Tengo la cara cosida a granos. Soy tan fea como un cenicero lleno de colillas y chicotes. Cuanto más calor hace, más me escuecen los granos. Tengo la cara roja y amarilla, como si a la vez tuviera ictericia y sarampión. Mi cara se vuelve dura, espesa, arde. Mi piel se escama como la corteza de los abedules.
Entramos en la sinagoga. Nos pasamos media vida en la sinagoga. Somos asiduos a la sinagoga. Preferiría que nos inclinásemos por el vino. Einberg me sujeta de la mano. Einberg deja escapar mi mano y me empuja a un banco. El rabino Schneider lee en su gran libro rojo de cantos dorados.
«Todos los arrogantes, todos los impíos serán solo paja. Arderán con el fuego que viene, —dice Yaveh de los Ejércitos. Él no les dejará ni raíces ni hojas.»
—¡Caca de la vaca!
Escudriño en los ojos de la mustia asamblea. Patino con la mirada por entre sus hombros; la lanzo por encima de sus sombreros. De rostro en rostro, la misma cara anónima y repulsiva se reproduce. Ningún rastro de Constance Chlore.
«Sabed por quien velo: por el humilde, por aquel que tiene el corazón roto y tiembla ante mi palabra.»
—El corazón roto… ¡Caca de la vaca…! ¡Como en las canciones de amor!
El rabino Schneider viene a vernos. Iba a estrechar mi mano y a pellizcarme la mejilla. Pero, visto el estado de mis mejillas, se contenta con estrechar mi mano. Cuando el rabino Schneider viene así a vernos, siento ganas de no haber sabido nunca hablar, de no pronunciar una palabra más durante el resto de mis días. Tengo ganas de irme, de haberme ido para siempre. Alguien que me aborda es alguien que quiere algo, que tiene algo que cambiar por algo que para él es de mayor valor, que tiene metida una idea entre ceja y ceja. Los veo venir de lejos. Vienen a venderme algo. ¡Gracias! No necesito nada. ¡Volved en otra ocasión! Cuando volváis de nuevo, no fallaré el golpe. Estaré repleta de serpientes y os las lanzaré a la cara. Cuando necesito algo, lo cojo, como un grandullón. Nunca pregunto. Nunca perdono. No sonrío ni antes de coger ni después de haber cogido.
Salimos de la sinagoga. En la calle, sopla el viento, las luces y las sombras tiemblan. Hace calor, Einberg me coge de la mano. Al final de la acera, nos espera nuestro automóvil. Caminamos detrás de una siniestra columna de hombres con sombrero y traje negros. Einberg no puede caminar deprisa: fue herido en alguna guerra… Una esquirla de obús[2], agua pasada*… Ja. Ja. Cojea* . Tengo ganas
de hacer cabriolas. Me sujeta por la mano, me agarra bien. No puedo cabriolear.
—¡Caca de la vaca!
—Te prohíbo blasfemar. Te prohíbo pronunciar esas palabras.
—¡Caca de vaca! ¡Caca de vaca! ¡Caca de la vaca!
—Sigue y te suelto un par de bofetadas.
—Tu mujer dice «vaya cabronada» tanto y más.
—Te prohíbo que la señales de esa manera.
—¡Vaya caca!
—Otra «caca de vaca» y te encierro en tu habitación durante el resto del día. Y sin comer.
—¡Caca de la vaca! ¡Crees que eso me da miedo!
No le tengo miedo. Además, nunca lleva a cabo sus amenazas de encerrarme durante el resto del día. Cuando se molesta en darme un par de bofetadas, se siente absuelto de sus deberes de padre durante un buen tiempo.
—¿Por qué me sujetas todavía de la mano?
Intento liberar mi mano. Cuanto más tiro, más aprieta. ¡Es fuerte, es un adulto! Cuando Constance Chlore me coge de la mano, no es lo mismo.
—¿Por qué nunca respondes a mis preguntas? ¿Por qué no me dejas en paz, si tan poco te importo? ¿Por qué eres tan malo?
Einberg no responde. Presta atención a las casas.
—Sabes, Einberg… Las personas impías y arrogantes…
—Arderán como paja con el fuego que viene, —dijo Yaveh.
—No les dejará ni raíces ni hojas, como al olmo.
Cuando sea mayor, seré arrogante e impía. Me habrán crecido unas raíces tan gordas como las columnas de la sinagoga. Tendré unas hojas tan grandes como velas. Andaré con la cabeza bien alta. No miraré a nadie a la cara. Cuando el fuego que viene venga, quemará mi piel, aunque mis huesos no flaquearán, no doblaré el espinazo.
—Esconderé la cabeza como un avestruz cuando el fuego que viene venga. Me dará mucha vergüenza. No quiero estar de pie en el cadalso cuando los impíos sean masacrados.
No marcharé con Yaveh. Marcharé contra las llamas y sus ejércitos. Si es absolutamente necesario pertenecer a un bando, prefiero ser del bando de los malos. Los granos me vienen de nuevo a la mente. De repente, la quemazón que almidona mi cara me resulta agradable. Me impregno de dolor, lo avivo, lo paladeo, me deleito en él. Lo provocan las mismas llamas que abrasarán a los arrogantes y a los impíos.
—Sabes, Einberg… los demás, los humildes, aquellos que tiemblan…
—¡Sí! ¡Sí!
—Si tiemblan, ¿no es porque tienen miedo?, ¿acaso no es porque no tienen suficiente orgullo y coraje? Este año, había un chico en nuestra clase que se dejaba pegar por las niñas. Las chicas le robaban las canicas y él corría a llorar a las faldas de la señora Ruby.
Einberg ya no oye. Cuando ha oído la primera palabra de la primera frase de lo que digo, ya ha oído bastante. Está hasta las orejas. La mayor parte del tiempo me ignora. ¡Pedazo de ignorante! Cuando la Sra. Einberg no le discute mi posesión, me encuentra totalmente desprovista de interés. Cuando me riñe, le cuesta.
Camino por el pantano, con la cara entre las hojas de los álamos, de álamo en álamo. El pantano es el suelo del cielo. Los álamos, el baile, son las bailarinas del cielo. El agua y las eneas me llegan hasta las rodillas. Hace un rato me caí de bruces y mi vestido nuevo está completamente mojado. El mismo Einberg es quien compra mis vestidos. Los álamos tienen patas, como los seres humanos. Como las mujeres, llevan una falda: es su follaje. Se la han remangado para bailar en el agua. Los árboles crecen en la tierra. Cuando miramos hacia arriba entre las ramas de un árbol, el cielo se llena de hojas y se podría decir que es en el cielo donde los árboles crecen. Sopla el viento, a ráfagas. Hace que las hojas tintineen. Parece una tormenta sobre el asfalto. Parece una lluvia de monedas. Me encaramo a una loma y no me muevo. Miro. Espero. Espero a que el tañido de las hojas y el calor del viento hayan terminado de invadirme. Espero a estar completamente disuelta entre el viento y las hojas. Las hojas tienen un lado mate y un lado brillante. Una rana salta sobre mis pies, se queda ahí paralizada. La rana está fría y limpita. Mis pies están sucios y calientes. Entorna los ojos, lentamente, como si se durmiera. ¡Plaf! Ha vuelto a sumergirse en el agua. Las ranas tienen los ojos saltones y sus párpados no tienen pestañas. Al igual que los leopardos, su piel es ocelada. Las ranas que se ven en la hierba son verdes. Las que se ven en los sembrados son pardas. Las mujeres que llevan zapatos rojos van con un bolso rojo. Las que llevan un bolso negro van con zapatos negros. Christian no ha regresado aún. Estoy bajo los efectos de la espera.