¡Christian llega mañana por la mañana! ¡Rápido a la cama! Qué difícil es dormirse… ¡Qué larga será la noche! Antes de que me coja el sueño, mi barco dará cien vueltas al mundo, mi ave volará mil veces de un horizonte a otro. Me despierto. ¡Demasiado temprano! Vuelvo a cerrar los ojos. Me despierto de nuevo. Aún está oscuro. Me despierto, una vez más. Es de día. ¡Por fin! Me vuelvo completamente loca. Salto de la cama, salgo como un cohete de mi habitación. Grito por los pasillos, río, galopo. Bailo y me arremolino como una cuadrilla de polillas alrededor de un farol. Abro la puerta de Christian de un golpe con el brazo. Corro a tirarme a su cama como quien corre a tirarse al río. Como una pelota salto y reboto sobre la llanura donde duerme. ¡Christian! ¡Christian! Aúllo y gesticulo como los Indios en son de guerra. Mantas, sábanas y cortinas vuelan por la habitación como fantasmas en una casa encantada. El plumón de las almohadas nieva, nieva, nieva como en una ventisca de nieve[3]. Le hago cosquillas en la planta de los pies, y sus pies se encorvan. Le hago cosquillas en las axilas y sus brazos se cierran como trampas sobre mis manos. Apenas recién llegado, con los ojos legañosos y la cara abotargada, Christian gruñe, ruge, amenaza, pero permanece fofo, se niega a salirse de sus casillas. Me ensaño. Me repanchingo sobre él. Lo despeino. Le meneo la cabeza por la nariz, por las orejas. Lo lleno de insultos. Poco a poco se tensa, se crispa, se enarbola. La erupción va a desencadenarse. Sus repentinos giros provocan verdaderas sacudidas sísmicas. Lo pillo por un pie y tiro. Desesperadamente se agarra a los largueros. Practico un tirón irresistible. Suelta la prenda y ¡zas!, vuelca sobre el parqué. ¡Ahora sí! Está furioso. Se pone en pie y a la caza. Si me pilla, me retuerce el pescuezo. Tan viva y ágil como un manantial, me escurro entre sus garras. Corre más deprisa que yo. Estoy arrinconada. Soy una cabra acorralada. Aprovecho una sábana y se la lanzo a la cara. Se enmaraña adentro, como en una red, y consigo volverme a zafar. De nuevo me pisa los talones. Va a arrojarse sobre mis hombros. Su bote de canicas preside la cómoda. Lo agarro al paso. Y, por puñados, con el airoso ademán del sembrador, lanzo las canicas bajo sus pisadas. Patalea de dolor y rabia. Se balancea, zangolotea, ya no basta con que recupere el equilibrio. Finalmente cae patas arriba. Me río tanto que me siento borracha y me tambaleo. La risa deja mi cuerpo vacío, me debilita. Siento las piernas flojas. Ya no me tengo en pie. Caigo, tirada en el suelo de risa. Él me agarra, me estruja, me maltrata. Me siento demasiado borracha para reaccionar. Le dejo hacer. Poco a poco, su paliza me despeja. Me zafo. Enseguida me vuelve a atrapar. Nos abrazamos y caemos al suelo. ¡Chúpate esa, asqueroso! ¡Chúpate esa, asquerosa! Nos peleamos como oseznos, como gallos de feria. Como es más grande y más fuerte, no tengo escrúpulos en recurrir a los golpes más bajos. Nos revolcamos, tropezamos con las paredes, rebotamos. Las cómodas se encaran. Los sillones hacen carambolas. La cama remolinea. ¡Ríndete! ¡No! ¡Jamás! Con la rodilla en mi garganta me mantiene pegada al parqué. ¡Ríndete! ¡No! ¡Jamás! Enderezo la cabeza y le muerdo de lleno, le calo por completo con lo que sobra de mi dentadura. Me agarro a su pijama. Los botones de su chaqueta saltan como cohetes. Pero él me duplica en tamaño y fuerza y a la larga acabará conmigo. Mi esfuerzo y picardía solo van a retrasar el inevitable desenlace: mi rendición incondicional. Estoy sin aliento. Me arde la garganta. Me retuerce el brazo. Ya no aguanto más. Abandono. Arrío la bandera. Me rindo. Suplico. Exige que recoja sus canicas. ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Antes el trato de cuerda! ¡Antes la bomba atómica! ¡Recoge tú solo tus sucios ojos de cristal! Estaría muerta en el oscuro ropero donde me ha arrastrado y encerrado si, tras haber oído mis gritos, no hubiese venido el jardinero a liberarme.
Nos ponemos a la mesa. El jardinero sirve el potaje. Disimulamos. No debe notarse que nos hemos peleado. Es un secreto. Es una broma que hemos gastado a Einberg. Metemos la nariz en nuestros platos para evitar que nuestras miradas se crucen. Basta con pensar en él para que me den ganas de reír, Christian se pone la mano de tapadera.
—¡Mira bajo tu plato! —me suelta con voz sorda.
Recelosa, levanto el plato lleno de caldo. Hay una nota. La escamoteo y la despliego sobre mis rodillas. Algo cae al suelo. A cuatro patas bajo la gigantesca mesa, busco en la oscuridad. Pongo la mano en un lazo negro donde una pequeña pieza tornasolada similar a un ojo de gato está ensartada. Se trata de un sol de marfil coronado de rayos ópalo y zafiro. ¡Ópalo y zafiro! ¡Qué bonito! Cómo brilla. Doy un grito de alegría. Subo a la superficie. Me noto colorada de alegría. Espontáneamente, con entusiasmo, enseño la joya a Einberg ¡Mira, Einberg, qué bonito es! ¡Qué luminoso! ¡Me lo ha regalado Christian! Leo la nota aspirando emoción y amor. «Espero que la paliza de esta mañana te haya servido realmente de lección. Es un auténtico amuleto. Las piedras preciosas son auténticas. Me lo regaló un escultista zulú. Tu hermano Christian» Anudo el lazo a mi cuello. Y con voz estridente, ante Yaveh, juro a Christian que jamás se separará de mí. Desde el fondo de su silla de coro, Gato Muerto sonríe. En la otra punta de la mesa, Einberg cierra los puños, le crujen los dientes. Noto como le tiemblan los pantalones a Christian. Einberg clava en él una mirada lo suficientemente nociva como para envenenarlo.
—¿Qué es eso? —le ladra—. ¡Responde! ¿Qué es eso?
—Es un amuleto, —contesta Christian con un soplo de voz y las orejas rojas de vergüenza—. Un sol zulú. Sirve para su culto.
—¡Quítate eso, Bérénice Einberg! ¡Devuélveselo, y rápido! Y pide perdón a Yaveh por tu ridículo juramento. En cuanto a ti, Christian, ¡deja en paz a mi hija!
Me pone a rabiar. Estoy hasta la coronilla de las estupideces de este chiflado. Se me inflan hasta los dedos de los pies con su guerra de los Treinta Años.
—¡Acaso piensas que te tengo miedo, Mauritius Einberg! He dicho que conservaría el amuleto y lo mantendré. Si me lo quitas, lo lamentarás. ¡Te mataré!
Gato Muerto se levanta y acude a mi rescate. No va a dejar escapar una ocasión tan buena para lanzarse sobre Einberg.
—¡Sus gritos de alarma son absolutamente ridículos, Mauritius Einberg! ¡Está usted enfermo! ¡Está loco de odio! Frenarlo todo, ¿no? ¡Destruirlo todo! ¡La mínima señal de felicidad os escandaliza, os saca de quicio! ¡Que estos niños se complazcan os estriñe! ¡Verlos quererse os hace vomitar y reventar el pus! ¡Cómo os entiendo! ¡Cuánto os compadezco!
—¡Me reservo el derecho de educar a mi hija como mejor me parezca! ¡Si quieres hacer de tu hijo un mentecato, eres libre! ¡Pero no toques a mi hija!
—¡Me reservo el derecho de proteger a mis hijos del morboso odio que os corroe!
¡Zas y zas! ¡Chúpate esa! ¡Y vuelve a por otra! ¡Pum! ¡En plena jeta! ¡Así aprenderás, asquerosa! ¡Pam! ¡En tu narizota! ¡Así aprenderás, asqueroso!