15

Somos sorprendidos por una tormenta. La lluvia cae tan fuerte que explota como en pequeñas bombas sobre la arena y el río. Corremos a refugiarnos en el túnel. Cuando estoy sola, me gusta mucho dejarme golpear y empapar por una intensa lluvia. Cuando estoy con Christian, prefiero aislarme con él en este exiguo refugio y convencerme de que un peligro común nos amenaza. Hablamos del porvenir y la carrera. Es la primera vez que esto sucede. Le digo que no me quedaré aquí para labrar piedras hasta el aburrimiento ni para rodar cantos hasta caer de muermo. No soy de los que levantan catedrales. Soy de los que arden en deseos por propagarse por toda la extensión del firmamento, como el azur. Cuando sea mayor batiré los campos de todos los países y ahuyentaré a todas las bestias del tedio. Tendré un cañón grande y daré caza al tedio hasta caer muerta. Christian dice que ve lo que quiero decir. Dudo de la sinceridad de sus palabras. ¿Cómo puede ver eso que tanto me duele, que tan oculto está en el fondo de mí? Él no ve los lobos que aúllan en el fondo de mi prisión.

—¿Tienes prisa por salir de aquí?

—No, Christian. No es eso. Mi alma me tiene en su mano como si sostuviera una lanza y va a lanzarme muy muy lejos, muy muy alto. Me mantengo en mi mano en espera de ser lo bastante fuerte para lanzarme a través del firmamento. ¡Estoy impaciente, impaciente, impaciente!

Bajo estricto secreto, me confía que él también está impaciente por lanzar algo, que él también lleva mucho tiempo esperando a ser lo bastante fuerte. Él también tiene prisa por lanzar una lanza. Sin embargo, no es una lanza humana. Es una lanza de madera. Sus confidencias me sorprenden de tal forma que no lo entiendo, tiene que repetírmelo todo. Quiere ser lanzador de jabalina. Sueña con batir todas las marcas, con representar a Canadá en los Juegos Olímpicos.

—¡Vaya idea! ¡Lanzador de jabalina! ¿En serio?… ¡Tú estás loco! ¡Vamos!

Mis gritos al cielo no le impresionan demasiado. Se encoge de hombros. Hay que estar loco para tener semejantes ideas.

—¿No quieres que sea lanzador de jabalina? ¿Qué querrías que fuese?

—Mi hermano, mi amigo…

—¿Y qué es lo que hace un hermano, un amigo? Si me paso el tiempo siendo tu hermano y tu amigo no haré mucho que digamos con mi cuerpo.

La jungla gris de lluvia se aclara, baja la voz. Volvemos a la abadía bajo una ráfaga de truenos. Christian me lleva a su dormitorio. Nos sentamos en su cama.

—¿Dónde está tu jabalina?

—¡No hables tan alto! Mamá no debe enterarse. ¡No lo olvides: es un secreto!

—¿Por qué no quieres que mamá lo sepa?

—Solo se lo diré cuando esté seguro de mi acierto, seguro de poderla honrar.

—Un lanzador de jabalina no puede honrar a su madre.

—Mamá no es una madre como las demás. Estoy seguro de que lo entenderá.

—Es guapa nuestra madre, ¿verdad?

Me habla del escultista zulú. Me cuenta que es su mejor compañero, que se escriben. Parece ser que, sin esfuerzo alguno, el escultista zulú podría lanzar su jabalina por encima de la abadía entera. ¡Todo un señor! Ha sido elegido para participar en los Juegos Olímpicos de Brisbane, dentro de dos años. Aún no habrá cumplido ni los dieciséis. Christian se sube a un taburete y saca un gran cuaderno de la repisa de su ropero. Ruborizado, balbuciente y aclarando su voz, me enseña, me abre y me tiende su cuaderno. Es un álbum donde ha pegado recortes de periódico que cuentan e ilustran las hazañas de los lanzadores de jabalina. Christian pronuncia los nombres americanos de esos oscuros héroes, en su mayoría negros, casi monos, con tanto amor y orgullo como pronuncia los nombres en latín de las diversas especies de ratas. Cesar Lincoln Cash. Shakespeare Washington Blake. Le hago repetirlos para aprendérmelos de memoria, por complacerle.

—Si eso es lo que quieres, Christian, te acompaño en tu deseo. Te ayudaré a entrenarte.

—Sobre todo no digas nada a mamá. ¡La pobre! Ella que piensa que quiero convertirme en biólogo. Voy a probar con el lanzamiento de jabalina. Si fallo en el intento, ella no sabrá nada: continuaré mis estudios de biología como si nada. Está tan orgullosa de mí. Habla de mí como si yo fuera ella. «¡Qué inteligente es Christian! ¡Tan formal para su edad! ¡Está lleno de ideales!» Se caería de las nubes si le anunciara que estoy a punto de convertirme en un fracasado lanzador de jabalina. Pero si salgo adelante, lo entenderá… Estoy seguro de ello. Se pondrá tan contenta como yo. Se reirá tanto como yo.

—¡Déjala! ¡Pobre Christian! No ves que ella y Einberg se odian a matar, que ya ni siquiera lo ven claro, que ni nos ven, que solo se sirven de nosotros para tirarse los trastos, para hacerse daño.

—Papá no lo entenderá. Me da igual. Le dirá a mamá: «¡Mira lo que has hecho de mi hijo, un lanzador de jabalina! ¡Un ancestro del lanzatorpedos! ¡Un deportista!»

El hermano que yo tenía ayer era defensor de las ratas. El hermano que tengo hoy es lanzador de jabalina. Me pregunto qué pintan aquí todos estos hermanos. Estoy sola y dejo que se derrumben encima de mi alma las atalayas que he levantado para fortificarla. ¡Cómo puedo afirmar honestamente que Christian me gusta! Para que me siga gustando me tiene que gustar otro distinto. Debo cambiar de Christian al paso que Christian cambie, y Christian nunca es el mismo. A veces es bueno. A veces cobarde. A veces está enamorado de Mingrélie. A ve ces coloca una rata bajo su jersey para hacerla entrar en calor. Otras veces es lanzador de jabalina. Todo esto es estúpido. Me gusta creer que Christian me gusta, pero no es que me guste él. Me gusta la idea que me hago de él, eso que llevo adentro y que llamo Christian, el Christian que yo concibo y encamo tal como me conviene concebirlo y encarnar. Sé que Christian sería otro si lo mirara con el prisma de una conciencia diferente. Me doy cuenta de que basta con que cambien mis disposiciones respecto al Christian que llevo, para que el Christian al que solo conozco de vista se modifique, se adapte. Luego, Christian no existe. Por tanto, yo lo he creado. ¡Pues sigamos creándolo, con alegría! ¡Recuerdo haber nombrado a Christian caballero y haber partido tras él, como tras Gautier Sans-Avoir, en cruzada contra los Niams-Niams, de haberlo visto caer gloriosamente bajo los muros de Nicea, de haberlo amortajado con mis vestimentas, de haberlo enterrado en un desierto de nieve, de haberme muerto de frío estrechando su tumba! También recuerdo haber deseado a menudo, a fin de poderlo amar con más fuerza, que Christian fuese feo, cobarde, sin gracia alguna, tal que una piedra. Christian vive solo en el país llamado Christian y me ve de distinta forma a como yo me veo. Me ahogo en el centro de mis huesos, me escondo ahí dentro y me desprecio por ello. Veo a Christian a través de todo lo repugnante y nauseabundo que en mí sucede. Imagino a Christian como quien imagina estrellas en el fondo de una alcantarilla. Lo que en mí sucede de asqueroso es lo que sucede en cualquier ataúd con la sangre aún caliente. ¡Abre un ataúd después de diez años, mi edad! ¡Caca de la vaca! No existe ningún Christian. Del mismo modo que, para satisfacción de nuestras respectivas necesidades, Christian encuentra una mamá en la misma persona donde yo encuentro a Gato Muerto, existe una multitud de Christian, tantos Christian como seres que se lo inventen. Y eso me deja sola. Si no existe ni Gato Muerto ni Christian, no existe nadie salvo yo bajo el sol. Si no hay nadie salvo yo bajo este sol, el sol es mío, soy yo el creador y el poseedor del sol.

Otra vez el verano. El verano, una vez más. Constance Chlore me deja, una vez más. Casi no la he visto en todo el año. Se va con la coral. Me gusta Constance Chlore. Esta tarde, Constance Chlore, tú eres el único rostro que deseo. La nutria tiene cara de nutria. Constance Chlore tiene cara de Constance Chlore. Como las nutrias, los seres humanos solo tienen su cara. Cuando miro una nutria, una rata, a Christian, a Constance Chlore, a Gato Muerto, no existe otra cosa distinta que pueda llevarme salvo su cara. Si no he salido con Constance Chlore y el resto de la coral es en honor a los primos. De Polonia, de Rusia y de Estados Unidos, mis numerosos primos se lanzan a mi encuentro. ¡Extiendo los brazos! Es una idea de Gato Muerto, otro de sus cañonazos en la narizota ganchuda de Einberg. Incluso sin saber qué pinta tienen la mayor parte de mis primos, odio apasionadamente a todos y cada uno de ellos. ¿Se debe a algún hecho? Necesito odiar. Yo odio. Punto. Esto solo hace reavivar la certeza que siempre he tenido: Bérénice Einberg, con todo lo repugnante que sea, controla toda la creación. ¿No ha bastado con que mis necesidades deseen que los primos sean odiosos para que así se vuelvan? Tinieblas, volveos verdes. Lo crean o no, las tinieblas que veo son verdes, azules, rosas, rojas, blancas. ¿Qué es una U verde al lado de una noche verde? ¿Qué es una viga en I[10]? ¡Caca de la vaca!