31

Sopla el viento en borrascas. Llueve a golpes de látigo. Truena. Relampaguea. Chamomor se mantiene de pie en el alféizar de mi ventana, con una mano enganchada al codo[18]. Lleva un pijama blanco como la nieve con pinta de ser demasiado grande para ella.

Chamomor está sentada en escuadra sobre la gran Chippendale. Está sentada todo a lo largo contra el recto y rígido respaldo cuyas dos abultadas columnas se erigen a modo de pórtico. Su mirada con la transparencia del cristal de roca y de un azul lunar abarca con firmeza la tempestad. Sus ojos son acuáticos. Relucen como dos remolinos de agua en la superficie de su cara. Los ojos, una vez abiertos, me fascinan. Relaciono el alma con los ojos abiertos, tanto con los ojos abiertos de los seres humanos como con los ojos abiertos de los animales. Miro sus ojos. Miro a unos ojos cuya mirada volcada hacia el interior vuelve ciegos. Dado que no tienen ojos, los árboles ni hablan ni caminan. Solo a través de los ojos uno puede elegir a quien odiar, a quien amar. A través de los ojos uno llora cuando llora. A través de los ojos dos seres humanos pueden no simpatizar, pueden no ver las cosas desde el mismo punto de vista. A través de los ojos el hombre pudo salir de las profundidades infinitas de sus tinieblas. Con los ojos, el hombre emergió a la superficie de sí mismo, creyó ver a otros hombres, se imaginó que su solitaria omnipresencia era puesta en tela de juicio por otros hombres. Cuando los ojos se abrieron la verdad, la mentira, quién sabe, resplandeció, la ilusión invadió al hombre, las peores alucinaciones comenzaron a bullir dentro de la profunda montaña de sus tinieblas, dentro del cálido rincón de su dios. Gracias a los ojos comenzó a imaginarse que ya no estaba solo, a sufrir de soledad y de miedo, a llorar. A través de los ojos el ave entiende que el polluelo ha muerto. Tras los ojos a los hombres les llegaron las piernas. Al ver lo que vieron cuando se pusieron a ver, les entró el canguelo y rápido se fabricaron unas piernas (¿por qué diablos no se fabricaron unas alas?), y se pusieron a huir, a correr tras otra montaña de inamovibles y certeras tinieblas, tras otro rincón de dios. A través de los ojos los hombres se dieron cuenta de que el hombre muere. Cuando el hombre vio morir al hombre, pegó un grito de muerte; así es como le vino la palabra. Tan fuerte gritó cuando gritó que le salieron orejas de la cabeza. Cansado de correr, el hombre se sentaba (origen de la silla). A la vez que descansaba, intentaba comprender lo que acababa de sucederle (origen de la incomprensión). Cuando un hombre en su huida encontraba a otro hombre, solo tenía una alternativa." esquivar o atacar a ese temible semejante que de súbito aparece para disputarle el tranquilo goce de su hueco de tinieblas. Al esquivar lo llamaron cobardía. Al atacar lo llamaron amor cuando uno se sometía al otro, y odio cuando uno y otro rechazaban someterse. Los ojos hacen pagar caro los espectáculos que conceden al hombre, la ilusión que le conceden de no sentirse solo. Los hombres que se compran gafas para ver mejor son imbéciles. Cuanto más claramente es percibida una ilusión, más se asemeja a una realidad. Si los hombres perdieran la vista, enseguida se les vería detenerse, callarse, plantarse al sol, soltar raíces y hojas, dar frutos. Al mismo tiempo sus raíces crecerían, sus montañas cerrarían su falsa puerta a la falsa luz del sol, verían transformarse lentamente la cabeza de bufón[19], que aprietan entre sus manos, en un cetro y una corona.

Mientras me hago toda esta serie de reflexiones, Chamomor, en quien clavo la mirada, no se mueve. Sus rubios cabellos son tan delicados como la seda de araña. Caen perpendicularmente de cuajo alrededor de toda su cabeza. Se arquean, como para formar un voladizo, sobre su nuca. Cuando su cabeza se inclina, ellos se inclinan, se abren, se despliegan como una ola sobre la playa. Solo los cabellos, los ojos, las uñas y los dientes no están recubiertos de piel. El rubio cabello de Chamomor se enciende y se apaga con el resplandor de los relámpagos. De repente, se mueve. Toma un sorbo de coñac. Sus labios están mojados de coñac, sus labios de bereber de la Cabilia, sus labios pulidos como el borde de una copa, sus labios gruesos como el borde de un cántaro. Me imagino con una maza hundiendo clavos en su frente ancha y lisa. La imagino así, clavada colgando de una pared, entre el techo y el suelo, como un cuadro de Velázquez. Tiene un dedo plantado en una mejilla. Su boca entreabierta deja ver sus dientes, deja ver «un rebaño de ovejas que suben del abrevadero». Con la cabeza inclinada, mira dentro de su velicomen. Es como si hubiera una función de teatro dentro de su velicomen. Puede pasarse horas dentro de su velicomen, sin moverse, sin mover un dedo, un párpado. Mauriac II se estira entre sus pies descalzos y echa un sueño.

Se vela a los enfermos. Chamomor me vela. No está pendiente pendiente. A menudo está en la luna. Bruscamente vuelve la cabeza. Ve que la miro, que dejo que su belleza ronde por mi cabeza. Parece sorprendida. Se pensaba que dormía. Regresa de su asombro, me sonríe, me pone la mano en la frente.

—¡Hola, mónita!

Sonríe, bastante molesta. Tiene motivos para estar molesta. Me había prometido ignorar su presencia. Durante un mes, he fingido no verla. Y ahora de repente la miro, directo a los ojos; y de buenas a primeras no le desvío la mirada.

—¡Qué veo! ¿Qué debo pensar? ¿Me ves, o solo finges que me ves? ¿Significa eso que te dignas en tener en cuenta mi presencia? ¿O solo es un resplandor en tus ojos. Un ascua que queda de rescoldo en el fondo de tu fría cabeza? ¡Deprisa, hay que soplar encima!

Mis más odiosas muecas no acaban con su cara de satisfacción, le doy la espalda. Se levanta, se inclina sobre mí, recoge mis codos entre sus manos. Y, suavemente, con tibieza, en pequeñas dosis, sopla sobre mi oreja. ¡De golpe, ya está! Esto es lo que hace conmigo. Pierdo la cabeza. De golpe y porrazo, dentro de mí, las esclusas se han roto, diques y barreras han estallado. Sé que esta mujer hace trampas, me lo digo, me lo repito. Pero es inútil. Presa del deslumbramiento total, lo olvido todo, lo pierdo todo. Me hundo con todos mis logros y me estrello. Pierdo pie, caigo. Todo se escurre entre mis dedos. De repente, como transformada por una fuga volcánica, me vuelvo, me levanto, me lanzo, me tiro a sus brazos, me aferró a su cuello. Ella me abraza con fuerza, sin decir nada. Los minutos se hacen eternos. El silencio es tan pleno, tan denso, tan rico que, como en el fondo del agua, ya no consigo respirar. Siento un calor, deliciosamente cálido, tanto calor que tengo la impresión de fundirme, de evaporarme.

—No te muevas. No digas nada. Te quiero. Quédate. Quédate aquí. Quédate así.

Le repito las mismas palabras, cien veces. Tengo que hablar. Hay tantas palabras en mi garganta que me ahogo. De un solo gesto y con tan solo un movimiento, me saca de la cama y me levanta hasta el techo. Me agita con los brazos extendidos, como un trofeo. Ríe. Me vuelve a bajar y me adiestra en la más burlesca de las danzas, en la más sorprendente de las rondas. Damos sin ton ni son mil vueltas de peonza sobre el parqué. Giramos tan deprisa que cubrimos todo el parqué de pies, la superficie entera del país. Los cuatro mil muros de la habitación dan vueltas de peonza a la velocidad de las ruedas del carro de Faetón. Muebles y entrepaños se superponen, se mezclan, se vuelven gaseosos, se tornan en horizontes vortiginosos, se funden en un torbellino de niebla. Ella ríe. ¡Ay!, ¡cómo se ríe! Finalmente, sin fuerzas, nos paramos. Tambaleándose, zigzagueante, se deja caer cuan larga es en mitad del parqué. Caigo detrás de ella y me tiendo cuan larga soy. Tendidas de espalda, con el vientre entre los brazos, resoplamos como dos bueyes. Se pone seria. Adquiere un aire mesurado. Llora.

—Seas quien seas, cariño, yo te quiero. ¡Que lo sepas! Te vuelvas como te vuelvas, cariño, seguirás siendo mi niña, siempre tendrás derecho sobre mí. Dondequiera que tu suerte te arrastre en su curso, que sepas que yo estaré en cada curva del camino, que al final de cada callejón te esperaré, con los brazos abiertos de par en par. Acuérdate de que te quiero, te lo suplico.

Se pone en pie. Me alarga las manos para ayudarme a levantar. Encuentro ridículo lo que acaba de decir. ¿Pero acaso no perdonarías cualquier cosa tan bella como ella?

—Duerme ahora…

Quiero que se acueste conmigo. No sé cómo decírselo.

—Debes estar cansada… —le digo, hipócritamente. Hace más de un mes que te pasas las noches en pie velándome… Ven. Tiéndete un poco cerca de mí. Mira: te he hecho un hueco bien grande.

En principio no quiere. Insisto. Se lo ruego. Al final consiente. Al verla llorar me entran ganas de llorar. No me cabe el corazón en el pecho. Me pica la nariz. Tengo los ojos llenos de lágrimas. Tumbada aquí cerquita, en mi cama, da la impresión de que se deja pertenecer, de que me deja poseerla. Acostada en lugar de las muñecas que tuve, da la impresión de ser mi muñeca, de ser toda mía. Desde donde estoy, no la veo lo bastante bien, no disfruto lo suficiente de su presencia. Me levanto, para ponerme de rodillas cerca de su vientre. La vista es mejor. La veo como deseaba verla, la tengo como deseaba tenerla. Al verla debajo de mí tendida en mi cama, en el barco de mis miedos y pesadillas, siento la intensa sensación de tomarla, de guardarla, de tenerla dentro del alma. Soy un país. Y ella está dentro de este país que soy tal como la isla está dentro del agua. Quiero tocarla. Quiero asirla, agarrarla con mis manos. Quiero recorrerla con la mano, de la cabeza a los pies.

—Dame tu mano.

—¿Para qué? —pregunta ella, en un tono burlón con el que consigue ruborizar mi seriedad.

—Para mirarla.

—Está completamente oscuro. No verás mucho que digamos. ¿Quieres que encienda?

—¡No! No enciendas. ¡Nada de luces!

Escucho lo que digo como si fuera otro el que habla. Me tiende una de sus manos, mostrándome el dorso, la parte oscura, la parte que forma el puño, la parte que se ve cuando la mano está cerrada.

—Tú no tienes sentimientos. Aquellos que poseen sentimientos ofrecen la palma de la mano, la parte que se ve cuando uno abre el puño, la parte más suave, la menos huesuda, la más secreta. Tú me ofreces la mano que se muestra cuando uno quiere dar un revés.

—Qué malos modales tengo.

Cojo su mano, el hermoso racimo de dedos coronados de diamantes rosas. Aprieto en mi puño uno de sus dedos delicados y flexibles, como la hierba. Me muevo, me pongo en cuclillas al lado de su cara. Con mi dedo, con una tiza imaginaria, trazo la línea de puntos de sus ojos cerrados, la línea del contorno de su frente, la línea del asa de cesta de su mandíbula, la línea de la cresta de su nariz.

—Eres guapa, sabes. No hay nada más bello que tú. Eres más hermosa que un árbol.

Sonríe un poco, emite un suspiro desganado por la nariz. Me acuesto en su pecho y le pido que ponga sus manos en mis ojos. Apoya sus palmas frías sobre mis ojos ardientes.

—Apoya más fuerte. Vas a ver que divertido.

Aprieta un poco. Entonces muevo los párpados y le pregunto a qué le recuerda eso.

—¿A qué tiene que recordarme?

—Cuando encierras una oruga en tu puño, forcejea y te hace cosquillas, así.

—¡Qué horror! —exclama, con el pecho tembloroso.

Hago deslizar mi cara hasta su vientre. Es blando, como la nieve. Es nieve caliente. Hago fuerza sobre su vientre con mi rostro, bien fuerte, hasta que se me rompa ahí la nariz.

Ella cruza sus manos sobre mi nuca.

—Ya no estás sola, cariño mío. Ahora duerme. Duerme. Duerme.

—Si lo piensas. ¿Para qué dormir? ¿Para que la pálida vida regrese más deprisa?

—¿La pálida vida?… —se ríe.

Nos callamos. El amor me ha fecundado. El amor circula por mis venas. Y es como si, hasta el alba, en cada latido de mi corazón, estuviera a punto de morirme.