Christian ingresa en el colegio. El año pasado solo venía por la abadía una vez al mes. Este año realizará el trayecto cada semana. Lo tendré todos los sábados y todos los domingos. Un niño tiene que tener al menos una estimación de vida familiar, le dijo Chamomor a Einberg, que se inclinaba por que el joven sátiro se pase todo el año encerrado. En cuanto a mí, iré en busca de mi educación a pie, al pueblo. El último año, me pasaba la mañana en casa de la Señora Ruby y la tarde en casa del Rabino Schneider. Rébecca Ruby, una vieja flaca y desabrida que habiendo entregado todas sus fuerzas en aras del Saber a fin de que este la vengue de la Belleza, me enseñaba de mala manera a leer y escribir, haciéndome aprender de carrerilla los poemas de Nelligan cuando estimaba que yo no prestaba suficiente atención. Thelonius Schneider, tan seboso como un fraile, siempre risueño, me enseñaba con dulzura aritmética, botánica y gimnasia. Este año, las cosas cambian. Lejos de mejorar, tal como sería justo pretender, decaen en lo peor, van de mal en peor que peor. El rabino Schneider anuncia que renuncia a sus tareas como profesor de primaria, con su decisión de tomar parte activa en esta locura de enormes temblores de cabeza a la que Einberg y él llaman su guerra santa. Telefoneamos a Ruby y le preguntamos si quiere completar la vacante. Acepta, la… sucia gallina cochinchina. Aquello con lo que ella se pasaba la mañana mientras me hacía sufrir, deberé aguantarlo ahora durante todo el día. La guerra que tenía que combatir durante toda la mañana, la tendré que combatir ahora durante todo el día. En octubre vuelve el momento de sacarle punta al lápiz y enfundarse los guantes de boxeo. Como este año tendré encima a la Señora Ruby el doble que el año pasado, tengo que tricotarme unos guantes de boxeo el doble de gordos que los del año pasado. Están los que se arman de paciencia. Otros, como yo, se colocan unos guantes de boxeo. No hay que tener paciencia, y mucho menos de esa con la que uno se arma. La paciencia es solo un hábito de lentitud. Las compañías de seguros dicen que la velocidad mata. La velocidad acaba por matar al hombre. La lentitud comienza por matar al hombre. Rezo para que la Señora Ruby salga adelante sin daños irreparables. ¡Ella y su pescuezo del que nacen esas papadas, donde se disuelven las pirulas que se traga a puñados! ¡Ella y su cara en forma de manzana podrida, y su cabeza en forma de cabeza pasada de mano en mano por una tribu de reductores de cabezas! En su limpio y verde salón, estarán Anna, Paula, Louisa, Albert, Bill, Sam. Gloria y Jack no estarán allí. ¡Adiós y muy buenas! Respetuosamente sentados en sus bonitos «sofás nipones» (Nelligan), habrá dos o tres a los que aún no tenga el horror de conocer, dos o tres que, como aquellos a los que ya tengo el horror de conocer, tendrán el don de crisparme, sabrán por instinto de donde agarrarme para que me salga el odio por las venas. Estará también, dado que por naturaleza hace falta que el equilibrio reine en todas partes, Constance Chlore, el más pálido y el más descolorido entre los más bellos seres humanos, la más dulce, la exquisita, la divina, la auténtica gacela. Olvidaba a Éliézer, el extinto Éliézer, el apagado marido de la encendida Rébecca; aquel a quien ella hace pasar el cepillo por la pizarra, aquel mediante el cual ella hace sacar punta a nuestros lapiceros, aquel en el que ella confía para que las páginas de la partitura pasen a tiempo cuando ella se sienta al piano, en el piano rubio, castaño, taheño y moreno. En la Biblia, Éliézer es el siervo de Rébecca. En casa de la Señora Ruby, pasan las mismas cosas que en la Biblia. Basta con cerrar los ojos para sentirse transportado al monte Ararat en el fuera borda de Noé. Llueve tan fuerte que ya no se oye hablar a la Señora Ruby. Una recibe una colleja. ¡No me escuchas, Bérénice Einberg! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Te me aprendes el Romance del vino de memoria! ¡Así aprenderás! Jamás he visto despegar los labios a Éliézer. En silencio pasa el cepillo por la pizarra. En silencio saca punta a nuestros lapiceros. En silencio aparece, al grito de la Señora Ruby, con pasitos presurosos haciendo deslizar sus desgastadas pantuflas. En silencio, cada día dobla un poco más el espinazo. En silencio deja a la artritis, al lumbago y al resto que le consuman la vida delante de sus narices. A todo lo más que se atreve es a contraer la cara tanto como puede para tener pinta de malo. Pero no asusta a nadie. Sabemos que la Señora Ruby le volverá a poner en su sitio en cuanto se le antoje hacer el Frankenstein. Eliézer no me da pena, me da pavor. Mirándolo bien, sé lo que odio en la Señora Ruby. Es su fuerza, una fuerza que admiraría si su vejez no la volviese tan fea, tan ridícula, tan inútil. Me dan miedo los viejos y las viejas. Son unos brujos y unas brujas. Conocen el presente y el futuro. Prevén la muerte. Me lanzan maleficios. Me muestran imágenes reales que cortan el aliento del ser en el que estoy a punto de convertirme. Estropean todas mis fechorías. A menudo tengo esa pesadilla en la que estoy sola, con una vieja ciega, colgada de una pared al fondo de un largo pasillo. Ella camina a mi encuentro riendo. Está a punto de morirse. Cuanto más se acerca, más me late el corazón. Veo la piel de sus manos y de su cara secarse. Está a un paso. Está podrida; apesta. Bajo su blusa, siento bullir sus entrañas, unas inmundicias similares a las que vi en la rata que Mauriac II estaba comiéndose. La vieja me acorrala, me apretuja. El corazón me falla. Ya no puedo respirar. Me despierto entre sudores.