Esta mañana es la ronda de las cerezas. Todo el mundo sale hacia el continente. El jardinero es el último en salir, al llevar las cestas de mimbre. En la cocina, antes de partir, cortando por lo sano, se saca la mantequera, se reparten los cuchillos y se preparan tantos emparedados de plátano como seamos capaces de tragar. No estaremos de vuelta hasta la hora de cenar.
—¡Mucho ojo, niños! ¡Nos vamos a las cerezas! Hay veinte canastos de mimbre para llenar, uno para cada uno. Haremos vino. Cuantas más cerezas cojáis, más vino habrá cuando, dentro de unos años, regreséis y tengáis edad de emborracharos.
A cada lado del campo de avena, disimulando las alambradas de espino, los cerezos conducen sus filas indias hasta el fin del horizonte. Llenas hasta reventar, sombreadas de rojos zafiros, sus delgaduchas ramas se vencen. Ningún anfitrión fue tan hospitalario, ningún rey quemó tanto perfume, ni saco brillo a tantos brazaletes y collares, ni dispuso semejantes mesas, ni agasajó con igual munificencia. Da la impresión de que bastaría con alargar el cesto para que se llenara, para que rebosase. Rompes un racimo y notas como tu mano se embriaga, se fertiliza, crece con desmesura, se cubre de lagos, bosques y viñedos. Quienes mucho se aman, juntos cosechan. Pero la mayor parte están desperdigados, yendo cada cual, lejos, en busca de un buen cerezo con el que poder estar a solas. ¿Dónde han acabado Christian y Mingrélie? Al igual que a través de los huesos de un esqueleto, uno puede verlo todo entre los tablones usados, incluso como fuego, del granero abandonado. Agazapada en la sombra, apoyada en el embasamiento saliente del reseco granero, recreo perversamente la vista. Disfrutan hundidos en el heno podrido. Lo que beben entre risas directamente de la bota de Mingrélie no es agua, es néctar cariñosamente robado, es el coñac de Chamomor. Encienden una colilla, se la fuman pasándosela mientras se lanzan el humo a los ojos. Mingrélie intenta mirar fijamente a Christian con tanta seriedad como él la mira. Lo tiene difícil; se muerde de ganas por reír la boca. Cierra los ojos. Él se pone a acariciar su cara. Se acarician, por tumos. Parecen acostumbrados. Cierras tus ojos y yo te acaricio la cara. Paro de acariciar tu cara, cierro mis ojos y tú me acaricias la cara. A Mingrélie le toca la mejor parte. Él acaricia su rostro durante mucho más tiempo que ella acaricia el de él. Ella da la vuelta por sus ojos y su boca con un dedo y enseguida vuelve a cerrar los párpados. Mingrélie está cansada de dejarse acariciar la cara. Su cara esquiva la mano de Christian. Da vueltas en el heno riéndose, repitiendo que está borracha, que está loca, que se siente a gusto. De repente, pega un grito de muerte. Se ha hecho daño. Rompe en sollozos. Había una horca sepultada en el heno, con las puntas al aire. Los largos dientes han perforado la blusa, han alcanzado la carne. Rápido, viendo como la sangre aflora, se saca el vestido por la cabeza. Incómodo, Christian gira la cabeza. Lleva sujetador, como una mujer de verdad. Se lo quita. Frota con saliva las manchas de sangre que hay encima, las chupa. Las manchas no quieren salir. Parece enfadada, muy disgustada. Los agujeros de su pecho no sangran demasiado. Mira a Christian. Lo llama. Contesta con un sí, sin atreverse a girar. Lo llama de nuevo, más dulce. Quiere que la mire.
—Puedes mirar, si quieres. ¡No pasa nada! Total, eres mi amante. No estoy desnuda del todo, todita desnuda… ¡En fin! No soy ninguna Gorgona. No te transformarás en estatua de piedra. ¡No pasa nada! Un ruso miraría. No entiendo para nada a los canadienses. Mira, Christian. Sangre, buena sangre, gotas de sangre…
Estoy harta de sus amores. Me tienen cansada. Me tienen quemada desde hace mucho tiempo. Es hora de que esto estalle. Olvidándome de la cesta, pongo pies en polvorosa. Elijo las palabras mientras siego margaritas al paso de mis zancadas. La idea de vengarme me trastorna en extremo, me da ganas de reír. Ellos han sido malos conmigo. ¡Se lo han buscado! ¡No cederé! ¡No soy de esos timoratos que ahogan sus penas en cerveza!
—¡Mamá, rápido, ven! ¡El guapo de Christian y la hermosa Mingrélie! ¡Están completamente desnudos allí abajo, en el granero! ¡Desnudos del todo!
—¡Por Dios por Dios! No es posible. No has visto bien…
Agarro a Chamomor de una mano y tiro de ella. Hay que darse prisa. Si Mingrélie se viste tan deprisa como se desviste no hay tiempo que perder. Llego al granero la primera. De pie en uno de los costados de sol que tabican la penumbra, todavía desnuda, Mingrélie arregla bajo la bóveda de sus cabellos la corona de flores de botón de oro que ceñía su frente. Está tan guapa aun sin nada que la cubra, que de golpe mi venganza me parece ridícula. Me giro para ver a la que acude en mi venganza. Chamomor se ha quedado petrificada. Con la boca entreabierta, una mano en el aire, una pierna hacia delante, parece un autómata a punto de escacharrarse. Una vez más, su bello aspecto se ha descompuesto, está desvencijado por completo. Poco a poco, en la penumbra, su cara se llena de una blancura fulgurante, de una palidez radiante. Sus grandes ojos azules se oscurecen, como cuando se pelea con Einberg. Presiento que va a explotar. Me quito de en medio.
—¡Vaya cabronada! —exclama de repente, sacudiendo la cabeza con pesar.
En un suspiro, la ira se apodera de todo su ser. Ya no controla. Se lanza contra ellos y, uno tras otro, los golpea con toda la fuerza, los cubre de insultos.
—¡Sucia viciosilla! ¡Yo que confiaba en ti como en mi propia hermana! ¡Yo que te creía mi hija mayor! ¡Hipócrita! ¡Hipócrita! ¡Christian! ¡Christian, me has clavado un puñal por la espalda! ¡Yo que te creía justo y noble! ¡Me das miedo! ¡Me provocas escalofríos! ¡Preferiría verte muerto! ¿De dónde sacaste tanta vileza? ¡Me siento tan sola, mi niño, tan sola! ¡Esta cochinada no era necesaria!
Los abofetea cada vez más fuerte, como si quisiera causarles el mismo daño que le han hecho a ella. Christian llora, implora, farfulla. Mingrélie se comporta como una curtida criminal, como una avezada prófuga. Aprieta los dientes bajo la tunda de golpes. Estaba preparada para lo que llegase en caso de ser pillada. La próxima vez será más prudente. Agotada, con las lágrimas robándole la mirada, Chamomor se desmorona, cae sentada sobre el rastrillo que se encuentra bajo ella, coge su rostro entre las manos, se aprieta las sienes. Pide perdón. Suplica humildemente a los dos culpables que olviden su violencia. Por su parte, ella ya ha olvidado la pequeña desviación de su conducta. No sabe bien qué le pasó. Sin duda tiene los nervios de punta. Encontrarte con veinte niños de un día para otro, explica ella, te deja el bienestar temblando. Se levanta sorbiéndose y ayuda a Mingrélie a abrocharse el sujetador y a abotonar su vestido. La ayuda también a sonarse. Seca sus lágrimas con sus manos, como quien seca las suyas. La llama «más que tonta». Mingrélie rechaza el perdón, se enfurruña obstinadamente, cruza los brazos para ocultar las manchas de sangre. Chamomor coge a los dos del cuello, y les lleva fuera del granero invitándoles a que vuelvan a participar con ella y con los demás en juegos más divertidos, más acordes con su edad.
—Tan pronto como estemos de regreso en la isla con todas nuestras cerezas, prepararemos las conservas. ¡El tiempo apremia! ¡Nos faltan manos! ¡Una quincena en el mar!… ¡Toda una labor de equipo! ¿Entonces os habíais olvidado, ruines bribones, de que levamos anclas mañana por la mañana, dentro de unas horas, el tiempo que tarde el sol en acostarse y levantarse?
No parecen acordarse de mucho. Chamomor les habla con voz enérgica, serena, sin interrupción, mientras se secan las estelas de lágrimas pasadas en sus mejillas. Chamomor llora a menudo. Las lágrimas de Chamomor son el mayor suplicio de Christian. Las lágrimas de Chamomor no me dan ningún quehacer. Christian dice que si ella llora tan a menudo es porque tiene demasiado peso que llevar. Yo digo que ella llora tan a menudo porque le gusta llorar a menudo, porque le conviene, porque le gusta verse y oírse llorar, porque encuentra sus lágrimas bonitas, porque lo quiere así. Alguien que no quiere llorar no llora.
Mañana deberíamos partir en un crucero de dos semanas por los Grandes Lagos. Conozco la fertilidad a prueba de bombas de la imaginación de Chamomor. Temo que esta gira mundial solo desemboque en alguna estúpida merienda[12] al otro lado del río. No obstante Einberg sale de viaje y, en estas circunstancias, te puedes esperar de todo.