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Lanzarme sobre una espada. Caer en una emboscada. Tomar puerto. Llegar a la estación. Coger la ruta. Partir. No haber puesto nunca los pies en esta tierra. Los días pasan, sin sorpresas, en su más insolente desnudez con todos sus secretos al descubierto, derechitos cuesta arriba, derechitos cuesta abajo, todos en su sitio y bien previsibles, digeribles sin el mínimo esfuerzo. La costumbre lo ha reducido todo a dos gestos y dos movimientos en los que no para de acelerarse el ritmo de ejecución. La repetición marca el compás, la costumbre orquesta, el aburrimiento dirige. Ahora mismo puedo llegar ahí con los ojos cerrados, con tapones de corcho en los oídos, atada de pies y manos. Puedo dejarme llevar tranquilamente, sin apenas tomarme la molestia de tener en cuenta que algo me está llevando. Tu vida no necesita de ti para ser vivida. Los días no necesitan de nadie para contarse ni para contar con un día a la medida de todos. No debes preocuparte por nada, Bérénice. Al final de cada día, en mejor o peor grado, manipulada de forma indolora por las básculas automatizadas y los torniquetes mecanizados, habrás dado tus tres vueltas, habrás caminado, comido y dormido, habrás aprendido gramática, historia y geografía, estarás más crecida, más instruida y más profundamente comprometida con la mierda. La gran máquina del tiempo, después de algunos sobresaltos e indecisiones, ha caído en la cuenta de limarse y engrasar sus juntas y engranajes, se las ha sabido componer. Poco a poco sus dientes, sus piñones y sus ejes se han ajustado a la miera y, encaminada con seguridad, eficacia y rapidez a salir con una esperanza, gracias a las grecas exactas y los precisos meandros de sus funciones horarias, se ha puesto a fabricar a gran escala los fenómenos para continuar con el próximo episodio que debe producir y presentar al espíritu cada vez que nace un día. La máquina de levas que tanto me gustaba ahora me aburre. Lo que me contaba alarmada, lo repite ahora, lo repite estúpidamente, incansablemente, sin cambiar una palabra, cada vez más deprisa. He visto tantas veces, a la misma hora y en el mismo lugar, producirse la misma vileza que ya no ofende a mi mirada, apenas me fastidia, casi que me amodorra. Me ha dolido tantas veces la misma arteria que se ha esclerosado, ya no siento el dolor. Si hace dos años me hubieran cortado las piernas, ahora estaría acostumbrada a no tener piernas, tendría mi porción de pequeñas alegrías y de pequeñas desgracias como si nada, como si tuviera piernas. Las piernas no sirven para nada. La vida no necesita de las piernas de los hombres para tener una experiencia de sí misma, para que ruede su tren mitad negro, mitad azul, mitad día mitad noche. Es pura mierda. La mierda la producen las vacas. Pero no queda otra, los hombres deben contentarse con ello, arriesgándose así a volverse a encontrar en breve a cuatro patas. Apelo al desorden. Pero no acude nadie. Llamo y reclamo. Nada sucede. Algunos gallinas al oírme toman mis palabras por cuestiones conminatorias y se dispersan con espanto. Reclamo la guerra del hombre contra su obra. ¡Desorden! ¡Guerra! ¡Confusión! ¡Lucha! ¡Dispersión total! ¡Toma de posesión! Reclamo y reclamo. Y nada. ¿Tendré que ser yo misma quien tire la primera piedra, quien meta fuego al polvorín y a quien por ello cuelguen hasta que la muerte me llegue, yo que justamente reclamo porque encuentro que no vivo lo suficiente…?

¡Taïaut! ¡Taïaut![17] A golpe de gaznate los monteros dan el toque de carga. Sentados en sus caballos de metal, se abalanzan sobre mí.

—¡Te arrancaremos la piel! —me gritan—. ¡Acabaremos contigo!

Corren tras de mí como tras un asesino sin que yo haya asesinado a nadie. Pero no están locos. Tienen motivos para querer matarme. Saben que les odio, que odio lo que han hecho, que odio lo que han hecho con la vida que me han entregado antes de entregármela. Tengo de asesino lo que el fuego tiene de incendio. Y ellos lo saben. No hay que dejarse arrastrar por el fuego. Tengo que huir como un ladrón sin haber cogido nada de nadie salvo mi vida. Pero tengo motivos para huir. Sé que uno no tiene derecho a emprender su vida, que al emprender tu vida te llevas toda la vida por delante, que cualquiera que huye con su vida huye al mismo tiempo con la vida de todos los demás. El odio aún no se ha cristalizado en delito. Aún no he actuado. Pero tengo motivos para intuir que ellos me persiguen.

Me llamo Neurasténica. El doctor dice que de todos los muchachos de mi edad que conoce soy la única en ser catalogada como Neurasténica. Las Neurasténicas de treinta años no son raras. Pero no existen Neurasténicas de once años. Neurasténico es un término que solo encaja en los adultos. No estoy enferma. Estoy muerta. Ya solo soy un reflejo de mi alma. Floto, liviana como un recuerdo. Planeo en el éter de los espacios siderales, soberana y definitivamente indiferente. Ya no como. Mi organismo se subleva contra todo lo que los vivos llaman nutrición, alimento, comida. Lo que me fuerzan a tragar, enseguida lo vomito. ¿Acaso ya no quiero vivir, o acaso ya no pienso? Adelgazo a simple vista. Mi piel se pega a las rejas de mi jaula. Como todo buen cadáver, para poner los dientes largos a los gusanos, dejo que se transparente la forma de mis huesos. Me hacen guardar cama. Chamomor asegura que sufro de amores. Cuando estoy dormida, se cuela en mi habitación, acude a velarme. Cuando me despierto, la echo. Einberg ha diagnosticado una insuficiencia de patadas en el trasero. Entra en una violenta discusión con el doctor que, por su parte, ha diagnosticado una insuficiencia de tiroides. Christian me promete que partiremos en cuanto esté curada, que nos iremos a cualquier parte. Cualquier parte está ahí donde nos encontramos cualquier cosa, es decir de todo Constance Chlore me ha traído un brazado de gladiolos.