—No puedo creer que seas tan tonto, Chiquitín. —Eso fue lo que me dijo mi amigo Iuri tres o cuatro días más tarde cuando, curado y de nuevo en palacio, le resumí lo que había visto y oído en casa aquella noche de escarlatina y fiebre. Iuri siempre me llamaba así. O si no, me llamaba «peque», en ocasiones hasta «rorro». Tenía sus razones para hacerlo. A pesar de que yo le llevaba más de seis centímetros de estatura, Iuri no era un niño, ni siquiera un adolescente. Pronto cumpliría quince años de trabajo y veinticinco de vida en aquellos tiznados túneles que eran nuestro universo. Tal vez, si hubiera pertenecido al mundo de allá fuera, al de los señores, enano habría sido una de esas palabras tabú que todos habrían evitado pronunciar en su presencia. Pero, como había nacido a este lado del Edén, Iuri no solo no la rehuía, sino que él mismo la usaba a menudo, con ese modo eficaz de exorcizar una desgracia que es reírse de ella.
«Además de enano, soy el comodín de la baraja», solía decir mientras presumía tanto de sus hechuras de elfo como de sus minúsculas y habilísimas manos. Y desde luego bien podía hacerlo, porque no había desperfecto o estropicio ocurrido en nuestro entramado de tuberías y pasadizos para el que no tuvieran que recurrir a él. «Soy dos por el precio de uno», añadía entonces mostrando una hilera de dientes diminutos que relucían, blancos y perfectos, en su cara tiznada. «Soy un capitán general con hechuras de recluta. ¿Qué más se puede pedir de un water baby?».
Eran muchas las horas que pasábamos juntos, tanto faenando en las calefacciones como de guardia en el cuartito maloliente lleno de válvulas y codos de cañería que era nuestro cuartel general. Fue así como descubrí que no solo era mucho lo que podía aprender de Iuri, sino que a él le encantaba enseñarme cosas nuevas. No solo las relacionadas con nuestro oficio, sino también otras importantes. Porque Iuri, que había nacido, según contaban por ahí, como consecuencia de una mala noche de su madre fregona con un gran duque, sabía tanta gramática parda como etiqueta y modales refinados. «Es lo que tiene ser un eterno voyeur, Chiquitín», me decía, haciendo gala de un acento francés envidiable, «aprende uno de todo y sin darse cuenta. Lo bueno y lo malo. Y casi es más útil lo segundo», aclaraba, sin perder su sonrisa de elfo, una copia en diminuto de la de sus primos los Romanov.
Por supuesto, de este parentesco suyo nunca hablábamos, santa omertá, pero sí de otras muchas cosas y a él le encantaba ilustrarme sobre los interrogantes con los que se encuentra un muchacho al entrar en el mundo de los adultos. Por eso, cuando se trató de contarle a alguien lo que había espiado al entreabrir la puerta de mi habitación aquella noche en casa de mamá y tía Nina mientras estaba enfermo, no tuve la menor duda de que él era mi confidente ideal.
—Por lo que me cuentas —dijo Iuri cuando terminé de ponerlo en antecedentes—, lo que viste tiene toda la pinta de ser una sesión de ouija.
La palabra era nueva para mí, pero, en cuanto me explicó el significado, reí de la ocurrencia.
—Imposible. ¿Hablar con los espíritus, dices? ¿Consultarles cosas? ¡Pero si solo dos días antes tía Nina me dio una conferencia larguísima avisándome de los peligros de creer en charlatanes y paparruchas!
—Ay, Chiquitín —rió Iuri—, cuanto antes descubras que entre lo que dicen y lo que hacen los adultos hay una distancia tan grande como de aquí a la catedral de San Isaac, mejor para ti. Mira, para que lo sepas, será porque los tiempos son difíciles, o porque nadie se fía de nadie, o será por moda o vete a saber por qué, pero hoy en todas las grandes casas de San Petersburgo juegan a la ouija. Suponiendo que se trate de un juego, claro.
—¿Y tú cómo sabes lo que pasa en San Petersburgo, listo, si nunca sales de estos túneles? Además, la mía no es una gran casa, sino bastante humilde, y los que estaban allí aquella noche eran criados como nosotros. Mi madre se había ido a dormir, es cierto, pero estaban tía Nina, de la que tanto te he hablado, su hermano Grisha y Lara Aleksandrovna, a la que conoces perfectamente porque la has visto por aquí y…
—Chiquitín —atajó Iuri—, precisamente porque llevo una vida entera en estos pasadizos sé perfectamente de lo que estoy hablando; y he visto de todo, créeme. En cuanto a que esas tres personas sean sirvientes como nosotros, dime una cosa: ¿a que parecían grandes señores?
No estaba dispuesto a darle la razón, pero ¿cómo no recordar los abrigos que llevaban aquellos visitantes, la shapka de zorro rojo o incluso el tipo de vehículo que los había llevado hasta casa? Mi amigo pareció leerme el pensamiento, porque dijo:
—No me voy a molestar en preguntarte si ese tío tuyo es criado con sangre, sin sangre o solo sirviente, porque está clarísimo que es lo primero y, como dice el refrán, quien a los suyos se parece honra merece, tú ya me entiendes… Además, en una casa tan grande como la de los Yusupov, no es difícil distraer un trineo que ya nadie usa e ir con él a visitar a unos amigos. ¿Pudiste oír de qué hablaban?
—Estaban los tres sentados alrededor de una mesita. Yo pensé que jugaban a las cartas. Apenas hablaban, durante largo rato solo oí una voz: la de tío Grisha.
—¿Y qué decía?
—Nada, nombraba letras sueltas, «uve», «e», «ene», «de», cosas así.
—En eso consiste la ouija, tonto, te lo acabo de explicar. Se hace una pregunta y luego «los espíritus» contestan deletreando sus respuestas sobre un tablero con un abecedario y los números. Pero alguien, otro de los allí presentes, debió apuntar las letras que iban saliendo. ¿Quién se ocupaba de eso?
—Tía Nina, supongo, porque de vez en cuando interrumpía a su hermano con un «¿has dicho “a”?» o «¿después de efe qué viene?».
—No me estás siendo muy útil como informante, Chiquitín, esmérate un poco. ¿No se juntaron en ningún momento los tres para leer lo que habían ido deletreando?
—Es verdad que había por ahí un papel, pero no lo leyeron en voz alta. Bueno, ahora que lo dices, sí recuerdo algunas palabras sueltas. O, mejor dicho, números. Tío Grisha dijo «catorce» y tía Lara, «dieciocho», creo.
—¿Y alguna palabra más? Piensa bien. Si son los únicos datos que tenemos y tú quieres saber de qué demonios iba aquello, la próxima vez que vayas a tu casa no tendrás más remedio que embarcarte en una especie de búsqueda del tesoro por todas las habitaciones hasta encontrar el dichoso papel y echarle un vistazo.
—¡Pero pueden pasar meses hasta que vuelva!
—Alguna ocasión habrá, siempre la hay. Mientras tanto tratemos de analizar los datos que tenemos. Una vez terminado el juego lo habitual es que cada uno de los participantes se quede con una copia de lo que ha salido. Lo hacen, como te puedes imaginar, a modo de recordatorio, porque pueden pasar meses, o incluso años, hasta entender qué quiso decir la ouija.
—¿Y cómo habla una ouija, Iuri?
—No habla, tontín, solo responde preguntas y la gente siempre suele preguntar lo mismo. Cosas sobre su futuro, amores, dinero, dudas… y la ouija contesta con un sí o un no. ¿Oíste algo más?
—Después de que dijeran «catorce» y «dieciocho», tía Nina añadió, bajando la voz: «Rojo sangre». Pero no hay que hacerle caso. A mi tía le encanta decir esas cosas. A lo mejor se referían a números de la ruleta y a sus colores, ¿no crees?
—¿Alguno es jugador?
—No que yo sepa.
—Entonces, Chiquitín, creo que tendrás que buscar por otro lado. Trata de recordar. ¿Pasó algo más esa noche?
—No, nada. Inmediatamente después de esto que te acabo de contar, mamá salió de su habitación para decir que ya estaba bien, que me iban a despertar con tanta cháchara y que qué hacían tres personas sensatas y adultas jugando a un juego tan bobo como peligroso. Sí, eso dijo, y añadió que jamás habría pensado una cosa así de ellos. Yo entonces me dije que, al día siguiente, le iba a preguntar a mamá de qué iba aquello. Pero al final no me atreví; parecía que le causaba tristeza o algo así. Tampoco tía Nina estaba para preguntas esa mañana: tenía al señor C castigado.
Iuri preguntó quién era C y no tuve más remedio que explicarle el caprichoso destino del portarretratos del tipo con uniforme de marino. Ese que tan pronto estaba de cara a la pared como rodeado de velitas.
—Ah… «El amor es ciego y los amantes no pueden ver las bellas tonterías que cometen» —dijo entonces Iuri, dejando que se iluminara su cara de elfo.
Y yo, que hasta años más tarde no descubriría que estaba citando textualmente El mercader de Venecia, solo pensé que aún me quedaban muchos días con sus noches en aquellos tiznados túneles para llegar a adquirir al menos una décima parte de la sabiduría de Iuri.