—¡Es ella, es ella, que se nos muere, por san Nicolás y por san Simón, que alguien avise a la zarina, abran paso, izviniti pojaluysta, abran paso!
El 2 de enero de 1915 nuestro hospital de guerra recibió a su única paciente femenina, una moribunda con un gran derrame y las piernas destrozadas.
Ese día, Ana Vyrubova había salido hacia las cuatro de la tarde del hospital de Ekaterina para tomar el tren y visitar a sus padres en Petrogrado tras meses agotadores de trabajo hasta la madrugada. El convoy no había recorrido más que una decena de verstas, cuando Ana sintió un estruendo y luego una colisión que hizo que su cabeza se aplastara contra el portaequipajes mientras sus extremidades inferiores quedaban prisioneras en las tuberías de la calefacción. Acto seguido el vagón se partió en dos y un dolor agudísimo le recorrió el espinazo mientras sus huesos crujían aplastados. Antes de perder el conocimiento, le dio tiempo a oír como decían: «A esta déjenla, no vale la pena, está más muerta que viva».
Por fin, alguien debió de apiadarse de aquel cuerpo lacerado, porque, después de horas tendida en la nieve junto a media docena de cadáveres, vieron en ella un hálito de vida y la trasladaron a nuestro hospital. Contra la opinión de la doctora Gedroiz, jefa de enfermeras (que no sentía la menor simpatía por Ana Vyrubova, a la que consideraba una nefasta influencia sobre la zarina), se le acondicionó una habitación en la planta baja del edificio. Una alejada del resto de los heridos en la que prestarle los primeros auxilios hasta que, en el improbable caso de que sobreviviera esa noche, pudieran trasladarla a un hospital civil. Personalmente tengo que estar agradecido a esta piadosa decisión, puesto que me permitió ver una de las milagrosas curaciones de Rasputín de las que tanto se hablaba. En cuanto tuvo noticias del accidente, la zarina telefoneó al starets, que se encontraba en su casa de Petrogrado. Y él, a pesar de estar convaleciente de las heridas del atentado sufrido meses antes, no perdió un segundo en acudir, desafiando una gran tormenta de nieve que hizo que un viaje que normalmente duraba treinta minutos se prolongara tres horas.
Me sorprendió lo mucho que había cambiado desde la última vez que lo había visto. Era cierto que acababa de pasar varios meses en Siberia recuperándose de aquella grave agresión con arma blanca que casi le había costado la vida. También corrían rumores de que, desde que se había declarado en contra de la entrada de Rusia en la guerra, su influencia sobre la familia imperial había menguado considerablemente. Aun así, el cambio era espectacular. Se le veía pálido, más enjuto que nunca, mientras que su famosa y magnética mirada parecía turbia por el dolor o la fiebre.
—Más bien por el vodka —me susurró Daria, con quien me asomé a la puerta del hospital para espiar su llegada—. Dicen que pasa las noches en tugurios gitanos bebiendo hasta el amanecer. Por las mañanas duerme la mona y por las tardes espía para los alemanes, una joyita.
Sin hacer caso a Daria, me dediqué a estudiarlo mientras pasaba a poca distancia de nosotros. Por supuesto, ni nos miró mientras enfilaba hacia la habitación de la Vyrubova. Aun así no me fue difícil observar un intermitente y extraño destello en sus ojos que desde luego no tenía aquella vez que coincidimos en la habitación de María Antonieta y que no creo que pudiera atribuirse al vodka ni tampoco a las noches en vela. «Miedo», pensé. «Está asustado. Pero ¿por qué?». Aunque ya no se le veía con tanta frecuencia por palacio como antes, sin duda Grigori Efimovich seguía teniendo un inmenso poder. Yo era demasiado joven para comprender que cuanto más poderoso se es, más temor se tiene a dejar de serlo, por lo que descarté aquel destello raro diciéndome que seguramente tenía razón Daria y era producto de las noches de juerga. En todo caso, tampoco me dio tiempo a cavilar más. Todo el hospital estaba expectante. Acababan de decir que el mismísimo zar llegaría en breve para interesarse por la suerte de la moribunda. Rasputín y Nicolás frente a frente. Esa sí que era una escena que no podía perderse un aprendiz de voyeur como yo, y de inmediato me puse a calcular cuál sería el lugar ideal para presenciarla. Se me ocurrió que lo mejor era salir del edificio y observar la interesante pieza de teatro asomado a la ventana de la habitación de la señora Vyrubova. Con un poco de suerte, además, las heladas temperaturas disuadirían a otros curiosos, permitiéndonos a Daria y a mí disfrutar de palco a solas. Error de cálculo, me temo. Nuestra idea la habían tenido también un puñado de personas, entre enfermeros, sirvientes e incluso dos o tres soldados fuera de servicio. Bueno, me consolé. La ocasión bien valía unos cuantos codazos y el frío siempre es más soportable en compañía.
—¡Shhhh! —siseó Daria—. Ya viene. ¡Ya llega el zar!
Me asomé como pude y alcancé a observar la habitación de la enferma antes de que Nicolás II hiciera su entrada. Se trataba de un cuarto pequeño y desnudo, con una cama metálica y un solitario icono del Nuestra Señora de Kazán bajo el que el cuerpo de Ana Vyrubova yacía irreconocible. Daba pena verla. La cara se le había hinchado hasta proporciones grotescas; sus ojos, en circunstancias normales grandes y saltones, eran ahora dos líneas moradas que se dibujaban en un amasijo de carne macilenta. En cuanto al resto de sus rasgos, tanto la barbilla como la nariz habían crecido hasta casi tocarse, mientras que la boca, hundida y tumefacta, me hizo pensar que, posiblemente, hubiera perdido todos los dientes. Llevaba además la cabeza vendada y las piernas y el brazo izquierdo aprisionados en escayola, y respiraba con dificultad. A su derecha, sujetando con infinita delicadeza cinco dedos hinchados que emergían del yeso, se encontraba nuestra zarina murmurando una oración. A su izquierda, Grigori Efimovich Rasputín se balanceaba atrás y adelante proyectando su sombra al compás de la plegaria.
De pronto se irguió como un animal que olfatea algo en el ambiente y clavó sus ojos en la puerta. Diez o doce segundos más tarde un murmullo preludió la entrada del zar en la habitación de la enferma.
A partir de ese momento tuve la sensación de estar presenciando una bien pautada representación teatral, porque, en sincronía con los primeros y decididos pasos del zar dentro del cuarto, Rasputín, que para entonces se había colocado de espaldas a la puerta fingiendo no haberse percatado de su presencia, cayó lentamente de rodillas, las manos juntas, la cabeza gacha, el siseo de su oración aún más devoto. No hizo ademán de volverse, aguardó a que el zar estuviese a su misma altura y, aún sin mirarlo, tomó entre sus manos la diestra de la moribunda para decir:
—Aniushka, Aniushka, despierta; Aniushka, en nombre de Dios te lo ordeno, mírame.
No hubo reacción por parte de aquel cuerpo desmadejado y él continuó hablándole. Su voz era suave pero a la vez profunda, igual que la de un ventrílocuo.
—Sé que me escuchas, Aniushka. Estoy aquí para ayudarte. Batiushka tsar llegará en cualquier momento y mira: matiushka Alejandra está aquí contigo, no deja de llorar y rezar por ti. Tienes que obedecerme. Puedes hacerlo, tú todo lo puedes porque yo te lo ordeno.
Esta letanía de persuasión duró unos cinco minutos largos. El zar comenzaba a impacientarse, se peinaba y repeinaba la barba con el envés de la mano como solía hacer siempre que estaba incómodo, y nosotros, afuera, sentíamos en los huesos un frío tal que temí que se me helaran las entendederas.
—¿Veis? —comentó un tipo a mi lado—. Ya os lo dije. No es más que un maldito charlatán. Apuesto a que, de esta, el zar lo manda a plantar kapusta a Siberia, menudo payaso.
—Calla —lo interrumpió una enfermera—. Te va a oír. Es un santo y se entera de todo.
—¡Pero si ni siquiera se ha enterado de que el zar está harto de él y de que la zarina ya no lo necesita! —se impacientó otro—. Además, el zarévich se encuentra estupendamente. Desde antes de mayo no ha tenido una sola recaída, ya no necesita de sus milagros. Los poderosos son así, te usan cuando les conviene y luego te dan la patada. ¡Otro vendedor de humo al que se le acabó el cuento! Desde luego no seré yo quien llore por él…
—No digas estupideces, la zarina lo adora, está enamorada de su starets, eso lo sabe todo el mundo. Ahora disimula, claro, porque está su majestad delante, pero espera, espera que se vaya, ¿qué te apuestas a que cae de rodillas ante él? Una reina hincada ante un mendigo. ¡Ese sí que va a ser un espectáculo!
—No sé si podré esperar mucho más, se me están congelando los sesos —intervino el tipo que había hablado primero—. ¿Cuánto se tarda en hacer un milagrito? —añadió con un insolente repiqueteo de nudillos en el cristal de la ventana, lo que hizo que Rasputín girara la cabeza, percatándose de nuestra presencia allá afuera.
No sé si fue porque se dio cuenta de que había gente del pueblo como él observándolo o si simplemente fue el azar, ese que tantas veces se había puesto de su lado, pero en ese momento se produjo el milagro.
O al menos eso se ha dicho desde entonces. La que todos daban por muerta abrió los ojos. Fueron apenas unos segundos, pero incluso desde donde estábamos pudimos ver como sus párpados se alzaban, vacilantes primero y luego con algo más de fuerza, igual que el aleteo de una torpe y negra mariposa.
—¡Dios mío!, ¿has visto eso, Niky? Ana vive. ¡Vive! ¡Que Dios sea por siempre alabado!
La zarina cayó de rodillas ante el starets. Y nosotros, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, pegamos el oído al cristal por si la moribunda emitía algún sonido. Sin embargo, si algo escapó de aquellos labios, nadie alcanzó a descifrarlo.
Lo que sí oímos fueron las palabras del starets. Rasputín acababa de ponerse de pie. Parecía más alto que nunca. Incluso había en sus ojos un nuevo brillo que no sé cómo describir. La única forma que se me ocurre es decir que se trataba de un destello de triunfo. Sí, eso es, de triunfo y a la vez de alivio, aunque no soy capaz de decir si debido al cambio de la suerte de Ana o de la suya.
—Vivirás, Aniushka —susurró, trazando sobre su cuerpo la señal de la cruz con un demorado gesto. Luego permaneció varios minutos con los ojos firmemente cerrados, las manos sobre los hombros de la enferma. Parecía como si intentase insuflarle vida, contagiarle su fuerza, su energía.
Y volvió a suceder. Los ojos de Ana Vyrubova se abrieron por segunda vez.
Tras esta escena que todos observamos en sepulcral silencio, el starets se dirigió a Ana, aunque curiosamente no la miraba a ella, sino al zar:
—Vivirás, golobuchka, pero ya no podrás andar como antes, llevarás muletas de por vida.
Luego, como si la pugna mental que mantenía con el cuerpo agonizante de Ana Vyrubova le hubiese drenado hasta la extenuación, Grigori Rasputín dio tres pasos vacilantes en dirección a Nicolás II y se desplomó en sus brazos.
El epílogo de esta escena de resurrección no es algo que sepa de primera mano. Y es que, no bien se desmayó el starets, los guardias imperiales que esperaban la salida de su majestad se percataron de nuestra presencia allá afuera y nos dispersaron sin miramientos. Por eso tuvieron que pasar un par de días para que nos enteráramos de las consecuencias del milagro —así lo llamaba la zarina— que todos habíamos presenciado. Según nos contó uno de los cocheros imperiales de nombre Serguei a Daria y a mí —y a otros muchos que se reunieron para escucharlo—, tanto el zar como su esposa se sintieron impresionadísimos por la escena. Y el asombro fue en aumento cuando al día siguiente la que daban por muerta despertó jurando que Rasputín la había arrebatado, en el último momento, de las garras de la muerte.
—Por lo visto caminaba —contó Serguei— por un túnel de luz cegadora en el que se sentía extrañamente feliz cuando notó sobre su hombro una mano suave pero firme que la obligaba a volverse. Lo hizo y comprobó que era el starets que repetía: «Regresa con nosotros, Ana, vuelve, debes vivir». Y eso no es todo —continuó relatando Serguei—. Os puedo contar mucho más. Resulta que al día siguiente yo mismo me presenté en su casa con…
—¿Fuiste a casa de Rasputín? —interrumpimos Daria y yo a coro y con la misma cara de asombro.
—… con un ramo de flores así de grande —continuó nuestro informador dibujando en el aire un enorme círculo—. Iba acompañado de una tarjeta de la zarina que debía de decir algo muy agradable porque ni os imagináis la cara que puso el starets al leerla. Claro que para cara, la mía —añadió Serguei con una carcajada—. ¿A que no sabéis quién estaba detrás de Rasputín, vestida con una túnica roja tan corta que apenas le tapaba las vergüenzas?
Aquí Serguei soltó el nombre de una condesa que unos admiraban por su belleza y todos porque cultivaba una fama de no haber roto un plato en su vida.
—Pero vamos a ver —intervine yo para volver al punto que nos interesaba—. ¿Rasputín no estaba enfermo? Yo mismo lo vi desmayarse en brazos del zar.
—Y yo vi como se recuperaba por ensalmo en cuando le dieron un par de tragos de vodka —rió otro.
—Qué va, lo que lo curó tan rápido fue ver el efecto que causaba el desmayo en su majestad —contribuyó Daria—. Menudo caradura.
—Sí, sí, pero ya viste como resucitó a la Vyrubova —intervine yo—. Eso lo vimos todos.
Se entabló entonces la estéril discusión que siempre se producía en torno a la verdadera naturaleza del starets: ¿charlatán o visionario?, ¿espía que intentaba que el zar firmara la paz con los alemanes o patriota que deseaba impedir la muerte de más inocentes?, ¿demonio o ángel?
La controversia sigue viva aún casi un siglo después de su muerte y hay razones para creer tanto una cosa como la otra. Yo lo único que puedo decir para que cada uno forme su opinión es que, una semana después de la milagrosa recuperación de Ana Vyrubova, Rasputín estaba de nuevo en palacio a todas horas.