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Cuatro gorriones saltan de migaja en migaja de pan delante de la puerta de la caseta del jardinero. Un golpe de viento glacial lleva de nuevo a los cuatro gorriones bajo su cornisa. El año pasado, con las primeras heladas, puse la lengua en la traviesa de la cancela y se me quedó pegada, tan pegada que cuando tiré me arranqué la piel. Me quito mis manoplas calientes. Plantada frente a la cancela, alargo mis húmedas manos hacia la traviesa de hierro que el frío adorna con una especie de plumón blanco. Tengo miedo. Pero la traviesa de hierro me tienta demasiado. Después de muchos retrocesos y vacilaciones, me decido. Cerrando los ojos, dando un gritito, la agarro de lleno. ¡Ay! Es peor que empuñar una brasa. El metal está casi hirviendo de frío. Noto como se adhieren mis palmas, como se funde mi piel. Me falla el corazón. Mi boca se abre. No grites. ¡Trágate esos infames gritos, Bérénice Einberg! Intento retirar las manos. La epidermis se disputa la carne. ¡Sufre pero no grites! Piensa en el Padre Brébeuf. El Padre Brébeuf no gritó cuando los Indios le pasaron por el cuello su collar de hierro candente. Maravillados del coraje del endeble Rostro Pálido, los rudos guerreros se disputaron su corazón. ¡No pierdas la cabeza, Bérénice Einberg! Sufrir solo está en contra de tu carne. Pegar gritos como una gallina cogida por las patas está en contra de todo tu espíritu. Los Indios sabían que el padre Brébeuf sufría, pero eso no les bastaba. Querían que gritara, que gesticulara, que perdiera el dominio sobre sí mismo, que su orgullo desfalleciera. No te pierdas. Mantén tu espíritu bien apretado entre tus brazos, Bérénice Einberg. Siempre se puede inflar el corazón con suficiente fuerza para no gritar como una gallina cogida por las patas. Tras mi aventura del año pasado, he aprendido que, en semejante situación, solo hay un medio para salir adelante sin despellejarse vivo: sufrir y esperar a que el metal se caliente. Mis manos se cuecen. No tardarán pues en hacer entrar en calor cualquier cosa. Sufro más que el padre Brébeuf. Y no he gritado. He cobrado venganza sobre la traviesa. He vencido. Me sonrío. Me encuentro a gusto. El año pasado… Al igual que el año pasado, ¡desgraciadamente! la gran duquesa de Mingrélie ha venido a pasar aquí sus vacaciones de invierno. Nos llegó ayer, de Dniépropétrovsk, con toda su pompa.

Todavía no ha nevado. Anoche hizo mucho frío. Cuando salí de la abadía esta mañana bien temprano, una espesa escarcha empolvaba los campos y las arenas metalizadas, envolvía los desnudos álamos y las inmóviles cañas, enmascaraba la caseta del jardinero, el olmo y la rueda de la cantera.

En principio solo tanteamos con la punta del pie el fino enlosado de azabache que, hace escasas horas, ha adoquinado el canal en el más profundo secreto de la noche. Como nos sostiene sin chistar ni ceder, nos alejamos de los bordes temblando. Apoyados el uno en el otro, hacemos deslizar prudentemente los pies. Los antiguos habitantes del continente dicen que el canal no tiene fondo por este lado del dique. Si lo tiene, queda lejos. Una vez, hace mucho tiempo, unos ingenieros vinieron a medir a qué profundidad se encontraba. Habían traído una plomada tan larga que su peso ponía en peligro la barca. Se desenrolló todo el cable y la pesa aún bajaba más. El último año, mientras probábamos el hielo tal como hoy, una especie de trueno se puso a rugir bajo nosotros. Del espanto nos quedamos clavados en el sitio, una ancha fisura, relumbrante como un relámpago, corrió entre nuestros pies, huyó por delante ramificándose y fue a perderse entre los cañaverales de cada orilla dejando sobre la oscura superficie la huella de un enorme árbol blanco. El hielo no se quiebra, no da señales de debilidad. Avanzamos con mayor seguridad. Nuestros pasos se alargan y se vuelven pesados, pronto marcan el ritmo de una alocada carrera, de una loca contradanza en pleno ataque de risa. Subsisten las dudas. Falta un testimonio más convincente. Nos dejamos caer sobre el sombrío espejo y lo probamos una última vez aporreándolo con toda la fuerza de nuestros botines reforzados. El hielo se desmigaja pero no se agrieta. ¡Victoria! ¡El hielo está bien! Volvemos corriendo a la abadía. Anunciamos la noticia a Gato Muerto. Gato Muerto frunce el ceño y pide la opinión del jardinero.

—El hielo está bien, —confirma el jardinero.

Aplaudo, salto con los pies juntos.

—¡No hagas tanto ruido! —murmura Gato Muerto. Mingrélie aún duerme.

Sentados en el felpudo de la cancela para no estropear el parqué sin ton ni son, nos calzamos los patines. Gato Muerto ayuda a Christian a apretar sus cordones. Tiene que apretar muy fuerte en el cruce de la lazada mientras Christian enhebra los ojales siguientes. Aprieta con la yema de su hermoso dedo, de su esbelto dedo coronado con una piedra preciosa ojival y rosa. Christian enrojece como una recién casada. Y eso que nunca vi una recién casada. Y el botín debe apretar el pie para que se sienta estable sobre los patines. He tenido que recalcar a Gato Muerto que no me ayude a atarme. Me ato yo sola, así sale. ¡Mala suerte! Gato Muerto enrolla un fular de lana alrededor de mi frente y de mi cuello. Su linda gran mano roza mi cara, su mano ligera, delicada y perfumada como una flor. Me ha ataviado como a una momia. Me asfixio.

—¡Christian! —grita abriendo de nuevo la puerta—. ¡Cuida bien de tu hermana pequeña!

Me coge de la mano. Un día seré yo quien cuide y quien coja de la mano. Bajo los patines de Christian salpica el polvo de diamante, las estrellas vuelan en pedazos. ¡Ahí sale! En seguida coge carrera, lleva la carrera y se desliza como un balandro. Ahora ya se balancea de trecho en trecho como al final de un vals. No sé qué tengo en los pies; nunca he podido aprender a patinar. Me muero por reunirme con Christian, por estar embarcada en su juego, por ser arrastrada con él como por una pendiente, por ser iniciada en el embrujo que tanta gracia y alegría le proporciona. No debe ser tan difícil después de todo. Observo atentamente como hace Christian. Te dejas deslizar sobre un patín, luego sobre el otro, después está tirado. ¡Probemos, una vez más! Adelanto el pie. Esto resbala, esto resbala tanto que pierdo el control, derrapo y me estrello. Me vuelvo a poner en pie. Esbozo otro intento con el patín. Esta vez además me dejo llevar por el deslizamiento y vuelvo a encontrarme boca abajo. Me resigno a caminar, después, con la impaciencia, me animo y me pongo a correr. Mis patines se tuercen, mis piernas se separan de repente y pierdo el equilibrio. Me vuelvo a estrellar de cabeza. Me rompo de nuevo la rabadilla. Llamo a Christian en mi ayuda. Me coge de los hombros y consigo recorrer tres metros sin caer. Me dice que patino como una campeona, me deja caer y se va. No pierdo las esperanzas. Con el tiempo todo llega. Y, engañándome con que Christian sigue sosteniéndome, me vuelvo a poner manos a la obra. Me entrego a fondo. Nadie ha probado su trasero con tal ritmo y tanto entusiasmo. El tiempo mínimo que me concedo para dominar mi arte a fondo se ha agotado sin resultados. Ya no le saco ni gusto ni fuerzas a volverme a levantar. Me revuelco con desesperación. Tanto de espaldas como de morros, pego patadas y puñetazos, maldigo mi impotencia, mi suerte y todo lo demás. Vuelvo a llamar a Christian en mi ayuda. Fuera de sí con el radiante hielo y el aire despejado, Christian disfruta en deslumbrarme con sus habilidades, con burlarse de mí, con hurgar en la llaga. Da vueltas a mi alrededor a la velocidad de un meteoro, ora con la pata en alto, ora reculando. Salta por encima de mí. Frena delante de mis narices, raspando el hielo, haciendo volar la pólvora. Para colmo de males, la gran duquesa de Mingrélie viene a nuestro encuentro. Ella no bromea con los patines. Se ha vestido con tutú y pololos. Haciendo trenzados aquí, yéndose más lejos para girar en peonza, cambiando de nuevo de sitio, parece una auténtica bailarina, parece una mariposa que liba. Rabio de envidia. Sacudo cabezazos y dentelladas al hielo. Camino sobre mi orgullo y, a cuatro patas, me pongo a perseguir a Mingrélie. ¡El guapo de Christian no quiere enseñarme a patinar! ¿Quieres tú, tú?