Los meses siguientes fueron pródigos en sangre. No solo en los campos de batalla, sino más cerca, en la familia imperial, y también en la mía. En lo que se refiere a los Romanov, la primera «mancha escarlata» (que es como la habría llamado tía Nina) se presentó en forma de inofensivo catarro un día en que el zarévich se encontraba en el frente visitando las tropas junto a su padre. Al principio nadie se alarmó. Alexei llevaba casi un año gozando de buena salud. Tanto es así que sus padres llegaron a creer que tal vez su hemofilia estuviese, si no curada, al menos dormida. Sin embargo, bastó con que un día se le rompiera una pequeña venita nasal, algo muy común cuando uno está resfriado, para que sufriera una hemorragia que los médicos no lograban detener.
—Algún día tenía que suceder, señor —le dijo al zar el doctor Bodkin, que viajaba siempre con el muchacho. Y luego añadió—: Aconsejo a su majestad que su alteza vuelva de inmediato a Tsarskoye Selo. Me es imposible garantizar aquí su recuperación.
Lo dijo a su pesar, porque volver a casa era tanto como admitir que sus desvelos no servían de nada y que pronto se vería apartado de sus funciones para que Rasputín pudiera obrar otra de sus curas milagrosas en las que Bodkin no creía. O, para ser exactos, creía a medias. Y es que él, como muchos médicos de la época, estaba al tanto de nuevos estudios realizados en Europa en torno a la hipnosis y sus poderes curativos o al menos paliativos. Incluso el doctor Freud había escrito algo sobre el tema, que Bodkin leyó con interés. Pero no estaba convencido. No era sensible a la superchería precisamente, aunque se daba cuenta de que la hipnosis era la explicación más lógica a los supuestos poderes de Rasputín. El doctor sabía que la hipnosis producía un estado general de sopor beneficioso en enfermos de hemofilia, y que un estado de relajación hace que la sangre circule más lentamente y que, por tanto, el enfermo sangre menos. Sin embargo, en aquel entonces la ciencia miraba con sospecha este tipo de prácticas, sobre todo cuando quien las llevaba a cabo era un charlatán de feria. O un redomado cuentista, según Bodkin. A pesar de que, ya se sabe, de vez en cuando suena la flauta.
No, Bodkin no sentía la menor simpatía por Rasputín. Se daba cuenta de que devolver al zarévich al palacio de Aleksandr significaba reforzar el poder de aquel individuo. Aun así, no le quedaban alternativas. Intentar quedarse en el frente era completamente inútil, la zarina telefoneaba cada media hora conminándolos a volver de inmediato. Pero, sobre todo, era jugarse el puesto. ¿Y si por retrasar su partida Alexei moría? ¿Y si, además de los desastres de la guerra, Rusia perdía también a su heredero? El doctor Bodkin preparó las maletas y se resignó a escoltar al zarévich de regreso a casa.
Una hora más tarde se encontraban en el tren imperial camino de Tsarskoye Selo. Aquel iba a ser un viaje muy largo. No solo por la distancia que los separaba del palacio de Aleksandr, sino porque se veían obligados a circular a la «vertiginosa» velocidad de diez kilómetros por hora para evitar que el niño sufriera algún nuevo y malhadado golpe o percance.
Y mientras ellos emprendían el regreso y todos aguardaban la llegada del enfermo, yo por mi parte recibía carta de tía Nina.
Niño mío —rezaba, y el encabezamiento era tan diferente a los humorísticos a los que ella me tenía acostumbrado que tendría que haber servido para ponerme en guardia—: Desde el comienzo de la guerra no has podido venir a vernos. Los malos tiempos son así, nos alejan de lo que más amamos. Supongo, además, que ahora que trabajas en un hospital resultará incluso más difícil que te concedan permiso. De todos modos, debes volver cuanto antes. Tu madre se muere.
La noticia era tan inesperada que creí haber entendido mal y tuve que leer el párrafo otra vez. Dios mío, ¿qué podía haberle pasado? No nos veíamos desde hacía dos años, cierto, pero las cartas que mamá mandaba cada semana estaban llenas de comentarios alegres, de planes sobre lo que íbamos a hacer cuando volviéramos a estar juntos. Además, era joven, aún no había cumplido los cuarenta y cinco; sin duda debía haber algún error.
No, Leonid, no hay error posible —continuaba tía Nina, haciendo gala de su don de adelantarse siempre a mis pensamientos—. Hace ya meses que la tisis se ha hecho fuerte en su cuerpo, aunque ella ha preferido no decírtelo. «¿Para qué?», insiste siempre, «mi mal no tiene cura».
Yo, al principio, albergué esperanzas. A través de sus amigos influyentes, tío Grisha consiguió un preparado que se suponía iba a obrar milagros. Por supuesto, se negó a tomarlo, ya sabes lo poco que le gusta eso que ella llama supercherías, pero yo se lo mezclaba todos los días con la comida por si funcionaba. No ha sido así y se nos muere. Te contaré un secreto, Lionechka. La última vez que estuviste en casa, tú estabas con fiebre muy alta, ¿recuerdas? Una de esas noches, vinieron a vernos Grisha y Lara Aleksandrovna e hicimos entre los tres un… bueno, llamémosle un juego para preguntar qué nos deparaba el futuro. A mí me respondió que «sangre» y luego mencionó dos números, catorce y dieciocho.
Durante mucho tiempo pensé que se refería a otra cosa más agradable y a cierta persona relacionada con mi pasado. Ahora veo que me equivoqué. Supongo que el catorce se refería a la fecha en la que comenzó esta terrible guerra. En cuanto a la palabra «sangre», ¿cómo iba a imaginar que se refería no solo a la de los caídos en batalla, sino también a la de mi pobre hermana?
Ya ves, Leonid, las profecías son así de tramposas, y aún ignoro qué significa ese otro número, el dieciocho del que habló la ouija. ¿El año en que acabará esta guerra? Ojalá.
Perdóname. Yo no debería contarte estas cosas, tu madre se enfadará conmigo si llega a enterarse. Pero necesitaba desahogarme con alguien y tú ya no eres un niño. Tu madre es un ser especial, tan distinta a mí. Primero no quiso que supieras de su enfermedad y ahora que se muere pretende evitarte el dolor de ver en lo que se ha convertido. Durante meses me he debatido sin saber qué era mejor, si cumplir sus deseos o comunicarte una noticia que creo que todo hijo tiene derecho a saber. Ahora su vida se apaga ya sin remedio y lo único que espero es que esta carta no te llegue demasiado tarde. En caso de que así fuera, puedes estar seguro de que toda su vida y hasta el final tú has sido su único amor, su único desvelo. La decisión sobre qué hacer es solo tuya. Tú eliges si prefieres venir a verla o, por el contrario, acatas su voluntad. No puedo ayudarte en la elección. Sin embargo, si decides venir, recuerda que estamos en guerra y que te resultará difícil lograr un permiso. Tal vez la única posibilidad sea buscar alguna buena excusa para bajar a Petrogrado. No sé, hacer que te encarguen una encomienda, una diligencia. Y, para conseguirlo, tu mejor aliada será siempre Lara Aleksandrovna. No es una mujer de carácter fácil, ya sabes le encanta protestar por todo, pero tiene buen corazón y seguro que se le ocurre algo para ayudarte. Ella, por supuesto, conoce la enfermedad de tu madre, y si no te ha dicho nada hasta el momento es porque, a diferencia de mí, eligió respetar los deseos de Sonia y callar.
Cuídate mucho, niño mío, son tiempos difíciles, pero estoy segura de que si tu decisión es venir conseguirás ingeniártelas de alguna manera.
Que Dios te bendiga, Leonid, y te dé suerte. Tal vez sea lo único a lo que podamos aspirar en tiempos inciertos.
—No y no. Absolutamente imposible. El momento no puede ser peor, con gente en las calles que mata por un trozo de pan, barricadas en cada esquina y miedo por todas partes. Además, por si no lo sabes, muchacho, tú y yo estamos en el bando de los explotadores, en el de los que, según la gente, ha llevado al país a esta terrible situación. No va a ser fácil ayudarte, lo siento…
Lara Aleksandrovna era de esas personas que antes de decir sí dicen muchas veces no. Ya me lo había demostrado cuando le pedí ayuda para encontrar empleo en las cocinas de palacio. Pero esta vez parecía dispuesta a superarse.
—… Ni hablar. Tampoco me da la gana de contarle a la señora Vyrubova vete tú a saber qué cuento chino para que me deje bajar a Petrogrado, y menos aún decirle que necesito de escolta a un mequetrefe como tú. No y no.
Así estuvo un buen rato, diciendo todo lo que no iba a hacer. (¿Y dejar tres días sola a la señora, que va con muletas y no puede valerse por sí misma? ¿Y ofrecerme para llevar a Rasputín un pequeño detalle de parte de ella ahora que él está en cama con catarro? ¿Y abandonar mi trabajo en el hospital? No y mil veces no).
Hasta que dijo que sí. Pero mezclado con unos cuantos noes suplementarios:
—… Y conste que tampoco estoy de acuerdo en que Nina haya contrariado la voluntad de tu madre. No me parece nada bien. Esas cosas no se hacen —añadió amonestándome con un índice arriba y abajo, a escasos centímetros de mis narices.
Sin embargo, para entonces ya había empezado a comprender su manera de ser bondadosa pareciendo lo contrario.
—Bueno, vale, está bien —concedió al fin—. Antes que nada, lo primero será conseguirte ropa de abrigo para el viaje. No voy a consentir que cojas una pulmonía, que estamos a treinta grados bajo cero, ¿me he expresado con claridad?
—Sí —contesté, intuyendo que, una vez conseguido mi objetivo, lo mejor era reducir mis respuestas a obedientes monosílabos.
—… Y desde luego pienso contarle la verdad a la señora Vyrubova. A ella no pretenderás que la engañe, ¿verdad? Le diré que me gustaría despedirme de una vieja amiga muy enferma y que, si lo desea, puedo aprovechar el viaje para llevar algo al padre Grigori de su parte. Suele mandarle regalitos siempre que puede, es tan detallista… También le diré que tú eres el hijo de mi amiga enferma y que trabajas con nosotros en el hospital. Seguro que hablará con quien haga falta para lograr que te permitan acompañarme. La gente que piense lo que le dé la gana, pero la señora es una buena mujer. Habrás oído horrores de ella, supongo.
Aquí estuve tentado de mencionar algo de lo mucho que había oído por ahí de la íntima amiga de la zarina: que no la consideraban mala, sino tonta de remate y que —según decía siempre Iuri— un tonto es mil veces más peligroso que un malvado. O que muchos tenían a la Vyrubova por amante de Rasputín; eso por no hablar de lo que se comentaba de su amistad con Alix… Sin embargo, no lo hice. Lo que menos deseaba era contrariar a mi benefactora, y me limité a responder con otro monosílabo, en este caso un no.
—En cuanto le explique a la señora lo que nos pasa —continuó tía Lara—, seguro que nos da permiso para quedarnos en Petrogrado no un día, sino todo el fin de semana. Hoy es miércoles, ¿verdad? Perfecto, perfecto, si salimos mañana temprano tendrás tres días para estar con tu madre. Sin embargo, antes de volver a Tsarskoye Selo habrás de acompañarme a casa de Rasputín, como le prometeré a la señora. No pienso mentir en nada, ni en una iota. ¿Me has comprendido, criatura?
Aquella mañana de jueves amaneció radiante, y eso, en un mes de diciembre y cerca de la Navidad, solo podía augurar una cosa: un frío de muerte. Todos los rusos saben que cuanto más limpio está el cielo, más bajas son las temperaturas. Tal vez por eso, antes de salir del hospital camino de la estación, Lara Aleksandrovna se encargó de pasar revista a mi vestuario como un sargento a su recluta:
—¡Más calada la shapka, Leonid! ¿Y esos guantes? ¿Seguro que no necesitas otros de lana debajo? La nariz bien hundida en la bufanda, eso es, muchacho, ¡así me gusta!
Yo, que gracias a tía Nina conocía el exagerado celo que las mujeres sin hijos despliegan cuando tienen a un joven a su cargo, me dejé abrigar hasta crecer lo menos tres tallas. De hecho, mi aspecto forrado en pieles logró incluso hacerme sonreír. Y bien que lo necesitaba, porque mis pensamientos no podían ser más tristes. ¿Con qué me encontraría al llegar a casa? ¿Y si mamá había muerto? ¿Y si vivía aún pero se negaba a verme? Al fin y al cabo, tanto tía Nina como Lara Aleksandrovna y yo estábamos contrariando sus deseos.
De pronto entre la maraña de pensamientos oscuros se cruzó uno esperanzador. ¿Qué pasaría si cuando fuéramos a visitar a Rasputín aprovechaba para rogarle que viniera a casa a ver a mi madre? ¿Podría él curarla? Según Lara Aleksandrovna, el starets estaba algo indispuesto. ¿Qué le pasaba? Un catarro o algo así, eso había dicho tía Lara. Pero ¿qué sucedía cuando un curandero enfermaba de verdad? ¿Era capaz de sanarse igual que hacía con otros? Y ya puestos a hacer preguntas difíciles: ¿una persona que dice ver el futuro de otros es capaz de adivinar el suyo también?
En estas elucubraciones andaba cuando el tren comenzó a enfilar la última recta antes de entrar a Petrogrado, y dejé que mi vista escapara más allá de la ventanilla. Cuánto había cambiado mi ciudad desde la última vez que la viera. Ya no era esa nevada y bulliciosa San Petersburgo por la que se apresuraban trineos y automóviles o bullía un enjambre de peatones camino de sus quehaceres. Ahora, la mayoría de las tiendas había echado el cierre y apenas se veían vehículos por las calles. Lo único que alcancé a vislumbrar fueron un par de carromatos tirados por mulas y varias pesadas carretillas empujadas por hombres que llevaban los pies envueltos en harapos a falta de botas. Junto a un descampado, dos chuchos se disputaban lo que me pareció una muñeca rota. El tren en ese momento aminoró la marcha, lo que me permitió observarlos mejor. Entonces descubrí que la pieza en disputa no era otra cosa que un brazo humano cercenado a la altura del codo y en el que aún podían distinguirse un jirón de mugrientas puntillas. «¡Dios mío!», pensé apartándome de la ventanilla, pero no antes de ver como dos pajarracos negros se apostaban tras los chuchos aguardando turno para participar en el festín.
Minutos más tarde el convoy llegó a destino y durante unos instantes todo se vio envuelto en una redentora nube de vapor blanco que, al disiparse, dejó al descubierto el gran reloj de la estación central. Eran las once de la mañana. ¿Qué otras escenas me esperaban camino a casa? Seguramente el viaje en tranvía hasta nuestro lejano barrio del Este me depararía más ejemplos de cómo nuestra ciudad estaba viviendo la guerra. «Media hora más y veré a mamá», calculé cerrando los ojos para ahorrarme el dolor ajeno y concentrarme en el propio. «Quince minutos de tranvía hasta llegar a Nevsky Prospect, otros cinco hasta la catedral de San Isaac, luego un par de manzanas más». De este modo, durante todo el trayecto, con los ojos deliberadamente bajos, fui alternando el infantil recuento de los minutos que faltaban con plegarias a san Nicolás y sobre todo a san Isaac, que era a quien con más fervor invocaban mi madre y tía Nina en sus oraciones. «Te lo pido, buen padre Isaac, haz que llegue a tiempo, permíteme verla y hablar con ella, aunque sea solo una vez…». Y así continué hasta que tía Lara y yo nos apeamos a unos metros de nuestro portal.
Tampoco me detuve a comprobar si mi barrio había cambiado tanto como el resto de la ciudad. Lo único que deseaba era correr escaleras arriba, como el niño que fui, como el que aún era, volar un piso, otro y otro más hasta llegar a nuestro rellano sin resuello, los ojos arrasados en lágrimas. «San Isaac, por favor, haz que esté viva, haz que quiera verme, haz por Dios que no muera…».
Con las cortinas echadas, la habitación de mamá se mantenía en penumbra. Me colé allí casi sin mediar palabra después de un beso rápido a tía Nina, que me abrazó en silencio. Al principio apenas alcancé a ver cómo se recortaba, a la luz de una única lámpara de aceite, una consumida silueta. Me costó aceptar que era ella. ¿Cómo reconocerla en aquel manojo de huesos, en ese rostro arado de arrugas y en esa menguada figura? Su cuerpo desprendía además un olor que por mi trabajo en el hospital conocía bien y que de inmediato identifiqué como un entrevero de desinfectante, dolor y fiebre. Reculé dos pasos de forma instintiva y eso me permitió ver como su pecho se hinchaba penosamente al compás de un silbido. De pronto, su cuerpo se convulsionó en un ataque de tos que la obligó a entreabrir los párpados. Entonces pude reconocer, bajo el velo que los enturbiaba, los magníficos ojos verdes de mi madre, e incluso me pareció que aleteaba en ellos un fulgor de reconocimiento.
Tía Nina se acercó y puso una mano en mi hombro:
—Ella piensa que eres solo un sueño, Leonid, por favor, deja que lo siga creyendo.
Y por supuesto lo hice. Tragándome las lágrimas la tomé de la mano y me forcé a reír mientras le contaba lo feliz que estaba en Tsarskoye Selo y lo mucho que había progresado en mi trabajo. Le prometí que, en cuanto ganáramos la guerra, y eso sería muy pronto, bajaría a Petrogrado a visitarla.
—… Posiblemente en marzo, todo lo más en abril, mamá, cuando se derrita la nieve, te lo aseguro. También quiero que conozcas a mi amigo Iuri, está deseando verte y con tía Nina podremos pasear cerca del palacio de Aleksandr. Allí todos te recuerdan y están deseando que vuelvas, así me lo dijo ayer mismo una de las doncellas de la zarina. También me preguntó por ti Ana Vyrubova y me pidió que fueras a verla…
No sé cuántas mentiras inventé para ella. Locas, imposibles, febriles, esperanzadas. Y lo hice solo por la satisfacción de imaginar cómo temblaba en sus labios una sonrisa o cómo cierto brillo infantil iluminaba esos ojos que ya no aspiraban a ver, solo a soñar.
Transcurrieron varios minutos y continué hablándole con la elocuencia que da la pena y el ingenio que limosnea la desesperación hasta que tía Nina volvió a poner su mano en mi hombro.
—No hay que fatigarla —dijo—. Es importante que descanse.
Y otra vez obedecí, qué podía hacer, pero no sin antes inclinarme para darle un beso. Fue entonces, al rozar con mis labios su mejilla, cuando intuí más que noté cómo los suyos intentaban aprovechar nuestra proximidad para balbucear algo.
Tía Nina insistía:
—Vamos, Lionechka, no nos ve ni nos oye, me lo ha dicho el médico. Solo son espasmos, te lo aseguro.
Me negaba a creerlo. Para mí esos labios que aleteaban buscando mi oído lo hacían como si desearan dejar allí una confesión o una plegaria.
—Lleva días en que no ve ni reconoce —porfiaba mi tía, pero yo ahora estaba seguro de que no era así. Me lo decían sus labios que con tanta dificultad se juntaron para acariciar mi piel y formar trabajosamente dos sílabas: «Vi-ve».
No pude contener las lágrimas, tampoco un grito que subió hasta mi garganta.
—Desengáñate, Leonid, yo también he creído muchas veces que estaba a punto de obrarse un milagro, pero no hay nada que hacer, salvo procurar que descanse —eso decía tía Nina mientras intentaba con cariño separarme de su lado.
Casi lo había conseguido cuando me zafé para hacer algo que nunca antes había hecho: apretar mi boca contra la de mi madre en un largo y desesperado beso.
Un líquido húmedo y viscoso se interpuso entre nosotros, un coágulo de sangre negra.