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Einberg ha puesto de patitas en la calle al doctor, y aquí estoy yo, de ahora en adelante un protozoo. Tengo la frente empapada en sudor y frío en la espalda. Tengo la espalda tan fría como el sirope frío y la cara tan caliente como el jarabe caliente. Las sienes me dan punzadas como con el jarabe fermentado de malta. El doctor pretendía ser remunerado con unos honorarios exorbitantes. Le dijo a Einberg que un médico que, además de ser médico, es psiquiatra y endocrino tiene el deber de hacerse remunerar con unos honorarios exorbitantes. Pero Einberg no es hombre que se deje desorbitar por unos honorarios. Ha mandado al doctor a hacerse remunerar con unos honorarios exorbitantes a otra parte. ¿Perder el tiempo o morir? Estoy firmemente decidida a dejarme morir. Aquel que quiera devolverme el placer de vivir necesita ser un pedazo de mentiroso integral. Necesita tener una elocuencia del carajo. Ya no hablo. Me he jurado no decir ya nada. Apenas hablo ya con Christian. Desde la defenestración del doctor, hace un mes, no he pronunciado una sola palabra. Ya no comes, ya no hablas, ya no oyes, ya no miras. Te habitúas a estar muerto. Te duele la cabeza, pasas las noches en blanco. Aguantas. Eres duro de pelar. Tienes una muerte dura. El rabino Schneider se va. Él se va a la guerra dondorondón, dondondón. Ha venido a despedirse, talán. He dejado que hable solo. Se dio unas palmaditas en la barriga y dijo que eso le iba hacer adelgazar. Le he dejado darse unas palmaditas, sentirse en familia. Siempre puedes sentirte en familia con unas palmadas en la panza, pedazo Lope de Vega. Dentro de poco, unos cincuenta tomarán el avión con él. Todos han pasado por mi dormitorio. La nariz ganchuda, las manos tatuadas con números de campos de concentración, jóvenes, entusiastas, tienen pinta de ser temibles guerreros, de la Expedición de los Diez Mil. Todos están listos para entregar su sangre. ¡Que se lo digan a las garrapatas, a las sanguijuelas y a los vampiros! Entre los cincuenta, reconocí a Abel, el hermano pequeño de Constance Chlore. Los otros tres murieron la semana pasada. El carro de combate en el que se encontraban explotó. Cuando no quieres suicidarte, te paseas a caballo, no te paseas en carro de combate. Me alegro de que se hayan muerto. Me odiaban. Estoy impaciente por que maten a Abel. Es tal cual eran ellos. Dentro de poco cogen el avión. Einberg es quien financia la expedición. Llegarán a Tel Aviv hacia la media noche, si no se caen por el camino en el Mar Muerto. Aquellos que, como los tres odiosos hermanos de Constance Chlore, mueran en el campo de batalla dejan su dentadura sin empleo. ¡Aviso a todos aquellos que emplean su dentadura! ¡Tomen todos el avión! ¡Vayan todos ustedes a que los fusilen! ¡Fin a la restricción de dientes postizos!

Chamomor se preocupa tanto por los Países Árabes como Einberg por Israel. Ella recibe tantos embajadores con fez en el gabinete como cónsules con nariz ganchuda recibe Einberg en su despacho.

—Todo el mundo favorece a Israel en este continente. Estoy harta. ¡Es demasiado injusto! Los pobres Países Árabes nos van a aborrecer. Bastantes fronteras de odio hay ya en este mundo para que esta guerra, esta sucia guerra, esta guerra que, como todas las demás, solo es un negocio entre sabiondos y peces gordos, venga a levantar unas cuantas más.

Dicho esto, Chamomor ha lanzado una campaña destinada a ayudar a las familias árabes castigadas por la guerra. Un centenar de solicitantes ataviados con cesta y fez acuden a recoger conservas, cigarrillos, dólares y patadas en el trasero. La campaña habría podido ser destinada de igual modo en ayuda a las familias afectadas en ambos bandos. Pero, según Chamomor, las campañas destinadas a ayudar a las víctimas israelíes son ya bastante numerosas. Los diarios le juegan una mala pasada. La acusan de ignorancia asesina y de ceguera criminal. Ellos afirman que solo hay una ley y que, cuando dos bandos se enfrentan cara a cara, todos los buenos están de un lado y todos los malos del otro. Ellos aseguran que si ella conociera mínimamente la historia y la política, defendería una causa más justa. Chamomor responde que la mayoría de los niños y ancianos árabes afectados por la guerra no saben ni leer ni escribir, por consiguiente ellos no conocen más la historia y la política que ella. Ella responde que, aunque solo existiera en conjunto la mitad de un derecho, ella exigiría todos los derechos. Entonces no olvidan recordarle, en tono obsceno, que sus hermanos, los coroneles Brückner, colaboraron con los nazis al principio de la segunda guerra mundial. Con orgullo, responde que ella no tiene mucha más memoria que recuerdos pueda tener un bebé árabe, que un bebé árabe no tiene ni historia ni rencor. Responde que ella está convencida de que si tuviese recuerdos solo le inspirarían desprecio y rencor. Einberg y Chamomor hablan tan alto que los oigo como si estuviera con ellos en el gabinete.

—La guerra es tan santa para los pobres imbéciles de un lado como para los pobres imbéciles del otro. Los cacho bocazas les han cantado a todos la misma canción: «¡La justicia está de nuestra parte!» Pero los cacho bocazas se guardan mucho de decirle a los pobres imbéciles que se trata de la ley del más fuerte, la ley de los que tienen muchos más asesinos y máquinas de matar.

—¿Qué pintan aquí de nuevo tus hermanos? ¿Quiénes son? ¿Los pobres imbéciles o los cacho bocazas? Porque de nuevo se trata de tus hermanos, ¿no? Porque en tu cabecita siempre se trata solo de tus hermanos, ¿verdad? Quizá solo tuvieras trece años cuando te desposé, quizás estabas loca de atar, pero, te aseguro, que eras tenaz en tus ideas. Solo abrías la boca para defender la causa de tus adorables hermanos, solo para rogar a tu maridito que usara su influencia para salvarles de la horca. Cuando se trataba de hacerle escribir una carta a un juez o a un ministro, no te privabas: te desnudabas, le recibías con los bracitos abiertos. Cuando decidiste dormir en habitaciones separadas, se trataba de nuevo de tus hermanos. Acababa de sacarles de prisión. Por tanto ya no tenías nada más que conseguir para ellos. Por tanto ya no sabías muy bien por qué seguirme aguantando en tu cama. Los Países Árabes, en parte son tus hermanos, ¿no es así? Se parecen a tus hermanos de una manera tan asombrosa… Al igual que esos adorables coroneles, son unos fanáticos, unos sanguinarios, unos antisemitas… ¡Hay que protegerlos! ¡Hay que volar en su auxilio!

—Lo que hice por mis hermanos nada tiene que ver con la sangre. Lo habría hecho por un simple extraño. Por otra parte, sabéis muy bien que desde hace diez años mis hermanos son para mí puros extraños. Existe un abismo entre nosotros, un inmenso abismo, un abismo de mil años, un abismo tan grande como entre yo y Recaredo I, rey de la España visigoda.

—¡Recaredo I! ¡Recaredo I! ¡De qué no serás capaz! El abismo que existe entre tú y Recaredo I no es nada comparado con el abismo que existe entre Recaredo I y yo. Según tengo entendido ese salvaje sería convertido al catolicismo. Ahora bien yo, Mauritius Einberg, jamás me convertiré al catolicismo.

—Si alguna vez os convertís al catolicismo, Mauritius Einberg, me suicidaré. ¡Estaré tan resentida con Dios por haberos otorgado la gracia que me suicidaré!

¡De qué no serán capaces!