¡La quiero! ¡La quiero! ¡Que vuelva! ¡Que vuelva! Ha entrado la noche. ¡La espero! ¿A qué espera ella? ¡Aquí llegan sus pasos! Tengo como miedo. Ya se abre la puerta, ya entra Mauriac II, con la cola en alto. Tengo unas ganas locas de gritar. Contengo en mi vientre mil gritos mucho más largos y agresivos que una anguila. ¡Cómo la quiero! Estoy loca. Aceptaré estar loca durante toda la noche, más loca de lo que estoy. Pero esta segunda noche será la última. Cuando estás loca tienes que atarte.
Dejo puertas y ventanas abiertas de par en par. No tengo los ojos lo suficientemente grandes para mirarla, ni los oídos lo bastante grandes para oírlo todo, ni la voz lo bastante amplia para decirle todo. Supuro con todos los poros dilatados. Si es necesario, durará hasta la aurora, se prolongará hasta pasada la mañana. Tengo toda la noche. Me tomaré el tiempo que haga falta para vaciar la fascinación, para romper el encantamiento. Le hablo, la toco, tan deprisa como puedo, tan locamente como puedo. No me detengo. ¡Circulen! Vierte un poco de coñac en su velicomen. Hunde ahí la mirada, la clava.
—¿Qué ves ahí dentro tan bonito? ¡Déjame mirar!
Haciéndome señas para que baje la voz, me lanza una irritad mirada de pescador que no quiere que tiren piedras al agua. Aprieta bien fuerte el velicomen entre sus manos. Si ella se mueve, si el aire se altera, lo que haya dentro del velicomen se escapará, levantará el vuelo como un pájaro mosca que oye remover entre las ramas. Me hace una seña para que aproxime lentamente la mirada.
—Mira, cariño, es una ciudad sumergida.
En principio, solo veo sumergido el cristal tallado en rombos del fondo del velicomen. Después comprendo que para ver una ciudad en el fondo de un vaso hay que esforzarse.
—¿Es una ciudad micénica? ¿Es la Atlántida?
—Mira las estelas de luz roja, verde, azul y amarilla. Es una gran ciudad en la noche. Es una ciudad que se quedó tal como estaba, justo un momento antes de caer en el fondo del mar. Los letreros rojos, verdes, azules y amarillos todavía brillan.
—Ahora veo. ¡Ya veo! No digas nada. Deja que te cuente. Es una ciudad portuaria. Veo un gran faro. Veo las luces del muelle temblar en el agua.
Basta con que esfuerce un poco la mirada para ver todo lo que pasa por mi cabeza. Estoy maravillada. Estoy allí. Veo un gran faro. Veo muelles iluminados, unos almacenes oscuros. La noche se va. La noche pasa tan deprisa como sus trenes. La noche acabó. Mi amor regresa a su caparazón. Cuando me despierte, el idilio se habrá convertido en dulzor, en dulce secreto. Solo podrá continuarse de mí hacia mí, en lo invisible, entre los túneles secretos cavados entre la luz y las tinieblas.
¡Caca de la vaca! Ahora estoy curada, bien curada, curada hasta la médula ósea. De nuevo estoy sana. Estoy tan sana que ablando hasta las piedras, con las mandíbulas apretadas para romperme de paso los dientes. Estoy tan sana que me siento capaz de aplastar la tierra de un puñetazo. Como siempre, voy a casa de la Señora Ruby. Si tuviera una sierra, le serraría las piernas. Si tuviera un embudo, se lo metería a golpes por la nariz. Si tuviera una bomba atómica, se la haría tragar. Si tuviera unas tijeras, le cortaría las orejas. ¡Estoy como nunca de salud! ¡Todo sea por lo mejor en el mejor de los mundos! ¡Samba samba! Amo la vida[20]. Allá voy con zancada firme y larga, como todos esos imbéciles que se imaginan que así no dan vueltas sobre el mismo eje, que se hacen ilusiones con aquello de que cuanto más andas antes llegas a cualquier parte. Allá voy con el corazón contento, como todos esos imbéciles que no ven que solo se levantan para volver a caer en la misma miasma, en los mismos errores, que solo ríen para volver a caer en el mismo aburrimiento, en la misma monótona indiferencia, que solo se callan para repetir las mismas menudencias, las mismas banales naderías para chuparse entre ellos la sangre. Allá voy con la cabeza bien alta, para no ver que todo da vueltas sobre el mismo eje y que todo se acaba en la pescadilla que se muerde la cola. No son los seres humanos quienes dan vueltas sobre el mismo eje. No soy yo quien da vueltas sobre el mismo eje. Si prestamos mucha atención, nos daremos cuenta de que permanecemos inmóviles, de que estamos fijados a un tornillo, que lo que da vueltas sobre el mismo eje es una muela tan grande como la tierra, una muela que roe la carne poquito a poco con cada vuelta, que embota el alma poquito a poco en cada vuelta, que mata poquito a poco a cada vuelta. Allá voy con la zancada firme y larga, con el corazón contento, con la cabeza bien alta. ¡Y no vayan a imaginarse que basta con caminar en zigzag para que cese el movimiento giratorio! Mi idilio con la pantera blanca a los ojos de azur ya se acabó, agotó su curso. Vivió lo que vive todo dulzor: el transcurso de un malentendido. ¡Es culpa suya! Es una imbécil. Es tonta hasta para aburrir a las piedras. No ha entendido nada. La quiero como un chico quiere a una chica. Cuando estaba a solas con ella, no podía mirarla sin tener la impresión de hacer algo malo. No ha entendido nada. La besaba con mi más oscura pasión y pensaba que me correspondía con su mayor excitación. La tonta solo ha visto fantasías, travesuras, chiquilladas. La tonta solo ha visto candilejas. La tonta de Chamomor ha hecho morder el polvo a la tonta de Bérénice. Si hubiera sentido la fuerza y la seriedad que he puesto en todo lo que hemos practicado juntas, se avergonzaría de ello. No habría tocado nada. Todo habría permanecido en la habitación. Todo se habría guardado en el fondo de su alma. Ni por un instante ha sospechado la verdad. Ni por un instante ha dudado de su verdad. Ella lo cuenta a todo el mundo. Se vanagloria de ello. Y, cuando lo cuenta, no hay una sombra de preocupación en su mirada. Lo ha saqueado todo. Dejó abierta la habitación a los cuatro vientos. Los aromas se han dispersado. Los cuadros que habíamos pintado juntas en la habitación, los ha ido colgando por los muros de la ciudad. A todo el mundo cuenta los matachines que hemos bailado estas dos noches atrás.
Desde que estoy curada, ella me exhibe. Soy el osito que ella enseña. Eso es lo que guarda de mí y de la pasión que tuve por ella. Soy su prueba. Soy la prueba de que ella llevaba razón. Soy su estandarte. Soy el estandarte que testimonia su victoria sobre Einberg. Soy aquella que Einberg había matado y que ella ha resucitado con algo de amor materno. Einberg decía que yo necesitaba un buen par de bofetadas y ella decía que necesitaba amor materno. Llevaba mucha razón. Me ha dado amor materno y estoy curada. De nuevo estoy viva gracias al amor materno de Chamomor, viva, vivita, contante y sonante. ¡Mirad lo viva que está desde que le hice beber una infusión de amor materno! Anteayer, me exhibió ante los Glengarry. Les dijo que Einberg me había matado y que ella me había resucitado.
—¿No es así? —me preguntó.
—Efectivamente —dije.
Ayer, estábamos en casa de los Jovitch. Les contó la historia de la oruga aprisionada en la mano y la historia de la ciudad nocturna atrapada en el fondo del mar. Eso les divirtió mucho.
—¿No es así? —decía ella, toda sonriente, volviéndose hacia mí.
—Efectivamente —contestaba yo, tragando sapos.
—Ella me apretaba tan fuerte entre sus bracitos que perdía hasta la respiración.
—Efectivamente —contestaba yo, tragándome la hiel.
Mañana, volvemos a casa de los Glengarry, aplausos y salida a escena. Cedo ante Chamomor. Interpreto su papelito. La dejo creer todo lo que le place creer. La dejo creer que realmente ha realizado un milagro, que realmente yo estaba muerta y que realmente ella me ha resucitado. Es el hada que me tocó con su varita. Estaba enferma y desesperada. Estoy feliz y rebosante de salud. Cuando ya no encuentre divertido hacer teatro, le diré que se vaya a paseo.
Regaño a Christian. Me prometió llevarme al fin del mundo tan pronto como estuviera curada. Aún no ha hecho nada.