeme no pescar una neumonía.
—Solo la ilusión de partir me dará tanta salud que la mantendré durante mil años para soñar.
Lentamente, tal como si fuera camino a la horca, Christian se desnuda, pliega su ropa. Al igual que yo, para que no se moje durante la travesía, enrolla su ropa en su jersey y, se la coloca a modo de sombrero, anudándose las mangas alrededor del cuello. Sin esperarlo, me sumerjo casi desnuda en el agua maravillosamente helada.
Andamos por el camino del pueblo hasta el cruce a nivel. Cogemos la vía férrea, la mar férrea, el túnel férreo. Caminamos por donde solo marchan los trenes. Es como si marcháramos por donde vuelan las aves, por donde nadan los peces, por donde giran los astros. Circulamos por la vía férrea, la vía de las aves, de los peces y de los astros, durante largas y preciosas horas, largas y alocadas horas. Aveces cada cual camina por su raíl, con los brazos en cruz, como funámbulos. A menudo perdemos el equilibrio. Intentamos cogernos de la mano, pero nuestros brazos no son lo bastante largos. A veces andamos entre los raíles, acoplando nuestros pasos al ritmo de las traviesas. Las traviesas están de sobra ampliamente espaciadas para poder caminar sin esfuerzo y no lo bastante ampliamente espaciadas para poder correr con comodidad. A menudo damos trompicones, a menudo metemos los pies en el balasto que hay entre las traviesas. Impulsamos la pierna de traviesa en traviesa como de piedra en piedra por un río. Pero hay que tener mucho cuidado, contenerse mucho. Enseguida nos cansamos. Entonces, nos pasamos al terraplén. Y, sacando la cabeza, durante unos kilómetros corremos a toda velocidad por el balasto que rechina, se escurre y se hunde. De pronto, poco después de una bifurcación, una barrera alta de hierro enrejado se alza ante nosotros. La ascensión y la bajada se presentan peligrosas, dolorosas, incluso sangrientas. Los rombos del enrejado son tan pequeños que únicamente podemos sujetarnos con la punta del pie. Trepando por allí con la mera fuerza de los dedos de las manos y los pies, solo alcanzamos la cima para enfrentarnos a una auténtica estacada de lancetas. Allí perdemos las fuerzas, la sangre fría y el equilibrio. Nos rasgamos las piernas, los brazos, la ropa. Esta especie de caballo de Frisia no nos permite colocar el pie al otro lado, decidimos lanzarnos en paracaídas. Y, al saltar, nos machacamos todos los huesos del cuerpo. Hemos caído en los terrenos de una refinería de petróleo. Cuanto más avanzamos, más apesta esto. Al fondo, en pleno horizonte, se perfilan unas torres, todo tipo de altos hornos y de altas andamiadas. En todo lo alto, en el extremo de una chimenea, flota una gran llama rosa. Poco a poco, los raíles se pueblan de vagones cisterna. Les pegamos bastonazos. Se quejan con voces de gong. En las colinas, a cada uno de nuestros lados, permanecen, como sentadas, unas inmensas cubas negras de las que destacan en blanco rimbombantes palabras en inglés. Tubos de todos los grosores circulan en todos los sentidos. El que corre a lo largo de nuestro paso es tan grueso como cuatro boas. Los hay que zigzaguean entre el cielo y la tierra, otros brotan del suelo, otros brotan de las tinieblas. Seguimos fielmente, nuestra vía férrea. De pronto, tras el último vagón cisterna, los raíles se yerguen en dos formidables ganchos y desaparecen. Se acabó.
—¡Christian Einberg, elegiste ex profeso, por la vía rápida, el mal camino!
—¡Por favor te lo pido! —exclama Christian, lamiéndose la palma despedazada—. Si no te hubiese hecho caso, no estaríamos en este berenjenal.
Pasando por detrás de la casa del guardabarreras, conseguimos llegar sin hacernos notar a una gran avenida iluminada como a pleno día. Christian intenta orientarse, extendiendo los brazos en todas las direcciones. No consigue nada. Me burlo de él. No hay ni luna ni estrellas en el cielo. Solo los soles que brillan en el extremo de cada farola. Cogemos una callejuela de través y desembocamos en un bulevar de cuatro carriles. Torcemos a la derecha, luego a la izquierda, luego a la derecha. Aparecemos al final de un callejón sin salida. Estamos perdidos, muy perdidos, pero que muy muy perdidos. Me río como una loca. ¿Qué podría temer? Todo esto es solo fingir al fin y al cabo. Todo esto está tan lejos del fin del mundo. Todo esto es a su vez tan loco. El coche negro que nos sigue muy despacito tiene en el techo una luz roja giratoria. Es la policía. ¡Corramos! ¡Corramos, Christian! Al menos finjamos.
—¿Adonde vais?
—¡Uno se descubre cuando le dirige la palabra a una dama!
Los policías nos dicen que no tienen malas intenciones. Necesitan nuestra dirección.
—Nuestra dirección, señores, es: Señor y Señora Hombre, Planeta Tierra, Sistema solar, El Infinito. ¡Quítense pues sus sombreros, groseros!
Hay una atmósfera maravillosamente templada en el automóvil, maravillosamente agradable. Hace tan agradable como en una noche de agosto. Estoy cansada, pálida, despavorida, estropeada. Hay algo entre mí y la tibieza del auto; como una capa. Llevo una gruesa capa de frío, de noche, de balasto, de petróleo. Mis manos completamente tiesas, completamente secas por arriba y por abajo se sienten desarraigadas del cielo y la tierra. Yo misma me recuerdo a un pez que, completamente húmedo aún de mar, forcejea sobre la arena. Me apoyo contra Christian, me acurruco, le pido que coloque su brazo alrededor de mí. Cierro los ojos. El hombro de Christian es un madero en el fondo de una cala. Enormes olas se estrellan contra la carena de la carabela. Navegamos hacia un destino incierto.
—Me has hecho muy feliz esta noche, hermano mío. Ha sido maravilloso.
Inflada de emoción, llena de nostalgia por lo que hubiera podido ser, juro lealtad eterna a Christian. Afuera, todo se ha transformado en blanco silencio, en pesado silencio. Es la aurora, o el alba. En la abadía, el «chulo» nos recibe con el farol delante y un ladrillo detrás y la «madame» nos recibe con lágrimas de caimán y leche de vaca caliente.
Algo le pasa a Christian. Estaba muy serio cuando me dijo que deseaba morir. Ya le haré hablar. Ya le tiraré de la lengua. Cuando no hay nada de provecho que hacer, le das a la húmeda.