Esto es una isla. Un largo campo rodeado de juncos, eneas y alamillos alborotadores. Una larga galera vikinga anclada a flor de agua en la orilla de un gran río. Un gran barco cuyos flancos, cargados de hierro y carbón, están casi hundidos, cuyo único mástil es un olmo muerto. La abadía de piedras secas donde vivimos es lo bastante grande como para perderse. Sus cuatro tejados de tejas rojas son más puntiagudos que las hojas de un hacha, más escarpados que los acantilados. Son tan altos que, encaramados arriba, podemos ver la ciudad extenderse como una inmensa red gris al otro lado del bosque, podemos ver entrar el río en el océano. Pero el puente es incluso más alto. Los tejados de la abadía aparentan ser cuatro, pero solo son dos. Y se entrecortan de tal forma que a vista de pájaro la abadía parece un crucifijo. Gato Muerto me explicó por qué, pero no entendí nada. De todas formas, Jesucristo murió en una cruz. En cada ángulo entrante, al pie de cada lima hoya, se erige una pequeña torre. Son atalayas. Antes, las monjas se colocaban dentro para disparar a los Indios. Por encima de los tejados cruza el puente ferroviario. Siempre he tenido miedo de que se derrumbe encima de la abadía y la haga trizas. El puente tapa el sol. Siempre está oscuro en la abadía. El puente es tan amplio que, abrazada por sus negras y enormes columnas de hierro, la abadía parece un cervatillo durmiendo entre las patas de un elefante. «¡Señorita Bérénice!» Es el jardinero que anda a gritos tras de mí. La antigua rueda de cantera aún gira. Más alta que una gran rueda alemana de circo, las monjas la construyeron para explotar hierro y carbón. Con el carbón fundían el hierro. Vertían el hierro fundido en los moldes de cañón. Y con los cañones, disparaban a los Indios. Cuando llega la hora de cenar, corro a esconderme en una de las vagonetas de la rueda de la cantera, y espero a que el jardinero me encuentre. «¡Señorita Bérénice! ¡Señorita Bérénice!» Sabe que me escondí en la rueda de la cantera, pero no sabe en qué vagoneta. Es demasiado viejo para trepar. Tiene que hacer girar la rueda para saber en qué vagoneta me escondo. Fijo la mirada en el cielo y, cuando la noria se pone a girar, las nubes se ponen a correr.
Cenamos en la zona baja del refectorio, al borde de la mesa de vigas viejas donde quinientas monjas cenaban hace doscientos años. La mesa es tan larga que Gato Muerto y Einberg, que ocupan las puntas, parecen enfrentarse desde uno y otro extremo del camino. El sitio de Christian y el mío están cara a cara, a mitad de camino. Gato Muerto ocupa la silla ancha y alta del coro, reservada al obispo itinerante. El respaldo está más esculpido que un bajorrelieve. En vez de brazos, unos leones damasquinados escupen su lengua. A Gato Muerto no le gusta la luz. Cuando un haz de sol se cuela por el hueco de las cortinas y se planta en el parqué, su cara se tensa y entristece. Pese a la necesidad de odiarla, me siento tan fascinada por mi madre como por un ave. La admiro. Al verla estar y al verla hacer, me siento tentada a imitarla, siento que es así como yo tendría que ser y actuar. Encuentro sus ojos hermosos, sus manos hermosas, su boca hermosa, sus vestidos hermosos y su manera de servir el té hermosa. La miro comer como quien mira comer a un pelícano. La miro estar sentada como quien mira volar una golondrina. La temo tanto como se teme a una bruja. Cuando me descubro irguiendo la cabeza, acariciándome los labios o fijando la mirada como mi madre, me enfado conmigo misma. Es una influencia, un hechizo a romper. Es el enemigo a batir.
Mi madre está siempre en la luna. Al verla pasar por mi vida con la nariz en alto y la mirada atónita, uno podría decir que está en otro mundo, que se pasea por otro siglo, que desfila al son de la trompa entre dos tupidas filas de arqueros con casacas brocadas, que deambula por un cuento. Me sobrepasa. Se me escapa. Se escurre entre mis ojos como se escurre el agua entre los dedos. Para mí, está claro: ella es un peligro, una amenaza terrible. Es el sol que abrasaría mi alma si no huyese ni me defendiera de él. Ocupa el umbral de mi vida con una presencia compacta, pesada, casi sofocante. Sacude en él como el mar en los flancos de un navío. Si abro, si entreabro, ella me penetra, me invade, me ahoga, me hundo. Sin quererlo, me hechiza. Ha hechizado a Christian. Sin levantar un solo dedo, se ha impuesto sobre él como las manos sobre la arcilla. Para él, solo existe ella; es su única idea, su única fuerza. Lo encuentro indigno. Cada vez que la ve, la mira como si se le apareciera. Se la comería. Cuando ella está triste, se desespera, cree que es porque él ha hecho algo malo. Cuando llora, es porque la ha visto llorar. Me da rabia verles hacer cuando están juntos. Eso me da náuseas. Me recuerda que antes yo era como Christian. Intento meterle en la cabeza que no se deje manejar. No quiere entender nada. Es irrecuperable. Ella lo ha hechizado tal como el encantador de serpientes hechizó a la cascabel. Qué desgraciada sería si estuviera hechizada como antes, cómo sufriría. Mi madre es como un ave. Pero yo no quiero que sea así. Quiero que sea como un gato muerto, como un gato siamés ahogado. Exijo que sea algo horrible, extremadamente repelente. Mi madre es extremadamente repelente. Mi madre es horrible y repelente como un gato muerto al que devoran los gusanos. Que mi madre no sea realmente como un gato muerto no tiene mayor importancia. Hay que ver a las cosas y a las personas diferentes de lo que son para no ser avasallado. Para no sufrir, solo hay que ver en lo que se mira aquello que podría liberarnos. Solo hay de verdad lo que debo de creer de verdad, lo que me es útil creer en verdad, lo que necesito creer de verdad para no sufrir. La Sra. Einberg no es mi madre. Es Gato Muerto. ¡Gato Muerto! ¡Gato Muerto! ¡Gato Muerto!
Comemos tranquilamente, sin decir ni mu, como las vacas. Las tupidas cortinas de terciopelo tapan los huecos ventanales. Solo las pálidas arañas de diamantes amarillos, que cuelgan como con disimulo del fondo de los tenebrosos espacios intermedios, proyectan algo de luz. Los arabescos grises corren y se entrelazan por encima de los oscuros entrepaños. La escasa claridad luce sobre el parqué barnizado. La abadía tiene cuatro alas. Nuestras habitaciones ocupan el ala orientada hacia lo más ancho del río. El dormitorio de Gato Muerto está bajo los tejados, justo por encima del agua. Duerme sobre las pieles de llama amontonadas encima de las losas grises y negras. Los rayos de la luna se irisan al traspasar el mosaico que sirve de pared, mosaico donde Gato Muerto, sin preocuparse de su orden, ha soldado unas con otras las piezas de las vidrieras de la capilla. La capilla fue techada y transformada en salón de estar. Pero para nosotros, sigue siendo «la capilla». Gato Muerto es una amante de los trenes. Lo que sobre todo le gusta de ellos es la tormenta que levantan en la noche. Pasa a menudo durante la noche. Cruzan justo por encima de nuestras cabezas, es como si rodaran por el tejado. Hacen temblar los muros. Menean nuestras camas. Cuando se anuncian, Gato Muerto se despierta, se levanta, corre hacia el ojo de buey y lo abre. Se alza de puntillas. Los escucha venir, cruzar y alejarse. Una calzada empedrada une la isla con el continente. Gato Muerto se lamenta de este istmo. Habla de aniquilarlo, de crucificarlo. En primavera, cuando la crecida lo engulle, da la vuelta a la isla en canoa, todos los días, varias veces al día. En primavera el río crece, se agranda. Algunos años, inunda toda la isla y pasa por encima. Entonces solo quedan ya el olmo, la copa de los álamos y la rueda de la cantera que sobrepasan el agua tan lisa y blanca como un espejo. La abadía es de Gato Muerto. No me gusta vivir aquí. Aquí solo vivo a la espera, en estado latente. Christian no está aquí. Su sitio en la mesa, frente a mí, está vacío, tan vacío como debería estar su sitio en mi cabeza. Ya es septiembre… Christian está en vísperas de regresar. Pasaremos una o dos semanas juntos. Acto seguido… Einberg asegura que el lugar de un chico de su edad está en el instituto… Todo el mundo se pelea por quitármelo. Christian es como un trofeo. El más fuerte se lo lleva. Se equivocan, Einberg y Gato Muerto. Christian. El más fuerte soy yo. Quien acabará por tenerlo soy yo. Lo apartaré de ellos, tal como apartaré a Constance Chlore de su horrible familia. Tener a alguien metido en la cabeza es como tener clavada una espada. Quiero entrar, como una espada, en la cabeza de Christian. Y su espada, partirla con mis rodillas. Y la espada de Constance Chlore, romperla. La espada del Dios de los Ejércitos, la hago trizas. Mi corazón, me lo arranco, lo lanzo al río.