VARIAS DESPEDIDAS

—Y ahora calladito, Chiquitín, ya no me fío de ti.

—¿Por qué dices eso, Iuri?

—Por qué, por qué, pues porque ayer casi te tuve que amarrar para que no te plantases para consolar a los zares en medio de la habitación donde estaban representando su bonita escena de reencuentro. Eres un sentimental, Chiquitín.

—Y tú, un elfo sin sentimientos —dije con rencor y haciendo alusión por primera y única vez a su aspecto físico—. ¿Cómo es posible que no sientas no digo ya cariño, sino al menos pena por personas con las que has convivido tantos años?

Iuri se encogió de hombros.

—Ya sabes lo que pienso, Chiquitín, es una estupidez amar lo que está fuera de tu alcance. Además así se evita uno mucho engorro.

—Eres un monstruo. ¿Adónde vas ahora, es que no puedes estarte quieto?

—¿Me prometes contener esta vez tus emociones? Si lo haces, te llevaré adonde estás deseando ir, a ver a tu Tatiana Nikolayevna, al zarévich y al resto de las grandes duquesas. Qué don de la oportunidad el suyo, ¿no crees? Vaya momento para coger el sarampión todos a una…

No fue hasta veinticuatro horas después cuando Iuri y yo iniciamos nuestra segunda excusión de espionaje. El día anterior, tras el reencuentro de los zares, intentamos acercarnos a la enfermería, pero nos lo impidió una voz que alertaba que algo estaba ardiendo al Oeste del parque. Nos asomamos a una de las ventanas y desde allí alcanzamos a oír cantos revolucionarios y el eco de disparos que hacían temer una invasión o un intento de incendiar el palacio. Pronto se descubrió que no era una cosa ni otra. Por lo visto, después de presenciar la llegada de Nicolás, unos cuantos individuos decidieron acercarse al monumento bajo el que la zarina había hecho enterrar los restos de Rasputín. Allí estuvieron bebiendo e intercambiando bravuconadas hasta que uno propuso desenterrarlo «y ver qué cara tenía ahora el amante de la perra alemana». No les costó mucho lograr su propósito, y después de divertirse un rato con el cadáver decidieron quemarlo «para ver cómo arde en el infierno». El starets les tenía preparada una sorpresa póstuma. Al colocarlo sobre la hoguera, su cuerpo semiputrefacto comenzó a combarse hasta quedar sentado sobre las ramas ardientes, y como tenía el brazo derecho extendido, parecía que estaba bendiciendo, o amonestando, a sus profanadores. No hace falta decir lo despavoridos que salieron aquellos individuos de palacio. A partir de ese día la superstición se encargó de aumentar la leyenda del mago de Siberia. Yo también quedé horrorizado cuando me lo contaron. Pero mucho más tarde descubrí que tan vistoso «milagro» post mórtem tenía, en realidad, una explicación muy simple. El fuego sobre los tejidos medio descompuestos de Rasputín fue el responsable de que su tronco se plegara sobre sí mismo como si, en efecto, estuviera a punto de ponerse en pie.

Este macabro episodio hizo que cada uno abandonara lo que estaba haciendo en ese momento, y Iuri y yo tuvimos que dejar para el día siguiente nuestras labores de espionaje, esta vez por el reino de OTMA.

La mañana amaneció lluviosa, una contrariedad, porque ahora, sin luz eléctrica, en los días oscuros nuestro palacio se sumía en sombras.

—Veo menos que un topo —le dije a Iuri mientras subíamos la escalera—. Menudo día para visitar OTMA. ¿Crees que las nuevas autoridades nos permitirán un par de horas de luz? Aunque solo sea, digo yo, para que los médicos puedan atender a los enfermos.

—No es más que un sarampión, Chiquitín, seguro que no se mueren de esta. Además, por si no lo sabes, los médicos en estos casos recomiendan mantener a los pacientes (que están medio atontolinados de todas maneras) a oscuras. Me parece que hoy nos vamos a tener que dedicar al espionaje acústico más que al visual. Tú sígueme, que lo primero es entrar en OTMA. Luego ya buscaremos un buen lugar para pegar la oreja.

—¿Quieres decir que no vamos a verlas? A las grandes duquesas, me refiero. No sé si me interesa jugarme el pellejo a cambio de escuchar unos minutos detrás de una puerta.

—Ya veremos qué vemos —dijo Iuri haciendo un tonto juego de palabras—. De momento lo importante es subir las escaleras y esperar a que no haya moros en la costa. Además, son las once más o menos, ¿no? Hora de la clase de francés, y ya conoces a la zarina: ni sarampión ni revolución, la educación de sus maravillosos hijos ha de continuar. Monsieur Gilliard ya debe de estar arriba.

—¿Intentas decirme que, con todo lo que está pasando, siguen con sus clases de francés y además a oscuras?

—Más o menos. Monsieur Gilliard se sienta junto a la puerta y, a la luz de un quinqué, lee un rato a Dumas, así matan dos pájaros de un tiro, se entretienen y amplían vocabulario mientras afuera arrecia la revolución.

—Cuánto han cambiado las cosas…

—No tanto. ¿Te acuerdas de tu primer encuentro con Tatiana y sus hermanas en clase de literatura? Esta excursión será como volver atrás en el tiempo. Luego, cuando Gilliard acabe la clase, nos colaremos en la enfermería como si fuéramos a llevarles agua o algo así. ¿No fuiste aguador oficial en el hospital de la zarina? Mira por dónde, hoy vas a viajar dos veces en el tiempo, Chiquitín.

Hubiera preferido saltarme lo que Iuri llamaba «espionaje acústico» e ir directamente a la escena del falso aguador, pero, como siempre, era inútil discutir con él. Hacía rato que me había dado cuenta de que, una vez retomada de algún modo nuestra actividad de water babies, Iuri volvía a ser el jefe.

—Podríamos esperar abajo, al pie de la escalera, a que Gilliard termine y luego subir, como tú dices, sin moros en la costa —sugerí, pero él se había adentrado ya en el reino de OTMA y no me quedó más remedio que seguirlo.

Habían instalado el improvisado sanatorio en el cuarto de juegos de las grandes duquesas, la habitación de mayor tamaño de todas las que allí había. Según me explicó Iuri, una vez retirados el piano, los sofás y los caballetes de pintura, él mismo había ayudado a otros sirvientes que aún permanecían fieles a colocar las cinco camas en las que convalecían los hijos de los zares, separadas entre sí por cortinas. La estancia, según sabía yo por excursiones anteriores, tenía dos puertas contiguas. Una daba al pasillo y otra, en ese momento semientornada, comunicaba con el cuarto de juegos del zarévich. Tras esta última nos apostamos Iuri y yo y, una vez que mis ojos lograron acostumbrarse a la penumbra, descubrí que, desde donde estaba, se alcanzaban a ver los pies de las camas y también, dibujada en la pared, la muy reconocible sombra del profesor de francés leyendo con la ayuda de un quinqué.

—Shhhh, Chiquitín, punto en boca, a ver qué oímos.

… Lorsque vous aurez quelque chose à me demander du prisonnier qui est sous votre garde depuis vingt ans, je vous prie d’user des mêmes précautions que vous faisiez quand vous écriviez à M. de Louvois…

—Vaya pérdida de tiempo —cuchicheé—. ¿Va a durar mucho esto?

—Calla y escucha, a lo mejor te enteras de algo interesante, nunca se sabe.

Comenzaba a dormirme al arrullo de las aventuras de El hombre de la máscara de hierro cuando la puerta junto a la que leía Gilliard se abrió y dio paso a una nueva silueta. Una alta y ovoide tocada con un sombrero en forma de cacerolita absolutamente inolvidable. Por si aún no la hubiera reconocido, la luz del quinqué nos permitió admirar, proyectada sobre otra de las paredes, la figura de la señora Vyrubova envuelta en un abrigo y apoyada en sus muletas. Se acercó a Gilliard y a partir de ese momento entre los dos configuraron sobre una pared un teatro de sombras chinescas. Así pudimos ver cómo el profesor de francés se ponía de pie y, tras indicarles a los enfermos que volvería en un par de minutos (ninguno le contestó, por lo que imagino que dormían tan arrullados como yo por Monsieur Dumas), se distanció de ellos unos metros. Por fortuna no tantos como para que su sombra y la de la señora Vyrubova abandonaran el improvisado teatrillo en el que se movían sus siluetas. Sus voces nos llegaban con nitidez.

Bonjour, Madame Vyrubova —comenzó diciendo el profesor de francés, imagino que asombrado al verla con abrigo y sombrero—. ¿Piensa salir? —preguntó—. No se lo recomiendo. Además las recaídas del sarampión son muy malas. Que yo sepa, estaba usted en cama hasta ayer mismo.

—Se acabó, Gilliard, me obligan a marcharme.

—¿Quién? —preguntó el profesor.

—Ellos…

Aquí su interlocutor bajó la voz, supongo que para evitar que los enfermos, en caso de que alguno no durmiese, pudieran oírles.

—Entonces seguro que es por su bien, Madame. Sus majestades jamás le pedirían tal cosa si no fuera así. Vaya unos días con su familia, al menos hasta que se restablezca del todo. Después, cuando esté más fuerte, podrá volver y acompañar a la zarina en estos momentos difíciles.

—No, Gilliard, no lo entiende. No son sus majestades quienes me obligan a marchar, sino Kerenski y toda esa gente horrible.

—¿El jefe del gobierno provisional? ¡Pero si está haciendo todo lo posible por controlar a los bolcheviques y que respeten al zar! No creo que se atreva a dar una orden así. En cuanto al resto, descuide. El más peligroso de todos ni siquiera está en Rusia; vive en mi país, en Suiza, desde hace años y hasta que regrese…

—Ya está aquí. Ese individuo al que llaman Lenin está de nuevo en Petrogrado. Sé de muy buena tinta que…

—No puedo creer —la interrumpió Gilliard— que Madame siga sabiéndolo todo de buena tinta con una revolución y varias semanas de sarampión de por medio.

Había en su tono un leve deje sarcástico, pero Madame Vyrubova nunca había sido sensible a sutilezas, creo que no se dio ni cuenta.

—Mi obligación, amigo mío, es estar lo mejor informada posible por el bien de sus majestades —respondió con un acento grave que, sin duda, en otras circunstancias me habría parecido ridículo—. Y créame, le digo que es así: ayer mismo regresó ese tipo.

—Imposible, estamos en guerra, y para llegar hasta aquí desde Suiza tendría que haber atravesado Francia, que es nuestra aliada; le han informado mal, jamás lo dejarían pasar. En cuanto a los ingleses, controlan las líneas marítimas y hace años que tienen a Lenin en su lista negra por marxista. ¿Cómo se las iba a arreglar un agitador tan conocido como él para atravesar las filas enemigas en secreto? Demasiado riesgo.

—Ni siquiera le ha hecho falta jugarse el pellejo. Los propios alemanes lo han traído hasta aquí.

—Vamos, Madame, eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué iban nuestros enemigos a ayudar al más peligroso de los bolcheviques a regresar a casa? Lenin odia a los alemanes, y los alemanes, que no quieren ni por asomo que las tesis de su querido compatriota Karl Marx triunfen allí, desprecian a Lenin.

—Yo tampoco lo entiendo muy bien, pero según mis informantes se necesitan mutuamente.

—Ah, sí, ¿y cómo?

—Tanto Alemania como Lenin quieren que esta guerra acabe cuanto antes.

—Naturalmente, igual que el zar, igual que Kerenski, igual que yo mismo. Todos queremos que acabe, y con la derrota de los alemanes.

—Ahí está la diferencia, Monsieur, nosotros queremos su derrota, Lenin, en cambio, pretende pactar con ellos.

—A ver si lo entiendo —suspiró Gilliard condescendiente—. Según usted, Lenin ha ofrecido a los alemanes firmar la paz y, a cambio, los alemanes hacen la vista gorda para que él vuelva a Petrogrado. Perdone que le diga, Madame, es absurdo.

—La realidad es aún más extraña. No es que hayan hecho la vista gorda mirando para otro lado, es que lo han traído ellos mismos hasta aquí.

—Cada vez entiendo menos.

—Lo que intento decirle es que Lenin ha llegado a Petrogrado desde Suiza atravesando Alemania en un tren sellado y protegido por nuestros propios enemigos, porque ellos están dispuestos a propiciar la subida al poder de un marxista con tal de que firme la paz. O, lo que es lo mismo, entre unos y otros pretenden la derrota de Rusia, y en condiciones humillantes. El mundo es tan despreciable, Monsieur…

—Nunca lo conseguirá. El pueblo ruso no quiere a Lenin, apenas tiene seguidores.

—No me ha dejado usted terminar. Ayer mismo, este individuo hizo su entrada en la estación central como un héroe al son de La Marsellesa y rodeado de una nube de banderas rojas. Desde allí, y sin perder un minuto, se fue al cuartel general de los bolcheviques, que se han instalado, ¡las cosas que hay que ver!, en el palacio de la señorita Kschessinska. No es que le tenga especial simpatía a esa dama, ya sabe que se dice que fue amante de nuestro zar antes de que conociera a su querida Alix, pero es terrible que la hayan echado como un perro y usurpado su casa.

—Como tantas otras cosas —comentó Gilliard.

—Sí, pero desde su balcón es desde donde se ha anunciado lo que va a ser la política de los bolcheviques de ahora en adelante. Me cuentan mis confidentes que, al principio de su soflama, ni los socialistas ni los mencheviques estaban de su parte. Ellos prefieren apoyar a Kerenski y al gobierno provisional, al menos hasta que se afiance la revolución. Pero, por lo visto, este tipo, Lenin, es tan hábil que ha conseguido darle la vuelta a todo. Desde el balcón de la señorita Kschessinska resumió su programa: disolución de la policía, del ejército, de la burocracia y, por encima de todo, el fin de la guerra. ¡Fin de la guerra, Monsieur! Dicen que, en cuanto se retiró del balcón, estas cuatro palabras comenzaron a extenderse como una gran e inmunda mancha de aceite por la ciudad.

—Creo que hasta puedo comprenderlo, Madame. La gente está cansada. Ha habido ya tantas muertes, tanto dolor. De no ser por la guerra, tal vez su majestad no habría tenido que abdicar.

—Lo que dice es alta traición —le cortó ella—. Yo moriré por mis zares.

—Esperemos que no tenga que hacerlo —respondió el profesor de francés, y me pareció notar en su tono otro deje de cansado humor. Gilliard, como todos nosotros, pensaba que la señora Vyrubova era demasiado melodramática. Sin embargo, lo que la amiga de la zarina dijo después se encargó de desmentir esta apreciación.

—Me llevan de aquí, Monsieur, y no me he atrevido a preguntar adónde.

—Pero ¿quién?

—Ya se lo he dicho: Kerenski. No está usted enterado de lo sucedido, ¿verdad? No me extraña, pasan tantas cosas. Ese tipo, el que usted dice que quiere proteger a nuestros zares, estuvo aquí esta misma mañana. Vino a hablar con su majestad y, fíjese qué casualidad, justo en ese momento pasaba yo delante del lugar donde se reunieron y no pude evitar oír lo que decían.

—Por supuesto —comentó Gilliard, y esta vez no detecté ni un atisbo de ironía en sus palabras. Fuimos Iuri y yo los que nos miramos reconociendo en la Vyrubova una maestra en nuestro noble arte de pegar la oreja.

—¡Oh, Monsieur, se me caían las lágrimas imaginando la escena que se desarrollaba al otro lado de aquella hoja de madera! Figúrese qué tipo de patán, o peor aún, de desalmado, es ese Kerenski: después de entrar en la habitación debió repantigarse en algún sofá sin esperar a que el zar se sentara y lo invitara a hacerlo. Lo digo porque, tras un primer intercambio de palabras, su majestad dijo en tono afable: «¿Permite que me siente, amigo mío?». «Claro, claro», farfulló Kerenski bastante confuso, y nuestro soberano continuó: «Me gustaría poder ofrecerle una copa, antes había siempre brandi y bebidas por aquí. Ahora, por no haber, no hay ni luz eléctrica, espero que no tenga frío, señor Kerenski, porque tampoco tenemos calefacción». Pero el tipo ni siquiera le dejó acabar. Le soltó que no había ido a recibir quejas y que ahora los sirvientes de palacio no eran servidores suyos, sino del pueblo. También dijo que, antes de reunirse con el zar, los había congregado a todos en el patio para comunicarles que su deber, a partir de ese momento, era convertirse en informantes de todo lo que pudiera beneficiar a la revolución. ¡Imagínese, Monsieur, chivatos, delatores! A continuación pasó a decirle al zar que bastante estaba haciendo ya para protegerlos a él y a su familia del resto de los partidos políticos. «No se da cuenta de su posición», le soltó. «Soy el único parapeto que existe en este momento entre usted y el cadalso». ¡Eso dijo, Monsieur! Y su explicación posterior casi me hiela la sangre. Según él, la Duma no puede estar más dividida y ahora todo se decide por votación en la nueva Rusia. Por lo visto, los soviets propusieron a gritos el otro día que encerraran al zar en la fortaleza de Pedro y Pablo hasta el momento de su juicio y ejecución. Y si no lo han hecho todavía es porque los mencheviques y los revolucionarios llevan días discutiendo minucias y mezquindades sobre quién manda sobre qué. Kerenski le dijo entonces al zar que su posición era cada vez más débil y que no sabía hasta cuándo podría imponer su voluntad sobre la de ellos. A la pregunta del zar de por qué entonces no facilitaba que su familia y él pudieran salir del país, lo que sería mejor para todos, Kerenski respondió que porque nadie los quería acoger. El zar le dijo entonces que eso no era cierto, que el rey de Inglaterra era primo suyo y de la zarina y que estaba deseando ayudarlos. Era como un hermano para él, que incluso se parecían tanto que la gente los confundía… Kerenski lo interrumpió entonces. Dijo que no se hiciera ilusiones, y fíjese, Gilliard, por primera vez detecté en su tono cierta compasión. Trató de explicarle que el rey Jorge tenía muchas preocupaciones y en esos delicados momentos solo pensaba en su posición. Pero el zar no parecía muy convencido y entonces Kerenski le dijo: «Mire, para que se vaya haciendo una idea de cómo son las cosas, he traído conmigo la carta que el primer ministro inglés, Lloyd George, ha enviado al gobierno provisional que presido. ¿Quiere verla? Juzgue usted por sí mismo». Sin esperar la respuesta del zar, Kerenski le leyó la carta. Puedo repetirle las palabras textualmente, porque no las olvidaré mientras viva.

La Vyrubova hizo una pausa, como esforzándose para recordar y con tono cansado, recitó:

… Es con el más profundo sentimiento de satisfacción que el pueblo de Gran Bretaña ha tenido noticia de que nuestra aliada Rusia puede ahora dar a su pueblo un gobierno responsable. Creemos que la revolución es el mayor servicio que los rusos han hecho a la causa aliada por la que llevamos luchando desde 1914 y revela que esta contienda en la que Europa está inmersa no es solo una guerra por la libertad, sino también una lucha por el gobierno popular…

—Tiene usted una memoria envidiable, Madame. —Se admiró tristemente Gilliard.

—Ya le he dicho que son palabras que no olvidaré mientras viva. Cómo hacerlo si pude oír a continuación el suspiro ahogado del zar antes de que el jefe del gobierno provisional continuara. «No señor, no podemos contar con su primo ni con nadie de fuera, estamos solos», concluyó Kerenski. «Tenemos que buscar otra solución». Me gustó que de pronto hablara en plural. Tengo la impresión de que siente lástima por la soledad de nuestros soberanos. Pero es verdad que también él está en una situación delicada. ¿Hasta cuándo logrará contener a los bolcheviques?

—La historia se repite —señaló entonces Gilliard—. Todo se parece demasiado a la revolución francesa. Primero las asambleas, luego la llegada al poder de los moderados con sus bonitas palabras Liberté, Égalité, Fraternité hasta que todo se desborda y llegan…

—No, no lo diga. No quiero oírlo, Monsieur. Bastante tengo con los moderados. Mire en qué situación estamos, sin luz, sin agua, aislados del mundo, vigilados por guardias que hurgan lo que comemos con sus mugrientos dedos… ¿Sabe lo que dijo a continuación ese individuo, Kerenski? Primero que para mayor seguridad de la familia y para alejarlos de los extremistas había decidido trasladarlos a Siberia. Y después que iba a interrogar a la zarina para ver cuál era su implicación en la guerra y su papel como espía alemana. «Así que lo siento», le soltó a su majestad. «No tendré más remedio que aislarla del resto de la familia». Al oír esto, Monsieur —continuó la señora Vyrubova bajando la voz—, salí corriendo a alertar a su majestad de lo que se proponían hacer con ella, y allí sucedió todo.

—¿Sucedió qué, Madame, y dónde?

—Que media hora más tarde me cogieron quemando cartas y papeles de su majestad en el gabinete malva. Fue un tipo mal encarado que patrullaba por ahí fisgándolo todo mientras daba cuenta de los chocolates favoritos de la zarina. Al verme me agarró por un brazo y, después de arrancarme los documentos que tenía en la mano, me dejó al cuidado de otro miliciano aún más bárbaro mientras subía a avisar a Kerenski. Ahora van a interrogarme y no sé adónde me llevan. ¡Espero que no sea a la fortaleza de Pedro y Pablo!, dicen que está llena de ratas y nadie sale con vida de allí. Me han dado media hora para recoger mis cosas y despedirme. Ni siquiera sé cómo me han permitido subir aquí. Bueno, sí lo sé, porque esta es la zona de los niños y piensan que no puedo hacerle más «putadas al pueblo», esas han sido sus groseras palabras. No he podido despedirme del zar ni de mi adorada Alix, pero por lo menos podré besar a los niños. ¿Qué tal están, Gilliard?

—Olga y Tatiana están casi recuperadas, pero los otros aún tienen mucha fiebre. Duermen ahora, gentileza de El hombre de la máscara de hierro. —El profesor de francés sonrió—. No porque sea un libro aburrido precisamente, sino porque leer todos juntos da una impresión de normalidad, de paz, me atrevería a decir. Además, usted que la ha pasado, sabe cómo es esta enfermedad, produce gran cansancio.

—Voy a despertar a mis angelitos. No puedo irme sin llenarlos de besos y de bendiciones. ¡Que Dios se apiade de todos nosotros!

—No, Madame —la retuvo Gilliard—. Nada de escenas trágicas, se lo ruego. ¿Qué ganamos con eso?

—Pero es que además quiero dejarles a Jimmy, mi cocker spaniel, como recuerdo y para que se entretengan. Ahora mismo pensaba decirle a Lara, mi doncella, que lo subiera. También he traído este díptico santo que llevo siempre conmigo para que les dé fuerzas. ¡Bien sabe Dios que van a necesitarlas!

Aquí pude notar claramente impaciencia en la voz de Gilliard.

—Mire, creo que lo mejor es que deje a Jimmy con uno de los jardineros para que lo cuide hasta que ellos se repongan. En cuanto al díptico, yo mismo me ocuparé de dárselo cuando despierten. Nada de despedidas, nada de escenas tristes, se lo ruego, Madame, bastantes hemos tenido ya. Vamos a ahorrarnos las que no sean estrictamente necesarias.

—¡Pero si solo quiero llenarlos de besos! —insistía ella y así estuvieron un buen rato hasta que Gilliard consiguió arrancarle la promesa, al menos, de que no los despertaría en caso de que estuvieran dormidos. Una vez acordado esto, volvieron sobre sus pasos y, desde nuestro escondrijo, pudimos ver como la señora Vyrubova se adentraba en la enfermería cojeando con sus muletas. Arriba y abajo bailoteaba en su cabeza aquel sombrero en forma de cacerolita que nunca olvidaré.

No volví a verla. Se la llevaron detenida a la fortaleza de Pedro y Pablo mientras nosotros continuamos nuestro lento descenso a los infiernos.