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Cuando era más pequeña, era más tierna. Amaba a mi madre con todo mi dolor. Siempre tenía ganas de correr para lanzarme contra ella, de abrazarla por las caderas y de enterrar mi cabeza en su vientre. Quería trasplantarme en ella, formar parte de su dulzura y de su belleza. Llegado con la razón, el orgullo me ha hecho odiar el amargo vacío que se forma dentro del alma a fin de que amemos. Ahora, lo que hace falta es romper por completo con la Sra. Einberg, es volver del todo nula a esta mujer. Aborrezco necesitar de alguien. El mejor remedio para no necesitar de nadie es excluir a todo el mundo de tu vida. Lo que tengo que hacer, lo sé: conjurar los poderes que el mundo aúna en mi contra, responder mediante otros atentados a los atentados a la soledad cometidos contra mí. Tengo que crecer, que prolongarme en altura, hasta reemplazarlo todo, hasta planear por encima de las montañas más altas. Tengo que levantar un andamio, que construir una escalera, una escalera tan alta que podré meter las manos en el firmamento. Cuando descienda, tendré los cabellos llenos de azur, como cuando sales del río y tienes los cabellos llenos de agua. Mi madre es un ave. Las aves no nos quieren. En seguida que nos ven, huyen. Cuando atrapas una, forcejea. Incluso si le dices que la quieres, quiere marcharse, no quiere quedarse contigo. A los perros y a los gatos les gusta dejarse acariciar. A las aves no les gusta eso. Una vez, intenté coger una gallina entre mis brazos. La encontraba bonita. Pegó unos gritos de muerte. Me pegó aletazos en la cara. Me arañó los brazos hasta aflorar la sangre. Mi madre es como un ave. Cuando la cogía entre mis brazos, se ponía tiesa, se resistía. ¡Quédate quieta! ¡Vete a jugar fuera! ¡Me haces daño! ¡Ya basta! Era como si yo le pusiera trabas, como si ella tuviera algo urgente que hacer. Me quiere, pero de una forma curiosa. Tenía la impresión de que no había suficiente espacio en su vida para que yo viviera allí. Quería dormir con ella. Me colaba en su habitación en mitad de la noche. Me subía a su cama, una cama grande que tenía ruedas de vagoneta en vez de patas. Me acurrucaba contra ella. Se despertaba, me sonreía, me cogía en hombros y me volvía a llevar al dormitorio. ¡Pórtate bien! Cuando estaba sentada entre las flores, iba a sentarme encima de ella y la cogía del cuello. ¡Ve a jugar como una niña buena! ¡Deja a mamá tranquila! ¡Mamá está cansada! Cuando paseaba, la seguía, me colgaba de su vestido. Me dejaba seguirla sin preocuparse de mí. Después se volvía y me decía que ya había jugado bastante conmigo. Ahora, se acabó. Ya no la quiero. No me iba a pasar la vida dejándome rechazar como si apestara. Me las arreglaré yo sola. Ya nunca intentaré clavar su mirada de halcón azorado. Ya no reclamo su atención. En ella, todas las puertas y ventanas están tapiadas. En ella, es como si estuviera en una casa donde ya no vive nadie. En el fondo, nadie tiene madre. En el fondo, yo soy mi propia hija. Ahora, cuando me sonríe, vuelvo la cabeza. Cuando coge mi barbilla en su mano, retiro su mano. Cuando coge la escopeta y dice: «¡Venga!, ¡vamos a dar una vuelta al continente!», le digo que me deje en paz. Cuando me habla, no respondo. ¡Venga!, ¡vamos a trepar por los tejados!, ¡déjame en paz! A menudo, se sube a la abadía. Le encanta caminar por los tejados, sentarse a horcajadas en el caballete. Los tejados son abruptos, las tejas se descuelgan bajo los pies. A menudo, está borracha. Por la noche, bebe. Se sienta a oscuras en el sillón de la sala de estar y bebe, tranquilamente. Ha puesto sus pies desnudos en la mecedora tapizada y acaricia a su gato con la yema de los dedos de sus pies. Se oye ronronear al gato. Se oye caer el alcohol en la copa de balón. No se oye nada. «Sueño constantemente con los navíos de mi juventud, desde que zozobraron en el mar de las Estrellas» (Nelligan).