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Dos Rusias distintas se establecieron ese día una al lado de otra. La de las clases dirigentes que estaban a punto de perder su cita con la Historia y la de los trabajadores marchando hacia el poder.

Memorias de Aleksandr Kerenski

Aquel episodio con el ex guardia imperial del cuchillo y la cabellera rubia al cinto fue todo lo que necesitaba para convencerme de que debía regresar a Tsarskoye Selo. Era difícil decir qué podía pasar a partir de entonces en nuestra amada Rusia, pero, fuera lo que fuese, quería estar cerca de Tatiana y su familia cuando se produjera. Casi podía imaginar las burlas de Iuri al verme. «Vaya, vaya, pero si aquí tenemos al caballero Leonid presto a auxiliar a damiselas en apuros». O si no: «¡Revolucionarios, temblad, aquí está Chiquitín para defender el imperio!». Pero sus sarcasmos eran lo de menos. Lo importante era ver cómo podía llegar al palacio de Aleksandr. Averiguar, por ejemplo, si la vía férrea estaba de nuevo expedita o si, por el contrario, debía prepararme para recorrer a pie las muchas verstas que nos separaban. Lo que no pensaba de ninguna manera era contarle mis intenciones a tía Nina. Desde el episodio del beso veía peligros y milicianos por todas partes. Razón no le faltaba. Después del primer y redentor estallido de libertad, llegaron los pillajes, los saqueos que tenían como víctimas principales a familias cercanas a los Romanov. Grupos espontáneos se habían organizado en cuadrillas y patrullaban las calles en busca de los que llamaban traidores a la libertad. Por las calles se veían hombres y mujeres con pañuelos rojos anudados al cuello cargados con candelabros de oro, cajas de malaquita o cuadros que luego canjeaban en el mercado negro por un manojo de nabos o media docena de manzanas. Algunos aristócratas decidieron recurrir al ingenio para no ser asaltados. A la condesa Kleinmichel, que era clienta de tía Nina, se le ocurrió una idea imaginativa. Antes de la llegada de la turba, cerró puertas y ventanas, izó en el mástil de su palacio la bandera roja más grande que encontró y colgó del balcón principal el siguiente cartel: «Esta casa es propiedad del soviet de Petrogrado. La condesa Kleinmichel ha sido trasladada a la prisión de San Pedro y San Pablo. ¡Viva la revolución!».

Mientras, a muchos kilómetros de Petrogrado, en el frente, al enterarse de lo que estaba sucediendo en la capital, el zar ordenó, como ya había hecho en otras ocasiones, disolver la Duma, pensando que con eso le bastaría para recuperar su poder autocrático. Los miembros de la cámara esta vez se negaron a obedecer. Peor aún, paralelamente a la Duma se instituyó una asamblea rival integrada por soviets de soldados y de trabajadores. A instancias de Kerenski, que se iba perfilando como el hombre fuerte del momento y al que más o menos respetaban todas las facciones, se decidió que, para no crear una bicefalia, esta segunda asamblea se estableciera en el mismo edificio que la Duma, en un ala adyacente.

Con treinta y seis años recién cumplidos, Kerenski se convirtió así en puente entre dos Rusias, la vieja que moría y la nueva que se abría paso. Y continuó siéndolo hasta que el torrente de la revolución acabó por arrastrarlo también a él.

Sin embargo, estas turbulentas aguas no habían cobrado aún toda su fuerza. En este momento eran otras, también bastante turbias, las que se movían bajo los puentes de nuestra ciudad de Petrogrado, erizada de banderas rojas. El 13 de marzo la ciudad se encontraba en manos de la revolución, salvo el último bastión del zarismo acantonado en el Palacio de Invierno, donde aún permanecían mil quinientos soldados fieles. Incluso entre estos, las deserciones se multiplicaban, por lo que a media tarde se decidió la rendición para evitar una masacre.

Y mientras tanto el zar seguía pensando que se trataba de simples disturbios callejeros iguales a otros muchos del pasado.

Solo se planteó regresar a la capital cuando recibió el siguiente telegrama de la zarina: «Concesiones se hacen inevitables. Stop. Luchas en las calles arrecian. Stop. Casi todas las unidades se han pasado al enemigo».

Incluso entonces Nicolás II se tomó las cosas con calma y volvió a Petrogrado por el camino más largo, dando un rodeo. Muchos se asombrarían más tarde de su increíble ceguera, pero lo cierto es que actuó así por una razón altruista: para que el tren imperial no interrumpiera los suministros de armas que se dirigían al frente.

Ese mismo día, 14 de marzo, el Palacio de Invierno cayó en manos de los rebeldes y la Duma, de acuerdo con la asamblea convocada en el mismo edificio por los soviets, acordó exigir a Nicolás que abdicara en su hijo con su hermano el gran duque Miguel como regente y «como única forma de salvar la dinastía».

El día 15 de marzo Nicolás II se convenció al fin de la relevancia de todos los avisos que él, imprudentemente, había ignorado. La realidad lo golpeó ese mismo día, a las dos de la mañana, cuando el tren imperial fue detenido a cien millas de la capital por revolucionarios que, fusiles en mano, bloqueaban la vía. Informado entonces el zar de que en Tsarskoye Selo su guardia personal acababa de pasarse a los revolucionarios, comenzó a balbucear órdenes: «Ordeno que inmediatamente despejen la vía». «Ordeno que se castigue a los desertores». «Ordeno que…», cuentan que empezó a decir Nicolás II anudándose el cinturón de su batín de seda mientras se asomaba a la ventanilla del vagón imperial para hablar con los soldados que bloqueaban el paso. «¡Tú ya no puedes dar órdenes a nadie!», le gritó, tuteándolo, un joven miliciano que llevaba una bandera roja atada a la bayoneta.

Aún le esperaban sorpresas mayores. Todos sus generales, incluidos los más fieles con el gran duque Nicolás Nikolayevich a la cabeza, comenzaron a enviar telegramas al tren imperial suplicándole «de rodillas» que abdicara de una vez por el bien de Rusia. Esto fue lo que acabó de convencerlo. A las tres de la mañana del 15 de marzo de 1917, Nicolás II tenía ante sí el documento que convertía a Alexei II, de doce años, en autócrata de todas la Rusias. Sin embargo, antes de estampar su firma, mandó llamar al médico que siempre viajaba con él:

—Dígame la verdad, Bodkin, ¿cuánto cree que podría vivir mi hijo con su enfermedad, dadas las nuevas circunstancias y alejado de su familia?

El doctor se tomó su tiempo antes de contestar.

—En circunstancias normales, un muchacho como su alteza puede, si no sufre una caída o un golpe grave, llegar quizá a los veinte, veintidós años con mucha suerte. Si su majestad prevé que se quede solo en Rusia mientras el resto de la familia marcha al exilio, mi respuesta es no lo sé, señor…

A las nueve de la mañana llegaron al tren imperial, retenido en el término de Pskov, dos representantes de la Duma para recoger el documento de abdicación. Nicolás los recibió vestido con una simple túnica gris sobre los pantalones militares. Escuchó paciente lo que tenían que decirle sobre las razones que hacían indispensable que renunciara al trono y solo al final los interrumpió con una cansada sonrisa.

—Este largo discurso es completamente innecesario. Ya he tomado mi decisión. Hasta las tres de la mañana pensé abdicar en favor de mi hijo. Ahora he cambiado de opinión y lo he hecho en mi hermano Miguel. Espero que comprendan los sentimientos de un padre.

Dicho esto rubricó el documento que tenía delante, no sin antes firmar también los que serían sus dos últimos nombramientos como zar: el del liberal y muy popular príncipe Lvov como primer ministro del imperio y el de su tío el gran duque Nicolás Nikolayevich, nuevamente como comandante en jefe de los ejércitos.

«Cuídate de los idus de marzo», sonrió citando a Shakespeare al darse cuenta de que su abdicación coincidía con el día en que habían asesinado a Julio César. Luego, una vez entregados los documentos y después de atusarse un par de veces la barba con el envés de la mano, el ahora ciudadano Nicolás Aleksandrovich añadió: «Solicito permiso para volver por última vez al frente y despedirme de mis hombres».

Aquella noche, en su diario, que, por lo general, no era más que un muestrario de flemáticos y bastante intrascendentes comentarios, anotó: «Por el bien de Rusia y para mantener a los ejércitos en el campo de batalla, he decidido dar este paso… Salimos de Pskov a la una de la mañana. A mi alrededor solo veo traición, cobardía y mentira».