Y DE PRONTO, LA GUERRA

Las cuatro hermanas se volcaron en los preparativos de aquella fiesta estival. La zarina, por su parte, olvidando durante unos días su nulo entusiasmo por la vida social y su aún más nula simpatía por las damas de la aristocracia, se dispuso a firmar con ellas un armisticio. Uno que diera tregua a sus lenguas para convertirse (como ella también pensaba hacerlo) en amables matronas, en chaperonas y carabinas, mientras los jóvenes se entregaban al eterno y siempre delicioso ritual del cortejo.

Sin embargo, al tiempo que se cursaban las invitaciones para que los planes de flirteo se pusieran en marcha, revoloteaba sobre nuestro palacio de Aleksandr otro dios Eros menos democrático, más institucional, digamos. Nicolás y Alejandra, que habían tenido la fortuna de casarse por amor, deseaban para sus hijas igual suerte. Pero, por otro lado, como pudo verse en el caso de Olga, su buena predisposición no llegaba tan lejos como para permitir que se convirtieran en señoras Voronov o Demenkov. Tal vez por eso ese verano se recibieron dos propuestas matrimoniales de parte de herederos de países amigos, ambas para la mayor de las hermanas, que según la tradición debía ser la primera en abandonar la soltería. Uno de estos aspirantes era bien parecido, provenía de un gran país y estaba destinado a protagonizar una de las historias de amor más sonadas de todos los tiempos. Hablo del futuro Eduardo VIII de Inglaterra, más conocido por la chismología universal como duque de Windsor y futuro marido de Wallis Simpson. No se sabe si lo que abortó la operación Cupido antes de que se materializara fue el poco entusiasmo que el joven príncipe sentía al menos por aquel entonces por el sexo opuesto o si fue, tal vez, una sombra aún más alargada la que se ocupó de hacerlo. Me refiero a la de la hemofilia que planeaba sobre ambas familias y que, sin duda, habría multiplicado su amenaza si sus sangres volvían a mezclarse. Sea de una manera u otra, el romance entre «cousin D», que era como él rubricaba sus cartas (puesto que en familia lo llamaban David) y «cousin Olga», que fue como ella firmó la única que llegó a dirigirle, no de un breve intercambio de palabras tan amables como poco comprometedoras.

El segundo pretendiente tuvo algo más de recorrido. Se trataba de Carol, príncipe heredero de Rumanía, y tal era el interés de la familia imperial que incluso se organizó una visita a Constanza para que los jóvenes se conocieran. El muchacho, que según apunta una de las grandes duquesas en su diario tenía «un acné imposible», no debió de ser del agrado de Olga, porque inmediatamente OTMA puso en marcha una estrategia destinada a boicotear el romance.

«Tenemos un plan —escribió Anastasia en su diario— para que Carol salga corriendo y se olvide de Olga de por vida: las cuatro nos presentaremos en Constanza quemadísimas por el sol. Cuando nos vea así, del color de un guardia abisinio, seguro que se lo piensa mejor…».

Ya fuera por el curioso plan de OTMA o debido a otra circunstancia, lo cierto es que tampoco hubo compromiso con Carol. Y Olga, recordando seguramente a su amado Pavel Voronov, escribió por esas fechas en su diario: «Estoy muy contenta. Le he dicho a papá que quiero seguir siendo rusa toda mi vida y él ha prometido no forzarme».

Triste caso de plegarias atendidas, porque ese «quiero ser rusa toda mi vida» estaba destinado a convertirse en tan profético como trágico. Visto con la perspectiva que da el tiempo, uno no puede por menos que reparar en que, si Carol no hubiera sufrido aquel «acné imposible», tal vez Cupido habría hecho de las suyas y entonces Olga, convertida en princesa heredera rumana, se habría salvado de morir junto al resto de su familia.

Es triste ver de qué pequeñeces depende el destino de las personas.

En lo que a mí respecta, en aquel caluroso mes de julio del año 1914 mis preocupaciones eran más bien de tipo laboral. La naturaleza seguía su curso y, a punto de cumplir los doce años, había dado tal estirón que me cambió la voz de un día para otro y le llevaba ya cabeza y media a Iuri.

—Un día de estos te encontrarás con que Antón Petrovich decidirá que ya no sirves para este trabajo —me decía él con tristeza—. Es lo malo que tiene ser «normal», Chiquitín. Yo en cambio nunca pasaré del metro veinte, el perfecto y eterno water baby. Me va a dar pena perderte, así que hazme caso, si no quieres que te manden a casa con lo puesto antes de Navidad, búscate padrinos. O madrina —continuó Iuri—. Tu madre sigue en buenas relaciones con la doncella personal de Ana Vyrubova, supongo. Habla con ella, de algo tiene que servirte tener amistades influyentes.

Así, siguiendo los consejos de Iuri, un par de días más tarde me hice el encontradizo con Lara Aleksandrovna. Es cierto que ella era vieja amiga de la familia y que, por indicación de mamá, yo la llamaba tía Lara, pero desde luego no era lo que se dice accesible. «Tímida», así la describía mi madre, pero tímida y seca o arisca son con demasiada frecuencia palabras gemelas. Por eso no me resultó fácil entablar conversación, aunque tanto insistí y rogué que al final accedió a ayudarme. Incluso, después de protestar un poco, dijo tener amistad con Kharitonov, uno de los cocineros imperiales, y me prometió que hablaría con él. De todos modos, por eso de que Dios ayuda a quien se ayuda, por mi parte decidí tener los ojos abiertos en previsión de que surgiera la posibilidad de encontrar trabajo en otra dependencia de palacio. En las caballerizas, por ejemplo, o como aprendiz de jardinero, lo que me permitiría continuar viendo de vez en cuando a las grandes duquesas. Trabajar en los sótanos donde estaban situadas las cocinas era condenarse a vivir en un lugar tan oscuro como las estufas reales, pero sin la libertad que había disfrutado hasta el momento con Iuri.

Alguien me habló entonces de una solución intermedia o, mejor dicho, temporal pero muy atractiva. La posibilidad de apuntarme al centenar de criados, operarios y ayudantes de todo tipo que se necesitarían para la organización de la fiesta en Livadia. Tuve suerte y me eligieron, y me las prometía felices —pensando en los días que iba a pasar viendo con frecuencia a Tatiana, observando a sus hermanas y a ella mientras jugaban al tenis con el zar o espiando cómo paseaban por el jardín— cuando el mundo en que vivíamos tocó súbitamente a su fin. Era el 29 de julio de 1914.

Un mes antes, el heredero del Imperio austrohúngaro había sido asesinado por un anarquista serbio, Gavrilo Princip, mientras realizaba una visita oficial a la ciudad de Sarajevo. Al principio se pensó que el incidente se saldaría con una enérgica protesta por parte de los austríacos y una sentida disculpa de los serbios. Sin embargo, la siempre imprevisible rueda de la fortuna no giró esta vez en el sentido de la cordura. Lo impidió la vocación expansionista de las grandes potencias europeas: Alemania y Austria, por un lado, Inglaterra y Francia, por otro. Si a ese cóctel de egos y ambiciones añadimos otros ingredientes, como viejas alianzas que obligaban a unas potencias a apoyar a otras y —en el caso de nuestro zar— un excesivo sentido de la lealtad para con los serbios, ya tenemos la inflamable mezcla que llevaría a Europa a la catástrofe.

Durante unas semanas Nicolás II intercambió largos cablegramas con su primo el káiser. Es lo que se conoce en la Historia como la famosa «Correspondencia Willy-Niky», así llamada por los motes familiares que ambos utilizaban para comunicarse con la confianza que da ser parientes cercanos. Dichos cablegramas estaban escritos en el idioma de la familia, el inglés, y denotan la personalidad de cada uno. La de Willy, astuta y megalómana, ordenando a su primo lo que debía hacer: según él, quedarse de brazos cruzados ante la invasión austríaca de Serbia. La de Niky, leal y empecinada, empeñado en intervenir en ayuda de los serbios. Algunos piensan que Willy llevaba años esperando una ocasión así para ampliar su zona de influencia y que por eso engañó a Niky prometiéndole que no movilizaría a su ejército en apoyo de Austria. Otros opinan que Niky nunca debería haber sido el primero en mover sus tropas hasta la frontera, según él solo como un gesto, según el resto de los observadores como una provocación. Y desde luego, lo que pensaban todos, incluidos los ministros de Niky, era que se avecinaba una guerra tan equivocada como desigual.

«Más que un error, es un suicidio, majestad. Nuestra situación política y social no puede ser más catastrófica, con millón y medio de personas en huelga, con protestas y disturbios todos los días en San Petersburgo y Moscú. —Eso le dijeron al zar sus consejeros antes de añadir—: Y la situación económica aún es peor, por no mencionar lo mucho que el enemigo nos lleva de ventaja en todos los campos: por cada diez kilómetros de vía férrea nuestra, los alemanes tienen cien; por cada fábrica rusa, ellos tienen ciento cincuenta. En realidad, lo único que nosotros tenemos son hombres».

En efecto, con una población que rozaba los ciento cincuenta millones de almas, teníamos más hombres que nadie. Por eso, en pocos días se logró movilizar un millón y medio de soldados y muy pronto habríamos de enviar otros cuatro millones y medio. Luego, a lo largo de toda la contienda, nada menos que quince millones y medio de hombres se unirían al frente.

Ya no habría en Livadia fiesta ni operación Cupido, tampoco vestidos blancos ni tocados de flores. Los oficiales de su majestad vestirían sus uniformes, es cierto, pero no para encandilar a las grandes duquesitas o bailar una quadrille, sino para marchar al frente. Todo San Petersburgo se reunió ante al Palacio de Invierno para escuchar la proclama de Nicolás II y vitorearlo hasta perder la voz. Porque en un momento así, con la patria ofendida, el pueblo entero se lanzó a la calle para apoyarlo. Allí estaba la zarina resplandeciente, casi tan hermosa como cuando era joven, con el ala del sombrero alzada para que todos pudiésemos admirarla. El zarévich Alexei no pudo asistir por estar recuperándose del enésimo episodio de su enfermedad, pero sí lo hicieron sus hermanas vestidas iguales, con espectaculares tocados blancos que enmarcaban sus rostros, a cual más emocionado. La multitud no dejaba ni un segundo de vitorear, aclamar, bendecir a su emperador, incluso a su emperatriz. Hombres y mujeres alzaban a sus hijos pequeños ofreciéndoselos a Nicolás: «¡Es mi hijo, tómalo, Rusia lo necesita! ¡Esta es mi sangre, tuya es también!».

Iuri y yo nos escapamos de palacio para ver el desfile; de ninguna manera queríamos perdernos el espectáculo. Un hombre desdentado que había junto a nosotros gritaba: «¡Que Dios esté contigo, batiushka, juntos hasta la victoria!». Y un poco más allá una mujer, el cuello deformado por el bocio, logró abrirse paso entre la muchedumbre y trepar a un repecho para que se le oyera mejor: «¡Todo sacrificio es poco para salvar la patria! ¡Mándanos y te obedeceremos!». Ondeaban las banderas, retumbaban las salvas de los cañones al paso de las tropas y el santísimo icono de la Virgen de Kazán, nuestra más sagrada reliquia, fue paseado en procesión por toda la ciudad mientras un centenar de popes bendecía a los soldados.

Nunca antes se había visto tanta exaltación, tanto fervor. Había lágrimas en los ojos de todos, salvo en los míos. No podía permitírmelas. Debía evitar como fuera que nada nublara mi visión de Tatiana Nikolayevna y el modo en que sonreía a la muchedumbre. Aunque, en realidad, parecía hacerlo solo para mí.

¡Dios Salve a Rusia! ¡Dios salve por siempre a nuestro zar!