30

Tengo un esqueleto. Puedo tocarlo, palparlo, relacionarme con él a través de mi carne cada día más delgada. Puedo meter mis dedos en las cuencas que tiene en lugar de ojos. En vez de pierna tiene una tibia. En vez de mejilla tiene un pómulo. Mi mano solo es un guante que enfunda su mano de huesos. Mi cabello solo es una peluca adherida a su cráneo huesudo. Mis ojos solo son dos bombillitas de color hundidas en las cuencas que tiene en lugar de ojos. Solo soy el hábito de un esqueleto. Adelgazo. Estoy tan delgada como un palillo. El esqueleto que me sostiene va a coger frío. Peor para él. Le tocaba el turno de elegir a la tonta más tonta. Me impongo el deber de no comer. No sería honesto por mi parte comer, dado que me basta con ver la comida para que se me revuelva el estómago. Si fuese una flor, comer me haría florecer. Cuando eres un ser humano, el comer solo provoca disgustos, sustos y excrementos. La idea de todo el asco, el miedo e inmundicias que puedes evitar al rechazar el tazón de sopa, la patata y la loncha y media de buey me devuelve el sabor de la vida. Mi fiebre sube y sube. La dejo subir. Me dejo cocer bien tapada y a fuego lento, como un estofado de jamón. A menudo ocurre que, tras los pinchazos más intensos y los dolores más agudos, la fiebre comienza a subírseme a la cabeza y me otorga el más dulce de los placeres. Cierro los ojos, me quedo quieta y tengo la impresión de caer, de caer sin terminar de caer nunca, al igual que un enorme campanario cuando lo miras desde el pie de la iglesia. Me siento estéril, vacía. Me siento ligera, más ligera que un pájaro. Solo soy un par de alas de golondrina y nado en el aire.

Fiel y persistentemente Chamomor pasa sus noches al lado de mi cabecera. Oigo ronronear al gato y es como si oyese al amor derramarse en una pila. Quien está sentada cerca de mí con una botella de coñac entre las piernas no es Chamomor, es una botella llena de amor. Y esta botella, de vez en cuando, se levanta, se inclina encima de mí y alarga su gollete en mis labios. Me muero de sed. No beberé. Mi lengua está tan áspera como un corcho. No beberé tu agua.

Un grito me arranca de la pesadilla. Mis ojos se abren en su hermoso rostro. Mi mirada entra en el azul limpio y fresco de sus ojos. La siento querer, desear. Ese rostro tan suave como el terciopelo que se alza a dos dedos de mi alma, tan repugnante como un pulpo, está formado de la piel que requiere. Este soplo tan dulce como el perfume de una flor, que hace estremecer la rocosa corteza de mi alma, está formado del viento que requiere. Dulcemente, su nariz me dice: «Toma.» Suavemente, sus cejas me dicen: «Toma.» Lentamente, las góndolas y los gondoleros pintados en su camisón me dicen: «Sírvete.» A ciegas me cierro. Me cierro de brazos, me cierro el pico. A ciegas, me repito que debo tener cuidado. ¡Buen cajón, pon tus buenos cuchillos a resguardo de tus buenos tenedores! ¡Tesoro de los Mares del Sur, no necesito nada! ¡Jardín, prefiero mi miseria a tu abundancia! ¡Acuario lleno de peces multicolores, solo se tiene lo que se es; y lo que tú eres solo a ti puede pertenecerte! Durante un largo tiempo permanece inclinada sobre mí, alargándose, esperando, esperándome. Esperando a que yo la requiera, su mano tan suave como un ala de pájaro acaricia mi frente ardiente y espinosa. Esperando a que yo la requiera, sus largos mechones tan suaves como un par de alas de pájaro se abren como abanicos sobre sus mejillas, se cierran como un par de hojas batientes sobre su rostro. De repente, se endereza. Repentinamente, su mirada se ha marchado del interior de la mía.

—¿Tienes sed? —pregunta.

—¡Tienes sed! —afirma—. Corro a buscarte agua.

Regresa con su agua. No me interesa su agua. No insiste. Cambia mis sábanas empapadas de sudor. La miro. No me permito mirarla así muy a menudo. Pero esta noche, estoy demasiado débil para defenderme. Ella me acaricia un poco más. Dejo que su belleza ronde por mi cabeza. Pero solo me permito mirarla cuando tiene la mirada en otra parte. Su mano cepilla mi pelo. Mis pelos, podrido hasta la raíz, al parecer se desprenden a la mínima presión. Varios se han quedado prendidos tras sus dedos.

—Se te cae el pelo, mónita, —me dice riendo.

Chamomor debe de estar riéndose por dentro. En el estado en que me he puesto, me he convertido para ella en un arma más potente que un cohete intercontinental con cabeza nuclear. En el proceso de los Treinta Años que libra contra Einberg, me he convertido en la prueba a prueba de bombas, el instrumento de convicción inquebrantable. Nada más sencillo que, con lágrimas de cocodrilo en la mirada, soltar a Einberg: «¡Mirad lo que habéis hecho de mi hija!» Christian dice que, desde que estoy enferma, no para de buscar gresca con Einberg, de gritarle y de quejarse ante él. Ella lo acusa de haber envenenado mi vida. Lo acusa de ser menos avaro cuando se trata de comprar fusiles para Israel que cuando se trata de pagar la minuta al médico de Bérénice. Se le echa encima a la primera de cambio. Se aprovecha de ello. Quizás no me quede enferma durante mucho tiempo.

—¡Está frustrada! ¡La habéis frustrado en sus más inocentes necesidades! ¡La habéis ofendido, humillado, tratado como a una bestia!

¡Dale fuerte, Cicerón! ¡No te dejes, Verres! La última vez que le hablé, en un ataque de rabia, le dije que ella no dejaría de ser nunca una pantera, una fiera egoísta y solitaria, un ser sordo y ciego, un ser que solo se tiene a sí mismo por amor, sentido y orgullo.

—Tú —me contestó mientras se sonreía y me acariciaba—, tú no dejarás de ser nunca un pequeño mono, una pequeña fiera feúcha, gesticulante, guasona y colérica.

Es en recuerdo de esta escena por lo que en vez de llamarme palomita, me llama ahora mónita. Tita-paloma. Tita-mona. Titánica.