Desde que Einberg partió de viaje, el orden que él hacía respetar en la mesa está totalmente desorganizado, totalmente desmantelado. Los Buenos y los Malos (Güelfos y Gibelinos) cenan ahora codo con codo, el amor y el odio gobiernan en la elección de los comensales laterales. Ya que ahora, animados con el ejemplo de Mingrélie, todo el mundo ama y odia a lo grande. Anna Fiodorovna reserva el asiento de su derecha para el alto y guapo Nicolás. Y yo reclamo el perdón de antemano para aquella que intente robarle a su favorito o aquel que intente sentarse en su sitio. Anna Fiodorovna no tiene las uñas largas ni unos enormes colmillos, pero los cuchillos y tenedores no esperan un determinado número de años, sino que los cuchillos y tenedores son igual de grandes en sus manitas como en las manos del hércules de Crotona. ¿Quién ha renunciado a la monumental silla del obispo itinerante y viene, adonde yo me siento, para sentarse a mi lado? Es Chamomor. Me mira al blanco de los ojos y me pregunta por qué la odio tanto de un tiempo a esta parte. Sé que ella me quiere. Quiere que la quiera tanto como antes. Se va a llevar un chasco. Le iría bastante mejor si continuara sentándose en la monumental silla del obispo errante, del obispo erróneo, del obispo peroné, del obispo tibia[15]. Desde lo más tierno de mi corazón, guapita, se acabó lo que se daba. ¡Ni más ni menos! ¡Más vale andar con ojo con los espejos del alma! La actitud de Christian en la mesa es de lo más ambigua, de lo más difícil. Con un ojo tiene que reír con Mingrélie que imita las poses hieráticas y agobiantes de Chamomor, y con el otro tiene que reír con Chamomor que le guiña con el ojo de la misericordia. Tanto con un ojo como con el otro solo puede reírse a medias. Nunca he visto a mi guapo hermano mayor tan feo. Los hay que tienen palmeras, otros tienen manzanos, otros perros y otros monos de repetición que saben comer con cuchillo y tenedor. Yo, yo tendría más que todo eso, tendría un ser humano; a mi hermano Christian. No es difícil hablar con un ser humano, besar a un ser humano, casarse con un ser humano, traer al mundo un ser humano. Lo difícil y realmente interesante es tener un ser humano. Lo ideal sería tener un ser humano guapo, salvaje y cruel como Mingrélie. Pero perdería el tiempo en intentar tenerlo; tamaño ser humano no se deja tener. Me contentaré con unos cuantos Christian y unas cuantas Constance Chlore. No son de mucha calidad, pero tienen más calidad que los monos, los perros, las palmeras, los manzanos, los diamantes y las obras de arte. No existe perro que sepa más que un ser humano. Nadie sabe utilizar un cuchillo y un tenedor con más brío que un ser humano.
Mingrélie se pone en pie sobre la banca. Christian forcejea para que se vuelva a sentar. Por más que Christian lo intente, no se sentará, ella hablará. Pide silencio y volviéndose hacia Chamomor, habla.
—Querida tía, tengo que informaros de una gran noticia y un pequeño favor que pediros. Christian es lanzador de jabalina, y no va de broma. Él no os ha dicho nada porque pensaba que os molestaría. Yo pienso, por el contrario, que estarás muy contenta de saber que lanza tan bien la jabalina que ha sido nominado y seleccionado para representar a su colegio en un gran torneo de atletismo. Querida tía, ese torneo tiene lugar esta misma tarde. Os solicito que concedáis a Christian el permiso para participar en él y os pido a todos que lo llevemos allí.
—¡No, mamá! —exclama Christian, mientras todos le vitorean—. ¡No quiero ir! ¡No quiero ir allí! No estoy preparado. No he cogido una jabalina en todo el verano.
Y de repente lo que yo guardaba tan en secreto como si de un símbolo cabalístico se tratara, se pasea de una punta a otra de la mesa mientras todo el mundo hace sus cábalas.
Dentro de la carrocería del jeep, vamos como sardinas en lata, más apretados que en una canasta de huevos. En el atardecer, en la atmósfera y con los insectos de vuelta a la calma, formamos una masa de seres humanos convertida en bólido y volando en rasante por encima de la carretera, entre dos yermos de maleza. Solo las ruedas del jeep se apoyan en tierra. Nosotros y el resto del vehículo vamos por el aire, entre el cielo y la tierra. Por estrechos meandros encajonados entre filas de casas, penetramos hasta el corazón de la ciudad. Me noto fría, descompuesta. Animados por Mingrélie, gritan, ríen. Christian sostiene su jabalina tristemente, como si lo llevasen al matadero. ¡No está preparado! Va a ponerse en ridículo. Entramos en el estadio. Es un recinto con grandes postes de hierro de cuyo extremo brilla una colmena de proyectores en el firmamento. Las gradas están llenas, rebosan. Christian está preso de pánico. Los demás lanzadores de jabalina parecen fogosos, bravos. Dan saltitos. Al verlos brincar parecen canguros danzando, apasionados. A un lado, inmóvil, con los brazos caídos, Christian parece un autómata al que le falta aceite. Suelta su jabalina. Recoge su jabalina. Los primos silabean su nombre pateando. Ni siquiera los oye. Está perdido. Ha perdido de antemano. A la señal del cronometrador, se sitúa con el resto a lo largo de la línea blanca. Lleva el dorsal número catorce. El hombre que sostiene la pistola con el brazo en alto dispara. Al lanzarse sobre el firmamento, las quinientas jabalinas parecen una tormenta que cae desde la tierra. La jabalina de Christian se descuelga del grueso del nubarrón, muy retrasada. Los primos se tensan, se arquean, como si empujaran la jabalina. Vano esfuerzo. Mientras las demás vuelan cada vez más alto, cada vez más rápido, la jabalina de Christan cae en la hierba, sin ruido. Volvemos al redil, en silencio.
—¿Por qué no me dijiste que eras lanzador de jabalina? —pregunta Chamomor.
—¡Olvidé hacerlo! —grita Christian, lleno de vergüenza, llorando por su derrota a lágrima viva, tronchando su jabalina contra sus rodillas.
—Nunca he considerado la cuestión deportiva como degradante. ¡Al contrario! Antes de la guerra era una frenética adepta de varios deportes. Yo misma participé en las carreras de salto a caballo en Dublín.
—¡Erais amazona! —exclama una ferviente admiradora de Chamomor—. ¡Oh! ¡Contad!
—¿Es verdad que las amazonas se queman el seno derecho? —pregunta una empedernida ignorante.
—Es cierto —le responde Mingrélie, con todas sus ganas—. ¿Sabes por qué? ¡Para poder lanzar la jabalina con más fuerza!
¡Mingrélie está orgullosa de su lance! ¡Ha jugado bien! Nos ha llevado de paso en falso en paso en falso con la fantasía de sacarnos a bailar una polca. Christian se ha quedado planchado por los cuatro costados, Chamomor se siente humillada por haberse dejado exhibir como quien interpreta el papel de madre. Todo el mundo está decepcionado por haber creído de todo corazón en la victoria de un lanzador de jabalina que se ha revelado como el peor lanzador de jabalina del mundo. Mingrélie nos ha hecho dar vueltas, vueltas y vueltas justo hasta el momento en que todo se da la vuelta al revés. ¡Bravo! ¡Eso es tener buena educación! ¡Así aprenderé! Christian está tan triste como un cormorán que no ha leído su ración de Corán. Me gusta ver a Christian triste. Cuanto más triste le vuelva la vida, más necesidad tendrá de alguien que le compadezca. Y, cuando llega la hora de compadecer, nadie queda salvo yo.