Hace más bien frío y hay una atmósfera de claroscuro. Miro el cielo. Intento aclarar la funesta efervescencia que inflama mi cabeza, la angustiada ebriedad que abrasa todo mi cuerpo, los febriles vértigos que me provoca. Un banco de nubes denso como un espolón y negro como el azabache se alza a gran altura, por encima del horizonte las cimas marcadas al rojo vivo de una muralla que ha puesto dique a las violentas erupciones de un crepúsculo de otoño. Estamos sitiados. El firmamento va a ser invadido.
El viento sopla en buena dirección. Va a llover. Tal vez sea nuestra última oportunidad. Hay que quemar la hierba esta tarde. Vamos en busca del jardinero. Lo llevamos atosigando con este asunto desde primeros de mes. ¡Mira, jardinero, va a llover, la hierba se va a mojar! ¡Jardinero, mira, sopla en buena dirección, el viento llevará las llamas hasta el río! Abrumado, sin resistencia ni argumentos, el jardinero cede. Se levanta, se pone la gorra y va hacia la abadía a pedir permiso a Einberg para quemar la hierba.
Armados con teas, sembramos de fuego el frente que cubre todo el largo de la isla. La retama, la aulaga, la forrajera y la grama se elevan hasta la cintura, tan secas que crujen, tan pobladas como la arena. Enseguida empieza la masacre, la hecatombe, la deflagración, la catástrofe. Apenas prendidas, en un soplo de viento, las llamas se sublevan, sobrepasan nuestras cabezas, nos desbordan por todos los flancos, nos vemos presos en mitad de un revuelo de garzas. Rápidamente, de una playa a la otra, a galope tendido, mientras golpea el penacho de humo bajo las nubes, que semejan prietas manadas de enormes caballos blancos, las llamas embisten, las llamas se rompen, las llamas claman. Enmarañadas en negros humos, salpicando espuma chispeante, se pliegan y despliegan como una inmensa ola. Gigantescas, espantosas, desenfrenadas, al surcar y expandirse como un maremoto, todo lo arramblan, todo lo devoran, todo lo arrasan. Tras ellas solo queda un fino encaje de cenizas negras que se pulveriza bajo nuestros pasos. El oscuro firmamento enrojece. Todo el páramo crepita. Christian y yo no paramos. Somos los dueños del fuego. ¡Y, créanme, aún falta por ponerle el cascabel al gato! Hay que mantener en toda su longitud la ola incendiaria, vigilar que la más mínima ramita, que la más mínima brizna de paja no escape. Hay que ayudarla a franquear los macizos rocosos, que enderezarla cuando se quiebra ante un charco, que excitarla y alimentarla allá donde la hierba falte, que resucitarla allá donde esté muerta. Hay que anudar y reanudar sin interrupción sus innumerables cuerpos. Hay que ocuparse de todo. Perezoso, despreocupado, con la cabeza en otra parte, el jardinero lo dejaría todo a medias. Me llevo las manos a la cara. Está ardiendo. Llevo las manos a la cara de Christian. Lloran nuestros ojos y sonríen nuestros labios. No paramos de toser. De pie, apartada, con su gato en brazos, Gato Muerto mira como hacemos. En tomo al olmo y a la noria de cantera, hay que cercar el fuego, machacar esta Hidra, hacerla retroceder, luchamos contra ella. Con toda la fuerza, asestamos golpes de pala sobre sus cabezas que se ponen en pie. El viento amaina. La lluvia comienza a caer en forma de granizo. Una vez embriagados, los acres perfumes del fuego nos revuelven un poco el estómago. Unos cuantos escalofríos recorren nuestros brazos. Volvemos a casa. Las últimas cenefas de llama bajan hasta el borde de la orilla y se desvanecen. Ya solo brillan durante la noche pequeños nidos dispersos de brasa. Sigo a Christian, extenuada, con las piernas flojas, doblada en dos, riendo a carcajadas, enganchada de una mano al ribete de su jersey.