Entre las aficiones de la familia Romanov, había una que ha resultado providencial a la hora de reconstruir cómo fue su vida, hablo del entonces novedoso invento de la fotografía. Tanto los zares como sus hijos tenían su álbum particular y a menudo se juntaban en lo que ellos llamaban una photo-puzzle night (sí, en inglés, una vez más lo siento por tía Nina). O, lo que es lo mismo, en una divertida velada en la que se dedicaban a clasificar y pegar fotos. Gracias a este hobby, que compartían además con varios de sus allegados, el mundo ha tenido acceso a retazos de la vida privada del último zar y su familia que de otro modo jamás habrían llegado a conocerse.
Hay instantáneas protocolarias, como las que los presentan navegando en el yate imperial, el Standart, por ejemplo, o en paradas militares a las que asistían vestidos cada uno, incluidas las chicas, con el uniforme de su propio regimiento. Pero hay también fotos íntimas, algunas curiosísimas, como la que figura en el álbum privado de María, en la que puede verse al zar, que era gran partidario de la hidroterapia, buceando de espaldas y desnudo (sic) en un río helado.
Por supuesto existen otras más formales en las que aparece Nicolás practicando deportes varios, como el atleta incansable que era. El amor por el ejercicio al aire libre se lo contagió a sus hijas, de modo que hay fotos, e incluso alguna película casera, de las grandes duquesitas jugando al tenis, luego al bádminton y más tarde patinando del brazo de apuestos oficiales. No faltan tampoco las instantáneas del zarévich; en una muy reveladora lo podemos ver descendiendo por una montaña rusa «acolchada» que sus padres mandaron construir dentro del palacio de Aleksandr para que pudiera deslizarse sin peligro.
Son miles las instantáneas que sobrevivieron a la revolución y, tal como insinúa el nombre que la propia familia daba a sus veladas fotográficas, forman un gran puzle que da idea, además, de ciertos rasgos de la personalidad de cada uno. Por eso basta observar cualquiera de las instantáneas que se conservan para leer en ellas que Olga era inteligente y reflexiva; Tatiana, la más bella, la más imperial y, tal vez por eso, un poco distante, hasta tal punto que sus hermanas la llamaban, medio en broma, medio en serio, «la gobernanta»; María era la bondadosa, y estaba más llenita, mientras que a Anastasia se la adivina traviesa y presta a meterse en líos. De hecho, existe un curioso montaje fotográfico casero en el que puede verse a una espectral Anastasia de ojos inyectados en sangre «atacando» a su hermana Masha, que ríe de la ocurrencia. Ahora falta leer las otras tres piezas de este puzle, quizá las más trágicas: el zarévich Alexei, un niño tan guapo como enfermo e impedido; el zar, al que se adivina un buen padre, orgulloso de su familia. Y luego está ella, Alejandra, que aparece en todas las fotos con ese aire entre triste y distante que disgustaba tanto a sus súbditos.
Hasta aquí, un primer vistazo a cada una de las piezas del puzle o, mejor aún, a las de la partida de ajedrez que estaba a punto de comenzar en los meses previos a la Gran Guerra y que terminaría, cuatro años más tarde, una madrugada en Ekaterinburgo.
Sin embargo, antes de que unas y otras comiencen a evolucionar por el tablero, creo necesario dedicar unas líneas a cierta ficha que, sin ser de carne y hueso, también jugó un papel fundamental en este damero. Hablo del palacio de Aleksandr, aquel maravilloso edificio que nos albergaba a todos y en el que se iba a desarrollar parte del drama. Les diré, por ejemplo, que pertenecía a un conjunto de palacios con sus respectivos parques que se conoce con el nombre de Tsarskoye Selo y que se encuentra a veinticuatro kilómetros de San Petersburgo. Fue en ese lugar donde, a partir del Domingo Sangriento de 1905, los zares decidieron pasar la mayor parte del año. Lo eligieron para estar lejos de posibles atentados, también para distanciarse de las intrigas de ricos y nobles, pero, sobre todo, para poder dedicarse a lo que más les gustaba, la vida familiar. Más pequeño y desde luego mucho más acogedor que su ostentoso vecino el palacio de Ekaterina, el de Aleksandr era (y es) una hermosa construcción de dos plantas en forma de herradura. La inferior constituía en nuestros tiempos la parte más formal del edificio, con diversos salones. En todos ellos reinaba el estilo ruso, pero con una cada vez más notoria influencia inglesa, esa que tanto mi tía Nina como todos los aristócratas rusos del momento deploraban. A mi edad yo no entendía las sutilezas de la decoración y no me fijaba en esos detalles. Muchos años después, cuando leí las memorias de Yusupov, entendí las críticas que había oído pronunciar en voz baja a algunos de los aristócratas que nos visitaban. Dice Yusupov:
El palacio de Aleksandr no carecería de encanto si no fuera por las lamentables «mejoras» introducidas por la zarina Alejandra. Desde el principio, se empeñó en eliminar la mayoría de los cuadros, estucos y bajorrelieves típicos rusos, sustituyéndolos por panelados de caoba entelados de chintz y rinconcitos «cosy» del peor gusto posible. Nuevo mobiliario de la casa Maple de Londres infestó muy pronto gran parte del edificio, mientras que los antiguos muebles imperiales acabaron desterrados para siempre en los desvanes.
Entre todas las habitaciones de «detestable mal gusto inglés», hay una que se ha hecho célebre. Es el llamado gabinete malva o mauve boudoir, en el que la zarina pasaba la mayor parte de su tiempo; allí cosía, charlaba con Ana Vyrubova o recibía la visita de Rasputín. Estaba tapizado en su mitad superior en seda lila, mientras que la inferior lucía un friso de madera en color marfil. «El detestable gusto inglés» solo cedía en la pared principal de la habitación, que tenía adosado un sillón corrido tras el que podían verse tres estantes repletos de fotos familiares y algún icono santo. Cerca de allí, en una mesita supletoria (de la casa Maple, por cierto), se encontraba el único teléfono de palacio, mientras que, a la izquierda, un pequeño corredor conectaba el gabinete malva con el despacho privado del zar, de modo que, abriendo ambas puertas, Alejandra podía oír lo que él hablaba con sus ministros. Estos dos datos —el emplazamiento del teléfono y las puertas abiertas— han servido a los detractores de la zarina para incidir en la omnímoda influencia que ejercía sobre su marido. En una ocasión oí una aristocrática voz femenina (entonces no sabía a quién pertenecía). La mujer hablaba en voz baja y pronunció una frase que se me quedó grabada en la memoria: «Ella, desde su mauve boudoir, desmayada en un sofá y con ese campesino mugriento a su lado, controla el imperio».
Quizá esa resentida aristócrata tuviera razón. Pero yo puedo decirles que todo lo que hizo Alejandra durante sus cuarenta y seis años de vida fue intentar ser la mejor de las esposas, la más perfecta de las madres. Y es que, si una palabra describe a nuestra soberana mejor que todas, es esta: contradictoria. Porque, aunque es cierto que escuchaba las deliberaciones de su marido con los ministros y que el zar necesariamente debía ir a su boudoir si deseaba hablar por teléfono, también lo es que el gabinete era el cuartel general de una mujer que no pensaba más que en los suyos. Por eso lo había elegido, porque, además de estar próxima al despacho del zar, se encontraba justo debajo de las habitaciones de sus hijos. De este modo, después de que cada uno hubiera pasado a darle su beso de buenos días, ella podía continuar su jornada matutina muy cerca de su marido y atenta a las alegres pisadas y al sonido de los diversos pianos de sus hijos mientras daban clases de música en el piso superior. Como la zarina decía sufrir de dolor en las piernas y también de molestias cardíacas (mi tía Nina llamaba aquello «enfermedad imaginaria»), había hecho instalar un moderno elevador eléctrico, que conectaba su gabinete malva con las habitaciones de los niños. Así podía subir con frecuencia a verlos, incluso sin levantarse de la silla de ruedas que usaba para desplazarse —siempre que no hubiera visitantes— dentro de palacio.
Esas diez o doce estancias del piso superior que acabo de mencionar configuraban las habitaciones del futuro zar de todas las Rusias, y, más importante para mí, el inigualable reino de OTMA. Así llamaba yo a aquel territorio prohibido, aunque el acrónimo no es de mi invención, en absoluto. Esas cuatro letras juntas las conocían todos los allegados a la familia imperial. Olga, Tatiana, María, Anastasia; he aquí OTMA. Si volvemos por un momento a las fotos de la familia que se conservan y las observamos como haría un entomólogo social de esos que se ocupan de leer los secretos mensajes que toda imagen esconde, podremos ver que, en lo que se refiere a las hijas de los zares, existen dos datos que llaman la atención. El primero es que todas, sin parecerse entre sí, eran extraordinariamente bellas; el segundo, que las cuatro vestían igual. Para ser exactos habría que decir que, en los últimos años de vida, la sintonía indumentaria iba por pares, Olga y Tatiana idénticas por un lado y María y Anastasia por otro. Sin embargo, durante el resto de su corta existencia lo único que cambió en la forma de arreglarse de las cuatro grandes duquesas fueron sus peinados y, en ocasiones, las joyas que lucían. Así eran las cuatro integrantes de OTMA, iguales en todo. Cierto que cada una tenía su forma de ser, pero les encantaba actuar al unísono, hasta tal punto que «una para todas y todas para una» bien podría haber sido su divisa, lo que me remite al libro de Dumas que Olga y Tatiana estaban leyendo la primera vez que las vi desde mi escondrijo en las estufas reales. En su caso, ese «todas para una» se traducía, por ejemplo, en que OTMA era la firma que figuraba como remite en las cartas que escribían a sus padres o a sus amigos. También era OTMA quien enviaba un regalo de cumpleaños a su abuela Minnie o a alguna de sus tías y, por supuesto, siempre era un indefinido e impersonal OTMA quien dedicaba las acuarelas que recibían los jóvenes oficiales del yate imperial con los que se les permitía (bajo estricta vigilancia de un chaperón, naturalmente) jugar al tenis o patinar.
Y el cuartel general de tan particular tetravirato era precisamente aquella decena de habitaciones de la planta superior que compartían con su hermano el zarévich. Un espacio que constaba de diversas aulas de estudio, un par de salas de música, el cuarto de juegos del zarévich y la salita de estar de sus cuatro hermanas. Por supuesto, el reino de OTMA incluía, además, los dormitorios privados de todos ellos, pero yo jamás habría soñado siquiera con la posibilidad de entrar allí por miedo a lo que pasaría si me descubrieran husmeando. Las otras estancias, en cambio, desde el principio me parecieron territorio explorable y más de una vez se convirtieron en destino de alguna expedición mía en busca… ¿de qué? No sé. De cualquier cosa que me hiciera revivir lo que sentí el primer día en que conocí OTMA. Y entre esas cuatro letras había una que se había convertido en la más hermosa del alfabeto para mí. La T que en todos sus formatos y tamaños me había dado por garabatear dentro de nuestros túneles (siempre con la precaución de que Iuri no estuviese cerca para que no le diera un ataque de risa). Lo hacía utilizando un trozo de madera quemada o un lápiz, dibujándola en lugares inaccesibles que solo yo podía conocer, como si fuera un conjuro o, quién sabe, un «ábrete sésamo» que algún día pudiera conducirme hasta la salida de la vida invisible que entonces llevaba y al umbral de otra.
Pronto descubrí, además, cuál era la hora perfecta para internarme en el prohibido reino. A las once de la mañana, con puntualidad suiza, las grandes duquesas y Alexei daban un paseo por el parque del palacio acompañados de Monsieur Gilliard. Minutos antes me escondía cerca de la escalera de servicio para espiar voces y risas hasta que estas se desvanecían en la escalera principal, cuando los cinco entraban en el gabinete malva para saludar a su madre. Entonces salía de mi escondrijo y subía de dos en dos la escalera de servicio para entrar sin aliento en el reino de OTMA y así percibir, suspendido aún en el aire, el perfume de cada una de ellas. Años más tarde, leyendo los muchos libros que se han escrito sobre la familia imperial, llegué a enterarme del nombre de sus perfumes favoritos: Rose de Thé, el de Olga; el de Tatiana, Spanish Jasmin; a María le gustaba el Eau de Lilas, mientras que Anastasia era devota de Violets. Sin embargo, mucho antes de conocer sus nombres comerciales, puedo decir que sabía sus preferencias; eran cuatro fragancias inconfundibles, cuatro puertas distintas para acceder a un mismo paraíso.
Tras este rastro me perdí muchas mañanas de aquel año 1914, en especial cuando el tiempo comenzó a ser bueno y los paseos con Monsieur Gilliard se volvieron más largos. Para entonces Iuri y yo nos habíamos convertido en inseparables, pero, así y todo, al principio me costó convencerlo de que me acompañara en mis excursiones. No había manera. Por más que insistía, él porfiaba en que no le interesaban las hijas del zar. «Pero qué tonto eres, Chiquitín», solía decirme. «Cuando tengas un poco más de sesera (si es que llegas a tenerla, hay gente que ni con ochenta años lo logra), sabrás que solo se debe soñar con lo posible. Ellas son de otro mundo, de otro planeta».
Al principio yo negaba la mayor, asegurando que la única razón de mis expediciones era curiosear en un mundo prohibido. Pero me daba cuenta de que Iuri no me creía, de modo que pasé a desafiarlo diciendo que qué tenía de malo soñar y que de ilusión también se vive. Entonces Iuri reía enseñándome sus dientecillos de duende, miniatura de los de sus primos Romanov, o se alzaba de puntillas para revolverme el pelo como suelen hacer los adultos con los niños especialmente tontos antes de decir: «Vaya cabezota llena de pájaros. Supongo que sabes, Chiquitín, que si te descubren husmeado por allí…», y completaba la frase con un rápido y elocuente gesto de dos dedos en horizontal sobre su gaznate. «A ver si te crees que estoy dispuesto a jugarme el pellejo por acompañarte, ni lo sueñes».
Al final claudicó. Según él, solo para salvarme en caso de tragedia. Y aunque se quejaba a cada paso, empecé a pensar que no le disgustaban del todo esas incursiones, en las que siempre aguardaba una sorpresa, algún tesoro escondido. Como un pañuelo con perfume a jazmín olvidado en un sofá o una carta a medio redactar sobre una mesa de estudio. Me apresuro a decir que las cartas de entonces no eran como las de ahora. Como se escribían tantas, la mayoría eran intrascendentes. A pesar de que el estilo de la época[2] era más efusivo que el actual, con su profusión de «mi grandísimo tesoro», «mi adorado amor» y epítetos similares que se prodigaban por igual a padres, amigos y hasta conocidos, lo que venía a continuación era, por lo general, poco más que un parte meteorológico. Frases como: «Hoy amaneció soleado, paseamos por el parque con Monsieur Gilliard y Baby, por la tarde llovió un poco…», cosas así. El placer no estaba, por tanto, en husmear su contenido, sino en adivinar quién podía ser su autora a través de la caligrafía o de los dibujos que decoraban los márgenes.
Aquel paraíso lleno de inesperados hallazgos, lo recorríamos Iuri y yo en perfecto silencio, las manos siempre a la espalda o hundidas en los bolsillos, como si temiéramos que una de ellas fuera a escapar de pronto para apoderarse de algún tesoro sin que pudiéramos (o quisiéramos) impedírselo. Expediciones tan deliciosas no incluían, como digo, ninguno de los dormitorios. Pero llegó el mes de junio y con él un regalo imprevisto. La orden de nuestro jefe Antón Petrovich de que nos ocupáramos de la generalnaya uborka de las habitaciones privadas de la familia.
La generalnaya uborka, o «limpieza general de chimeneas», solía realizarse al final de la primavera, cuando las cálidas temperaturas hacían que dejaran de funcionar no solo las estufas dentro de las que reinábamos Iuri y yo, sino también las chimeneas de mármol que adornaban los dormitorios de la familia. Tras el invierno, era imprescindible deshollinar, además del tiro, todos los conductos y, por supuesto, el hogar, desincrustando a mano y con rasqueta el hollín que se hubiera ido depositando. Limpieza tan minuciosa requería dedicar varias horas a cada chimenea, lo que me permitió descubrir nuevos y sorprendentes detalles sobre los hijos del zar. El primero fue comprobar el modo austero en que vivían. Conventual casi, porque lo que pocos pueden imaginar es que el heredero de tan vasto imperio estaba obligado a hacerse la cama cada mañana, dormía sin almohada y tomaba baños fríos al levantarse. Así lo mandaba, por lo visto, una vieja costumbre de la familia Romanov. La zarina, por su educación victoriana, era partidaria además de que sus hijos no tuvieran privilegios que «solo sirven para estropear el carácter», decía, para luego añadir: «Es importante que nadie haga por mis hijos lo que ellos puedan hacer por sí mismos».
Todo esto me lo contó Iuri, al que, como siempre, le encantaba ilustrarme.
Sin embargo, a pesar de tanta espartana austeridad, debo decir que el dormitorio de Alexei, que fue el primero en el que entramos a realizar la generalnaya uborka, me pareció muy alegre. Tenía un friso de madera clara hasta media altura y el resto estaba entelado en una vistosa seda azul pálido sobre la que destacaba, en una de las paredes, un iconostasio lleno de imágenes sagradas; en otra pared de la habitación, menos severa y religiosa, podían verse escenas de cuentos de hadas rusos en un mural de alegres colores. Sin embargo, con ser interesante esta habitación, lo único que yo deseaba era acabar con la limpieza de este dormitorio para pasar a los de las grandes duquesas. Por eso me esmeré mucho. Deshollinaba a toda velocidad, como si me fuera la vida en ello. Y en cierto modo así era, pues necesitaba llegar al verdadero reino de OTMA, situado al fondo de aquel pasillo, antes de que nuestro jefe, Antón Petrovich, siempre imprevisible, cambiara de opinión y nos mandara a deshollinar a la otra punta del palacio.
Cuando por fin llegó el esperado día, hacía un calor pegajoso. Tanto que Iuri y yo teníamos que enjugarnos a cada rato el sudor con uno de nuestro viejos trapos, lo que, unido al tizne de las chimeneas, nos convirtió en copias en miniatura de los guardias abisinios, tan negros como relucientes.
—A ver si conseguís ser especialmente liiiimpios —sermoneó Antón Petrovich, al que le gustaba demorarse en todas las palabras que tuvieran alguna relación con nuestro higiénico oficio—. Las chimeneeeas de esta zona han que quedar más brillaaantes que mi hoja de servicios —añadió, al tiempo que señalaba con un dedo (no muy liiiimpio) dos puertas gemelas.
¿Dormirían las grandes duquesas por pares? ¿Quién se alojaría en la puerta de la derecha y quién en la de la izquierda? ¿Me resultaría fácil o difícil descubrir cuál era la habitación de Tatiana? Todas estas tontas preguntas giraban en mi cabeza justo antes de que Iuri accionara el primer picaporte dejándome ver una habitación decorada en tonos rosa y muy amplia.
Una mínima pausa y en ella nos adentramos Iuri y yo con el mismo tiento con el que antes habíamos recorrido otras estancias de OTMA. No diré que íbamos con las manos a la espalda, porque las teníamos ocupadas con cepillos, rasquetas y otros utensilios. Pero desde luego lo hicimos con el devoto silencio de quien se cuela en ese sagrario que hay detrás del iconostasio en nuestras iglesias y al que solo tienen acceso los elegidos.
Se trataba de una espaciosa habitación pintada en color rosa claro, mientras que en el techo revoloteaban libélulas grises que hacían juego con la tela de las cortinas.
—¡Iuri, mira! —exclamé al observar el tamaño de las camas—. ¡Pero si son casi como las nuestras!
En efecto, quienes quiera que fuesen las dos grandes duquesas dueñas de aquella habitación dormían en camas plegables estrechas y, por su aspecto, también bastante duras.
—Que el zarévich descanse en un catre de campaña me parece normal, porque él al fin y al cabo es un soldado —le comenté a Iuri en la voz baja que aquel lugar me inspiraba—, pero ellas, que son chicas…
Dejé la frase inclusa a la espera de la respuesta de Iuri y él, en tono casi tan devoto como el mío, me explicó que una tradición rusa dicta que, hasta que llegue el momento de contraer matrimonio, las hijas de los zares no pueden dormir en camas de mayor tamaño.
—¿Para evitar que las violen? —pregunté, abriendo ojos como platos.
—No, tontín, se trata de otra de las costumbres que perviven de tiempos de Catalina la Grande, como la obligación de que haya un par de guardias abisinios ante la estancia en la que se encuentra el zar, o que la familia imperial tome el té acompañado solo de pan negro y nada de pastitas o pasteles. Nuestra zarina ha intentado cambiar mil veces algunas de estas costumbres, pero jamás ha podido con babushka Catalina.
—¿Con su fantasma? —pregunté, porque más de una vez había oído comentar que Catalina la Grande deambulaba por ahí como alma en pena, en castigo por sus muchos pecados.
Una vez más Iuri se rió de mí:
—No con su fantasma, pero sí con su espíritu. Nadie puede con él, ni siquiera la zarina. Babushka Catalina reina en este palacio como en todos los demás, y existen varias órdenes suyas que nadie se atreve a contrariar por ridículas que sean.
Eso dijo Iuri y, según creo, se explayó en enumerar unas cuantas costumbres raras de la corte. Sin embargo, no puedo decir que recuerde ni una. Para entonces, ya me había adentrado en el paraíso tratando de descubrir quién lo habitaba. ¿Sería la habitación de Olga y Tatiana o la de María y Anastasia? ¿Me encontraba en el reino de OT o en el de MA?
Sobre la mesilla de noche del camastro de la izquierda vi un libro en francés, y pensé que tal vez me diera una pista. Guy de Maupassant era su autor, pero eso no me decía nada. Por lo que yo había espiado en nuestro primer «encuentro», tanto OT como MA tenían obligación de leer autores franceses, y el libro no me pareció suficientemente grueso como para descartar que perteneciera a las duquesas menores.
Uno, dos, tres pasos más y sobre una mesa auxiliar pude ver un ruiseñor mecánico en una jaula que parecía de oro. Algo más allá, sentada juiciosa, había una muñeca de porcelana de grandes proporciones. ¿Sería entonces la habitación de María y Anastasia? Tampoco era seguro. El ruiseñor mecánico no daba muchas pistas sobre la edad de sus dueñas y, en cuanto a la muñeca (terribles sus rizos negros y esos ojos tan fijos), parecía un elemento de decoración más que un juguete. «¡Ya está!», me dije, «lo mejor es echar un vistazo a los portarretratos que hay por aquí y ver quién está fotografiada con más frecuencia». Fracaso una vez más. El espíritu de OTMA lo embargaba todo y las instantáneas mostraban las caras de las cuatro muchachas en igual proporción, sin despejar mis dudas.
Para entonces Iuri ya se había metido en faena. De rodillas dentro del hogar, rasqueteaba las paredes de la chimenea, lo que hizo que, al asomarse para preguntarme si pensaba ayudarle o no, su cara de gnomo luciera más sucia que nunca.
—¿El señor espía ha terminado con sus averiguaciones o es que tengo que hacer el trabajo yo solo?
—Un minuto más, Iuri, te lo juro —supliqué, porque sobre la repisa de la chimenea, bajo un libro de poesía y un volumen de cuentos de Chejov, acababa de descubrir el lomo nacarado de algo que había aprendido a distinguir no hacía mucho. Tal vez hoy ese «algo» no sea tan fácil de identificar de un vistazo, pero entonces todos sabíamos qué se escondía tras un volumen de esas características. Los diarios que la gente tenía por costumbre escribir se parecían bastante entre sí. Algunos tenían tapas de madera; otros, de metal; muchos, de nácar, como este que yo acababa de descubrir. Pero había algo común a todos que los hacía inconfundibles: dos trabas metálicas y un pequeño cerrojo que servían para encerrar sus páginas. Recuerdo que pensé al acercarme: «Qué sitio tan poco seguro para dejar algo privado. Debe de pertenecer a una persona muy confiada», añadí antes de decidirme a levantar los dos libros superiores para observarlo mejor. ¿Será de Tatiana? Unos instantes más de intriga y con cuidado retiré primero el libro de poesía, luego el de Chejov. Entonces me di cuenta de que el diario estaba boca abajo. No quedaba más remedio que girarlo si quería averiguar de quién era, eso suponiendo, claro está, que tuviera sobre la tapa un nombre o al menos una inicial. ¿Pero cómo tocarlo con estas manos sucias? Venga, Leonid, atrévete, seguro que es de ella. Ya lo tenía, acababa de cogerlo cuando una voz entre alegre y sorprendida a mi espalda casi me heló la sangre.
—¡Mira, Nastia, pero si es un water baby!
El tono de aquella voz femenina no parecía desagradable, pero aun así a punto estuvo de caérseme el diario mientras procuraba esconderlo entre los faldones de mi camisa. (Dios mío, san Nicolás y Virgen de Kazán, san Basilio y san Isaac, salvadme de esta y juro que no vuelvo a husmear —bueno, durante un tiempo al menos—, y ahora despacio, despacio, Leonid, vuélvete y ojalá no sea una institutriz con cara de vinagre, porque entonces no va a haber santo ni virgen que… lenta, tonto, muy lentamente).
—¡Pero si es igualito al personaje de nuestro libro! ¿Te acuerdas, Nastia? Sí, el cuento del deshollinador y la niña rica que tanto le gustaba a mamá y todas llorábamos al leerlo, ¡qué romántico!
Ahora por fin estaba frente a la dueña de aquella voz. También Iuri se asomó en ese momento desde dentro de la chimenea y casi se desmaya al ver lo que escondía a mi espalda. Entonces, y durante unos segundos que se me hicieron eternos, nosotros a un lado de la habitación y las dos muchachas al otro, nos estudiamos sin decir palabra. Con sus vestidos blancos a media pantorrilla y sus medias caladas del mismo color, con sus ojos grises y su maravilloso pelo rubio (bastante alborotado, por cierto), la mitad menor de OTMA nos miraba como si hubiera hecho un interesantísimo descubrimiento.
—¿Cómo te llamas? —comenzó preguntándome María—. ¿Hace mucho que trabajas en palacio? ¿Cuántos años tienes? Apuesto que, más o menos, debes de ser de la edad de Baby. ¿Y tú, el de la chimenea, cuál es tu nombre? ¿Es muy peligroso ser un water baby…?
Eran muchas preguntas, pero el tono parecía tan cercano que Iuri y yo comenzamos a robarnos la palabra para responder hasta que un repiqueteo de nudillos sobre la puerta puso fin a nuestra amigable charla.
—Mademoiselle María, Mademoiselle Anastasia, mais que se passe-t-il ici? C’est bien votre chapeau que vous êtes venues chercher, n’est-ce pas? Vite, vite, c’est pas l’heure du bavardage mais celle de la promenade. Vous êtes vraiment incroyable, Mademoiselle Marie, vous jacassez comme une pie et ces deux garçons sont on train de travailler!
Entendí más o menos lo que decía Monsieur Gilliard (de algo tenían que servir los desvelos de mamá y tía Nina por ilustrarme en previsión de que a la rueda de la fortuna se le antojase girar un día a mi favor)… Que si era la hora del paseo… Que si habían subido a buscar un sombrero y no a charlar con muchachos que estaban trabajando, que si Mademoiselle María hablaba demasiado… También entendí lo que ellas contestaron para defenderse: que solo había sido un minuto y que nunca en su vida habían visto un water baby. «Uno igualito al del famoso libro de Charles Kingsley. Un cuento estupendo, Monsieur Gilliard; lloré a mares leyéndolo», insistió María, mientras Anastasia iba un paso más allá en su discurso:
—¿Sabe lo que me gustaría, Monsieur Gilliard? Hacerles una foto, pidiéndoles permiso, claro. Se llaman Iuri y Leonid, nos lo acaban de decir. Tenemos tan pocas posibilidades de hablar con alguien… Por favor, Monsieur, por favor, solo una foto para mi álbum.
—Y para el mío. Abuela Minnie dice que apenas tenemos amigos y que eso no es bueno.
Todo esto dijeron con las mismas adorables sonrisas de antes. Pero Monsieur Gilliard no parecía interesado en la literatura inglesa ni en los water babies, tampoco en el arte de la fotografía, y mucho menos en discutir las pocas posibilidades que sus pupilas tenían de conversar con gente de fuera de su círculo. Segundos más tarde los tres se alejaban pasillo adelante. Lo último que oí mientras se diluían sus voces fue algo que no precisa traducción: «Mademoiselle Marie, vous êtes in-co-rri-gi-ble. Et vous, Mademoiselle Anastasia: TE-RRI-BLE!».
Yo me quedé en la misma posición en la que estaba antes de la inesperada aparición. Con las manos a la espalda y aquel diario ajeno tan fuertemente agarrado que estoy seguro de que, si sus tapas hubieran sido de otro material más poroso que el nácar, aún hoy llevarían las huellas de un servidor. Las voces de Monsieur Gilliard y sus alumnas se apagaron pasillo abajo y, solo entonces, decidí girar para devolverlo a su sitio, bien custodiado por Chejov. Sin embargo, antes, y ya que san Nicolás, san Basilio, la Virgen de Kazán y todos los demás miembros de la corte celestial parecían haber estado de mi parte, me atreví a hacerles una última y difícil petición. Que la letra de la tapa fuera una T y mi adorada Tatiana hubiese dejado su diario en la habitación de sus hermanas solo para que yo tuviera la oportunidad de tenerlo unos minutos en mis manos.
Pero no, claro que no. Ni san Nicolás, ni san Basilio ni mucho menos la Virgen de Kazán tienen por costumbre gastar su celestial pólvora en salvas. Por eso, en la tapa de aquel diario, en vez de una T, solo había una muy bella letra M.