21

Los primos se han ido, todos de golpe, como de un escopetazo. Eso le dará un respiro a la parienta. Recorro los corredores del ala oeste. Siento placer al hacerlo. Vuelven a ser sonoros; aptos para el silencio y el eco. Es como si, durante la noche, los hombres y las bestias se hubieran ido de la tierra. Es como si, durante la noche, los hombres y las bestias se hubieran embarcado en el arca de Noé. Camino por el arenal. Lo encuentro placentero. El arenal está como antes; sin primos. Sopla fuerte, tan fuerte que el viento arranca chiribitas a las nubes: gotas de lluvia. El río azota su vorágine de otoño, su vorágine gris y crispada, su vorágine cansada de haber llevado tantos barcos.

Los primos se han ido de una forma rara, casi sin darse cuenta. Chamomor les ocultó el día y la hora de su salida hasta el último minuto. Presentíamos que iba a ocurrir algo. Eran las tres de la mañana y todo el mundo estaba aún levantado. Interpretábamos teatro griego en la capilla. Libreto en mano, nos echábamos en cara las réplicas de siglos y siglos de una comedia de ya no sé quién, un tal Aristófanes, un tal Terencio. Lo que, tras la cena, había comenzado con una lectura sentada rápido había degenerado. Los desvanes fueron invadidos, viejos baúles, antiguas cómodas fueron desvalijados. Máscaras, coturnos, lanzas, togas y túnicas palmadas, peplos, todo lo necesario había sido hallado y subido a las tablas del escenario. Cuanto más avanzaba la hora, más redondo salía todo. Aletargados de cansancio, borrachos de sueño, todo nos resultaba divertido, llegábamos a estar geniales, aguantábamos agarradas de hasta-cuando-Catilina de un cuarto de hora sin mirar el libreto.

—Queridos niños —dice de repente Chamomor, quitándose la máscara—, creo que algo de aire puro nos sentará bien. Abandonemos las máscaras, los coturnos y las armas blancas y vayamos a dar un paseo en jeep.

El aire intenso de la noche nos ha molido a todos. Cuando Chamomor nos ha despertado, estábamos en Dorval, en la pista de despegue, bajo la panza de un aerobús. La salida dejaba impactados a los primos. Chamomor entregaba a cada uno su billete. Los que estaban en condiciones de entender lo que pasaba no se lo creían; se les quedaban los ojos como platos, se quedaban con la boca abierta. A la mayoría les costaba mantener los párpados separados. Remontaron la escalera del avión cabeceando, dando traspiés, apoyándose los unos en los otros para no caer rodando, vestidos de gladiadores, de cortesanas y de Heautontimoroumenos.

Al mediodía, Einberg regresa de viaje. Dando un portazo, mientras masculla un habanos que encaja con las más nocivas temperaturas de su espíritu, grita, escupe, maldice. Al encontrar el parqué de la capilla cubierto de máscaras, coturnos y lanzas, sale en busca de Chamomor y se le echa encima. ¡Esta casa es un completo desorden! ¡Esto es una pocilga! Pero se encuentra con que ella también está de un humor de perros.

—¿Qué diablos pasa, Mauritius Einberg? ¿A vuestra amante no le ha gustado la danza egipcia que le habéis hecho? ¿Da coces sin consideración alguna contra vuestro aguijón de oro y diamantes?

Señalando mi presencia indiscreta, Einberg le hace con nerviosismo señas para que cierre el pico.

—No temáis nada, Mauritius Einberg. Habéis educado muy bien a vuestra hija. No escucha nada de lo que cuenta su madre, nada en absoluto. Casi no la ve.

¡Se va a armar buena! Los nervios están a punto de estallar. Me gusta cuando se odian. Se encierran en el ábside, llamado salita de estar. La puerta da un portazo, a pique de tumbar la pared. Conozco bien esa puerta. De todas las puertas de la abadía es la que está dotada con el más amplio y confortable ojo de cerradura.

—¡Bueno, sí! ¡Pues eso! Tengo una amante. ¿Al menos no estarás celosa? Un buen amigo no debe poner celosa a una buena amiga ¡Buenos amigos! ¿Así de bien es como estamos, no? ¿Así de bien es como quedamos… no?

—¡Continúe! Siga usted… Presiento que tiene mucho que contar…

Chamomor se sienta en el sofá, extiende las piernas sobre su poltrona. Uno elige, cuando cuenta con que le van a marear. Einberg casi arranca de un tirón la lengüeta del cierre de cremallera de su cartera. Saca una gran fotografía enmarcada que lanza al regazo de Chamomor.

—Mi buena amiga, sientes celos del vacío. Ella no tiene nada que justifique tus celos. Como podrás ver ni siquiera es guapa, ni siquiera sabe arreglarse y ni siquiera tiene aspecto de inteligente. No cuida mucho su cabeza, ¿pero qué importa para un hombre que no necesita cabeza? Tiene un sexo entre las piernas, lo lleva bien alto y derechito, y un sexo, mi buena amiga, un sexo de mujer, un sexo como del que sientes dolor y vergüenza de tener que tener es todo lo que necesita un hombre cuando se echa una amante. Ella copula y eso no le descompone el alma. Se mira cuando está totalmente desnuda y no le da asco. Le he oído decir que se lava tan a menudo el sexo como los oídos. Incluso encontraría del todo natural estar sentada sobre su trasero cuando está sentada. Mucho peor, me ha confesado que cuida tanto su sexo como su estómago. Cuando uno de los dos se queja de hambre, le da de comer. Cuando te encuentras a un amigo, le ofreces la mano. Ella además ofrece su sexo. Es un curioso espécimen de una raza a la cual ya no deseamos pertenecer: la raza humana. Es más, me encuentra agradable. Mis corbatas le parecen de buen gusto. Le gusto.

—Vuestra amante puede encontraros tan lindo como quiera. Eso ni me inmuta. Personalmente, os encuentro cada vez más repelente. No hay día que pase sin que encontréis algo nuevo que añadir a mi repulsa. ¿Cómo podéis olvidar que no estáis solo, que están Bérénice y Christian, que no os han hecho nada, que eran inocentes, que no tenían culpa? No estáis solo en vuestra mierda, estáis ahí con Bérénice y Christian. A Bérénice y Christian les llega la mierda hasta por encima de las orejas con vos. Es un buen momento para que os responsabilicéis. Pensad: ¡ellos aún duermen, todavía no han visto nada! ¡Pensad cuando sus ojos se abran, se darán cuenta de que están en la mierda, en vuestra mierda! ¡Qué despertar, Dios mío! ¡Ahorrádselo! ¡Viejo fanático!

—No eras tan desdeñosa cuando te encontré en Varsovia, en las alcantarillas. Tus hermanos, los Señores coroneles, colaboraban. Tus hermanos, los Señores polacos, acababan de violarte… Te di chocolate. Tenías tanta hambre que te lo comiste en mi mano.

—¡Sí, mis hermanos colaboraban! ¡Y yo debería haber colaborado con ellos! ¡En cuadrilla hubiéramos matado más judíos! Hoy quedarían menos. Quizá no estaríais vos entre los que quedan.

—Te ofrecí un cigarrillo. Estabas tan hambrienta que te lo comiste.

—¡Estaba loca, Mauritius Einberg! La desesperación me había vuelto loca. Tenía trece años. Había acabado en esa cloaca para sobrevivir. Había tenido que renunciar a unos hermanos a los que adoraba.

Y esos bestias me identificaron, se lanzaron sobre mí. Creían que venía a espiar. Cuando me encontrasteis había perdido el juicio. Os disteis cuenta. ¡Y os aprovechasteis de ello! Cuando me desposasteis, un mes más tarde, aún andaba desquiciada, ¡y lo sabíais! ¡Abusasteis de una chiquilla de trece años que además había perdido el juicio! Yo, en vuestro lugar, no removería esas hediondas cenizas.

Eso les salva. Se replantean su pasado.

Tengo una pesadilla. Aquí todo es blanco, de una blancura deslumbrante. Las columnas son blancas. Hay una silla. Es una silla blanca, de una blancura cegadora. Y todo es mío, todo me pertenece. Hay unas muchachas en pie delante de las ventanas blancas, unas muchachas que apenas tienen nada que les cubra, como Mingrélie en el granero abandonado. Me viene como una corazonada: ¡también ellas son mías! Doy unas palmadas. Las chicas se vuelven. Todas tienen la misma cara: la cara de Mingrélie. ¡Qué guapas son! ¡Qué hermosos son mis seres humanos! Aquí todo me pertenece. Aquí todo es mío. Qué bien se está aquí. ¡Cuán blanco es! Ni que estuviera en el interior del sol, de la nieve.