Einberg me manda a California. Allí me reúno con la coral. Allí me encuentro con Constance Chlore. Los viajes forman a la juventud. Los viajes dejan a la senectud tal cual. Desde que regresó de viaje, Einberg no ha cambiado en nada sus tácticas; jamás se ha parecido más a sí mismo. No quiero salir para California. Tengo en mente emplear los últimos días del verano en ocuparme enérgicamente de Christian. Desolado por la repentina marcha de Mingrélie, ya solo le queda tocar fondo y asumirlo. Un ser humano muerto pertenece a aquel que lo ha abatido. En modo alguno quiero irme. Aparto a Einberg, y le digo.
—Sé que me envías a California para ponerme a salvo de la nefasta influencia de tu mujer. No es necesario. Ya no tiene influencia alguna sobre mí. La detesto; ella misma te lo dirá. Todo lo que dice me entra por un oído y me sale por otro. Es cierto. Te lo juro. Puede intentar cualquier cosa. No me tendrá.
Einberg no ha querido entender, ni siquiera ha intentado creerme.
Aquí estoy, con Constance Chlore. En el autobús nos sentamos en el mismo sitio. En los hoteles dormimos en la misma habitación. Me ayuda a olvidar que este exilio me hace perder a Christian. Él estaba herido, se bañaba en su propia sangre. Solo tendría que haberle dado la puntilla. Todo el que está herido se deja tener. Una vez, en una fosa, encontré una corneja, una linda corneja enorme cuyas alas eran tan largas como mis brazos. Agonizaba. La cogí en mis brazos. No forcejeó. Te sientes a gusto con un pájaro tan grande entre los brazos. Por no perderlo todo, he escrito. «Querido Christian, echo mucho de menos nuestra amistad. Nuestra amistad hace que me aburra de los saltamontes y de las ratas de la isla. Te perdono los desavíos de este verano. Los he borrado de mi memoria. Sé que en el fondo te han hecho sufrir mucho más que a mí y que desearías poderlos olvidar tan rápidamente como yo. Espero que, cuando hayas puesto orden en tu corazón, pueda reencontrar en él mi hueco. Si recuerdas, no estoy tan gorda, no ocupaba mucho que digamos. El que estemos separados es culpa de Einberg, el que yo esté aquí, lejos de ti, el que tú estés allí, lejos de mí. Le dirás que le detesto, que le desprecio. Le dirás que pierde el tiempo con sus lamentos y explosiones. Su odio y sus jugarretas no prevalecerán en contra de los lazos que nos unen. Beso tu hermoso sol zulú; lo conservo religiosamente. Te beso igualmente, con todo mi corazón, para que te encuentres mejor. Bérénice, tu hermana que te quiere y que te querrá siempre.»
Le cojo gusto a leer. Me meto dentro de cualquier libro que cae en mis manos y solo me retiro de él cuando cae el telón. Un libro es un mundo, un mundo concebido, un mundo con un principio y un fin. Cada página de un libro es una ciudad. Cada línea es una calle. Cada palabra es una morada. Mis ojos recorren la calle, abren cada puerta, penetran en cada morada. En la casa cuya forma es «camello», hay un camello. Dentro de la cabaña «oca», una oca me espera. Detrás de sus múltiples ventanas, las casas señoriales «indisolubilidad» e «incorruptibilidad» se convierten en la indisolubilidad del matrimonio y la incorruptibilidad de Robespierre. Me pirrian los relatos de viajes. He pasado la noche dentro de El libro de Marco Polo. He vivido allí las más hermosas aventuras, pero ya no sé cuáles. No intento recordar las cosas que ocurren en un libro. Esta mañana, al salir de mi libro, sentía una deliciosa sensación de embriaguez y espacio, una gran impaciencia, un magnífico deseo. Lo único que le pido a un libro es que me inspire energía y valor, que me diga que hay más vida de la que puedo abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar. Si casi todas las palabras de esta noche han pasado por mis ojos tal que el agua del mar por los costados de un navío, las pocas palabras que he retenido han grabado en mi espíritu una marca indeleble. Recuerdo intensamente, por ejemplo, el episodio en el que el emperador de la China entrega un salvoconducto a Marco Polo «a fin de que ellos fuesen francos por toda la tierra».
Acaba de estallar una guerra entre Israel y los Países Árabes. El rabino Schneider lo revela entre sollozos. Yaveh hace tocar los clarines y redobla los tambores en todos los corazones: Su tierra y Su pueblo están amenazados. Yaveh está furioso, despierta a todo el mundo. Grita por todos los rincones de la tierra: «¡Judith! ¡David!»
—Judith y David, hijos míos, vosotros y yo. Yo iré. Vosotros iréis. Varios de entre vosotros ya están allí.
En efecto, varios tíos, primos, hermanos y padres de los miembros de la coral ya han tomado el barco. No puedo decir que eso no me diga nada. Cuando aguzo las orejas, me parece, a mí también, que alguien me llama: «¡Judith! ¡David!»