Dos días pasaron sin que la situación de mamá cambiara, ni para bien ni, por fortuna, tampoco para lo peor. Llegó así el sábado, el día anterior al que Lara Aleksandrovna y yo debíamos reintegrarnos a nuestro trabajo.
—… Y todavía no hemos cumplido con el encargo que, supuestamente, nos ha traído hasta Petrogrado —dijo Lara Aleksandrovna esa mañana mientras desayunábamos—. Supongo, Lionechka, que no habrás olvidado que debemos ir a casa del padre Grigori —añadió mientras se servía una segunda y bastante aguada taza de té.
Aún hoy me pregunto por qué tenía tanto empeño en que la acompañara en su visita al starets. Tal vez, simplemente, porque tía Lara era de esas personas que nunca se salen del plan previsto, y la visita a Rasputín era nuestra coartada para estar lejos del trabajo tres largos días. En cualquier caso, no me sentía inclinado a complacerla. Quería permanecer junto a la cama de mamá el mayor tiempo posible. Solo por la triste esperanza de que una vez más abriera los ojos y me sonriera tomándome por un sueño, lo que la ayudaría a escapar unos minutos de la cruel cárcel de su enfermedad.
Sin embargo, cuando a Lara Aleksandrovna se le metía algo en la mollera, era difícil contrariarla, y continuó insistiendo hasta que tía Nina intervino para ponerse de su lado.
—No se hable más, tiene razón ella, muchacho. Te irá bien tomar un poco de aire. Mírate, llevas cuarenta y ocho horas sin moverte de la cabecera de esta cama. Pero es que, además, hay otra razón para que ahueques el ala. Esta noche espero visita. Toca cocinar, limpiar la sala, yo qué sé, hasta lustrar la plata. Y para tanto zafarrancho me las arreglo mucho mejor sin ti, niño.
Pensé que, dadas las circunstancias, la única visita que tía Nina podía esperar era la de nuestro viejo médico de cabecera, el doctor Serejov. Tan por hecho lo di que ni me molesté en preguntar a quién se refería. Además, tía Nina hacía rato que me observaba de un modo que yo conocía de sobra. Uno que indicaba que estaba a punto de entrar en erupción.
—Vamos, vamos, muévete. Tengo muchísimo que hacer. Y abrígate bien, por el tamaño de los carámbanos que se ven desde la ventana debe haber osos polares paseando por Petrogrado.
No habían pasado ni diez minutos de esta conversación matutina cuando tía Lara Aleksandrovna y yo nos encontrábamos camino de la calle Gorojova, donde vivía Rasputín. Ella, con el regalo que Ana Vyrubova enviaba al starets, yo, con el pesar de saber que parte del tiempo que me quedaba para estar con mamá tendría que malgastarlo en una visita de cumplido.
Mucho se ha especulado sobre cómo era la vida diaria del hombre más poderoso de Rusia en aquellos tiempos. Unos dicen que pasaba horas entreteniendo a damas que acudían a su casa a solicitar favores o curaciones. Señoras de toda edad y estado civil a las que el starets complacía (o no, según) previo paso por su cama, sobre la que reinaba una manta de zorro gris regalo de Ana Vyrubova. Otros sostienen que en aquel pisito de clase media acomodada de la calle Gorojova, cerca del canal Fontanka, las festicholas duraban hasta las nueve de la mañana. Hay quienes aseguran incluso que en ellas corría el vodka y menudeaban tanto el opio como las niñas menores de edad. Muchos afirman, además, que era el centro de poder más importante de Rusia, donde no solo se nombraban o cesaban ministros a capricho, sino que se preparaban ciertas hierbas que Rasputín facilitaba a la zarina y esta, al zar. Por fin, estaban los defensores de Rasputín, como Ana Vyrubova, que argumentaban que todo lo que se decía de él, incluida su condición de espía de los alemanes y su vida sexual depravada, eran patrañas. Y muy fáciles de desmontar, además, puesto que Rasputín estaba permanentemente vigilado por la Ojrana o policía secreta. Unos pensaban que para protegerlo de posibles atentados; otros, que para que el zar supiera (y a ver si hacía algo al respecto de una vez por todas) de sus escandalosas correrías.
En aquella época yo por supuesto no tenía manera de saber, entre tantos rumores, cuáles eran ciertos y cuáles no. Lo que sí puedo decir es que, desde que nos aproximamos a la calle Gorojova, todo lo que observé fue tan curioso que me ayudó a olvidar mi pena. Aun antes de doblar la última esquina pude darme cuenta de que había por allí una cola de media docena de automóviles, a cual más lujoso, que guardaba turno con los motores encendidos, desafiando las heladas temperaturas.
—¿No es ese el coche de la condesa W? —pregunté al ver un enorme Packard que iba mucho por el palacio de Aleksandr cuando yo era water baby.
Lara Aleksandrovna detuvo el paso de soldado prusiano con el que me llevaba a remolque para llevarse un dedo a sus (muy) fruncidos labios:
—Vamos a aclarar una cosa de una vez por todas, muchacho. Hasta que termine nuestra encomienda con el padre Grigori, tú y yo somos uno. Por tanto, a partir de este momento te volverás ciego.
—¿Ciego, tía Lara?
—Y sordo. Y además muy mudo. ¿Está claro? Así ha de ser un buen sirviente.
No era la primera vez que oía este lema o divisa. De hecho, lo repetía con frecuencia mi tía Nina, por ejemplo. Pero, a juzgar por su costumbre de cotillear (algunos dirían diseccionar) la vida privada del prójimo, no parecía practicarlo demasiado. En cualquier caso, como tantas otras veces con tía Lara, opté por asentir al tiempo que me aprestaba a obedecerla a medias. Dicho de otro modo, me dispuse a quedarme mudo, sí, pero con ojos y oídos bien abiertos.
Así, la suerte me deparó un espectáculo interesante que tal vez sirva para explicar algunas de las cosas que estaban ocurriendo en Rusia.
El edificio en el que vivía Rasputín tenía un patio delantero en el que, a pesar de la temperatura reinante, aguardaba otra larga fila de pedigüeños de toda edad y condición. Si los más ricos preferían esperar turno en sus automóviles para no juntarse con la plebe, la cola del patio era más colorista, y por supuesto más trágica. Una cuarentona de cabellos teñidos de color rojo bermellón que no lograba esconder una enorme cicatriz que le atravesaba el rostro; un anciano con bigotes en forma de manubrio acompañado de una niña de aire enfermizo. Una campesina de una delgadez extrema que llevaba un par de gallinas vivas y aleteantes colgadas de la cintura; un soldado de mi edad que hacía equilibrio con sus muletas, tal vez porque aún no se había acostumbrado a la pérdida de su pierna derecha… Nosotros los adelantamos a todos con un buenos días como salvoconducto, y me sorprendió observar que ninguno pareció molestarse. «Posiblemente conozcan a tía Lara», pensé, diciéndome que cualquier devoto de Rasputín debía conocer, seguro, a la doncella de su valedora, la Vyrubova.
El padre Grigori vivía en el tercer piso de aquel edificio sin pretensiones que ofrecía como rasgo más notable un repertorio de tufos a cual más belicoso. Así, después de atravesar la planta baja, que presentaba un penetrante olor a cuero mal curtido, subimos a un primer piso que apestaba a desinfectante, el segundo nos deparó un vaharada de queso rancio entreverado con orín de gato y por fin un tramo más de escaleras y allí, en el tercero, que era nuestro destino, nos esperaba el inconfundible (y bastante más agradable, dado todo lo anterior) aroma de repollo recocido. Llamamos al timbre y, mientras aguardábamos a que nos abrieran, Lara Aleksandrovna se dedicó a atusarme el pelo (con saliva, me temo) como si yo fuera un niño de cinco años y aquella una cita de mucho compromiso.
—No será una visita larga, con el señor Rasputín nunca pueden serlo, ya ves cómo está el patio —explicó señalando el hueco de la escalera y a los que aguardaban allá abajo—. Solo estaremos el tiempo suficiente para darle el detallito que la señora Ana le manda y poco más. Supongo que no hace falta que te repita, Leonid, que estás más guapo calladito.
Yo, que tenía pensado suplicarle al starets que viniera a ver a mi madre, solo asentí. En cualquier caso, tampoco me habría dado tiempo a confesar mis intenciones. La puerta se abrió descubriendo la figura de una mujer alta, joven y no muy agraciada, con ojos que recordaban mucho a los del starets.
—¡María Grigorevna! —Tía Lara la abrazó al tiempo que le plantaba tres rusos y sonoros besos—. Este es mi sobrino Leonid. Saluda, muchacho.
Le tendí educadamente la mano, pero aquella mujer no solo me dio otros tres besos como los de tía Lara, sino que hizo sobre mi frente una pequeña señal de la cruz.
—Guapo joven —dijo, observándome con esos ojos angurrientos que habían hecho famoso a su padre—. Ven por aquí, Leonid, ¿te apetece un vaso de kvas? ¿Y a ti, Lara, puedo ofrecerte un té? Papá está con una visita, lo esperaremos en la sala, no creo que tarde.
Al cruzar el umbral nos encontramos en un diminuto garderobe o vestidor. En realidad, todo en aquella casa me pareció de reducido tamaño y bastante humilde. Lo que ella llamó sala, por ejemplo, tenía una única y estrecha ventana. De las paredes colgaban un par de cuadros pintados con escaso talento y, al fondo, una lámpara votiva iluminaba un rústico icono de san Nicolás. Junto a un espejo de estaño llamaba la atención un ramo de gladiolos, un exotismo en aquella época del año, que imaginé sería regalo de alguna rica admiradora. Completaban la decoración una butaca, dos sillas y un par de mesitas de madera sin barnizar. Sobre la primera humeaba un samovar y en la otra había un par de platitos con frutas y nueces.
—Lo siento, no puedo ofreceros pastelillos ni nada por el estilo —se disculpó María Grigorevna—. En Petrogrado es costumbre, pero papá detesta los dulces —añadió, y luego, calculo que para compensar su falta de hospitalidad, procedió a servirme un enorme vaso de negro y espumeante kvas.
Nunca me ha gustado esa popular bebida rusa hecha de pan fermentado y malta, del color de la brea, pero no tuve más remedio que agradecerla antes de tomar asiento en la silla más próxima a la única puerta que había en la estancia, a través de la que llegaba el rasgueo de una guitarra. Tía Lara y la hija del starets hablaban de esto y aquello; del catarro de Grigori Efimovich del que, por lo visto, estaba ya completamente curado; del curso de la guerra; de la salud del zarévich; de las actividades de la zarina en su hospital de guerra. Pero yo pronto me desentendí de la conversación. Me intrigaban más los sonidos de la habitación contigua. Aquel rasgueo roto a veces por un par de risas masculinas, una profunda, la otra atiplada. Agucé el oído por si alcanzaba a entender lo que decían, pero era imposible. Lo único que logré captar fue el tono de la conversación y me pareció que fluctuaba entre la complicidad y ¿el flirteo, quizá? No sé, pero desde luego era algo de ese estilo.
Así estuvimos un buen rato. El suficiente para que no tuviera más remedio que beberme todo el vaso de kvas (sí, María Grigorevna, está buenísimo, gracias. ¿Una fruta, muchacho? Claro, claro, con mucho gusto…). La puntualidad nunca ha sido una virtud muy rusa, pero no podía menos que apiadarme de aquellos infelices que aguardaban a la intemperie los favores del starets. Me decía que la visita que lo tenía ocupado en la otra habitación debía ser de alguien muy principal, un ministro que había ido a negociar algo urgente. Pero luego razonaba que no. ¿Qué asunto de Estado iba a discutirse al compás de una guitarra?
Por fin, cuando empezaba a temer que no tendría más remedio que aceptar un segundo vaso de horrible kvas, la puerta comenzó a abrirse, pero no para dar paso a la figura del padre Grigori que yo conocía tan bien, sino a otra más delicada, que vestía un abrigo gris perla bajo el que asomaban un pantalón oscuro y unas inmaculadas polainas blancas. «Apuesto a que este caballero en su vida ha dado más de dos pasos por la ciudad sin su Packard o su Rolls», me dije. Tan ocupado estaba observando las piernas del visitante que tardé unos segundos en mirar hacia su rostro. Cuando lo hice comprobé que se trataba de un joven de unos veintitantos años, pelo negro liso, ojos claros y de una belleza extraordinaria. Un tanto femenina, tal vez, pero desde luego sus altos pómulos y su nariz perfecta, compensada por un mentón insolente, configuraban un rostro fuera de lo común. Detrás de él, luciendo una sonrisa (que, por cierto, desapareció al ver a Lara Aleksandrovna), venía el dueño de casa, Grigori Efimovich Rasputín.
El starets parecía bastante más aseado que las veces anteriores en que lo había visto. Vestía esa tarde una larga sotana negra sobre la que colgaba una cruz que parecía de oro macizo, no la sencilla cruz de madera que yo le conocía. En cuanto al resto de su aspecto, llevaba la barba algo más corta y el cabello menos grasiento, pero conservaba en cambio ese tufo rancio que yo recordaba de nuestro primer encuentro en la sala de María Antonieta, solo que esta vez con cierto toque de pachulí. Rasputín no podía recordar la última ocasión en la que habíamos coincidido, puesto que el día que resucitó a Ana Vyrubova nuestras miradas ni siquiera se cruzaron. Pero sin duda se acordaba, y muy bien, de nuestro primer encuentro.
—Pero si es el joven Leonid, qué sorpresa tan inesperada —dijo antes de acercarse a tía Lara y recomponer la sonrisa que había perdido al verla—. ¡Y también mi gran amiga Lara Aleksandrovna! —exclamó, dedicándole un abrazo y una nada desdeñable dosis de su famosa y magnética mirada—. ¡Cuánto bueno por aquí!
Dicho esto, se puso a contarle a tía Lara entre irónico y divertido cómo nos habíamos conocido en el cuarto de María Antonieta y el modo en que me había sorprendido husmeado entre los relojes.
—También estaba ese día nuestra querida Ana Vyrubova —explicó, y esta aclaración sirvió para tranquilizar a tía Lara, quien no hacía ni dos segundos que me había lanzado una de sus miradas. No magnética como la de Rasputín, pero desde luego bastante elocuente. Decía más o menos: «Ya me explicarás luego estas amistades tuyas tan poco comunes».
El que ni nos miró fue el guapo de las polainas. Como si no existiéramos, nos dio la espalda mientras se dedicaba a ponerse unos guantes de cabritilla, observando cada movimiento de sus dedos como si fuera una operación interesantísima. Al terminar, se dirigió al starets:
—… Sí, como te decía seremos solo unos pocos y buenos amigos —dijo con una voz atiplada que no me fue difícil relacionar con la risa que antes se había filtrado desde la habitación contigua—. Irina tiene tantas ganas de conocerte… —explicó gorjeando elegantemente las ges y hasta las ces de un modo que me recordó a tío Grisha. Tal vez por eso casi doy un respingo cuando aquel joven mencionó ese nombre—. Grisha, mi criado, que es de toda confianza, te llamará sobre las siete para confirmar que está todo en orden. Luego, hacia las once, yo mismo pasaré a buscarte.
Me pareció una hora muy tardía para invitar a alguien a una casa, pero por supuesto no dije nada. Además, para entonces mi curiosidad ya había volado hacia dos puntos. Primero, el interior de la habitación de la que ambos acababan de salir y que, tal como había supuesto, era el dormitorio del starets. Por la puerta ahora entornada alcanzaba a verse una cama turca y sobre ella los dos elementos más lujosos de toda la casa: una piel de zorro revuelta con las sábanas y una guitarra rubia dejada allí como al descuido. El resto del mobiliario era modesto. Apenas una silla de enea, una mesita de trabajo y un velador. Sin embargo, como queriendo desmentir tanta austeridad, a cada lado de la ventana vi también una pareja de cuadros de grandes dimensiones. Uno de la zarina Alejandra, el otro del zar, iluminados con lámparas votivas, como si fueran santos.
El segundo lugar hacia el que emigró mi atención fue al rostro de tía Lara. Había enrojecido visiblemente al ver al joven de las polainas y más aún mientras lo observaba hablar con el starets o enfundarse los guantes con tanta prosopopeya. Ignoro si los colores de Lara Aleksandrovna se debían a la ira o a la vergüenza, quizá a ambas, pero nadie más que yo pareció percatarse del detalle. Y es que el resto de los presentes solo tenía ojos para el joven de los modales lánguidos. Rasputín, por ejemplo, lo miraba con lo que parecía una mezcla de orgullo y excitación infantil, como quien se prepara para una travesura. La mirada de su hija, en cambio, era distinta. Siendo tan parecidos los ojos de ambos, resultaba curioso observar cómo expresaban sensaciones dispares. Los del starets relucían de anticipación, los de María nadaban en desconfianza. Dudo que su huésped se percatara de nada de esto. Él continuaba gorjeando sus ges mientras explicaba al starets lo bien que lo iba a pasar en aquella tardía velada, bla, bla, la gente tan interesante que iba a estar presente… «Todos admiradores tuyos, Grigori Efimovich, pero Irina quiere que le reserves al menos una hora para hablar a solas con ella. Empiezo a estar tan celoso…».
Rasputín reía. Solo una vez lo interrumpió y fue para comentar con un nada disimulado codazo a su huésped una especie de chiste privado del que solo entendí dos palabras: Irina y balalaica. Y, mientras esta conversación tenía lugar, los rostros de las dos mujeres presentes eran un poema. Satírico el de tía Lara y ¿cómo definir el de la hija de Rasputín? He tenido casi ochenta años para descifrarlo y creo que el adjetivo que mejor le cuadra es premonitorio. Sí, con la distancia que da el paso del tiempo, creo que María Grigorevna de alguna manera intuía lo que pasaría en esa velada que ambos preparaban con tanta risa e incluso es posible que intentase prevenir a su padre.
—Muy bien, padre Grigori —concluyó el joven de las polainas dirigiéndose solo a su anfitrión y por supuesto haciendo gala de esa ceguera genética de los señores hacia los criados que hace que seamos para ellos invisibles—, pasado mañana es el gran día, y descuida, porque vendré a buscarte puntual. No es una de mis virtudes, ya lo sabes, pero noblesse oblige —rió, antes de fundirse con el starets en un largo abrazo. Por supuesto no hizo ademán de despedirse de tía Lara o de mí, y ya se marchaba sin decir una palabra tampoco a María Grigorevna cuando debió de darse cuenta de que su olvido no era del todo conveniente. Dio media vuelta, volvió sonriente sobre sus pasos. No le dijo nada, pero, tras dedicar a la hija de Rasputín una larga mirada, le besó la mano de la manera más aristocrática.
«Qué hábil», pensé, porque, en mis largas horas como water baby, algo había aprendido del código de saludos de los ricos y poderosos y su secreto significado. Y es que, si le hubiera dado el mismo abrazo que a Rasputín, María podría haberlo interpretado como un exceso de confianza. O peor: como una hipocresía. Un apretón de manos habría sido una torpeza aún mayor. Los mujiks rusos como el starets y su hija son muy sensibles a la frialdad y a la distancia. Un beso en la mano, en cambio, era la jugada perfecta. ¿Quién dijo aquello de que a las damas les gusta que las cortejen como a campesinas y a las campesinas que las agasajen como a grandes damas?
—Adiós, Mashenka —añadió el joven de las polainas culminando la despedida con una sonrisa tan cálida que podría haber derretido varias verstas de estepa siberiana—. Cuide mucho de nuestro querido padre Grigori, que Dios lo bendiga.
Y se marchó dejando tras de sí un rastro de perfume muy a la moda entonces, una mezcla de ámbar con especias turcas llamado Oriental Bouquet.
Una vez solos los cuatro, la visita no se alargó mucho más. Lara Aleksandrovna entregó al starets el obsequio de la señora Vyrubova, que resultó ser un libro de oraciones, y luego se interesó brevemente por su salud, a lo que Rasputín contestó que hacía años que no se sentía tan bien. Por mi parte, sin hacer caso a las instrucciones de tía Lara de comportarme como si fuera ciego, sordo y mudo, aproveché el momento en que ella empezaba a despedirse de María Grigorevna para rogar al starets que viniera a visitar a mi madre.
—Está muy enferma, señor, pero si usted pudiera… aunque sea solo un minuto, se lo suplico, haré todo lo que usted quiera.
—¡Leonid! —Era tía Lara, fulminándome con una de sus miradas de oficial prusiano—. Haz el favor de no importunar al padre Grigori, te he dicho muchas veces que…
Él la interrumpió con una carcajada mientras ponía una mano en mi hombro.
—No, Lara Aleksandrovna, el joven Leonid y yo somos viejos amigos y no me molesta, nadie que pida mi ayuda puede molestarme. Mira, muchacho —añadió mientras dirigía mis pasos hacia la salida—. Vamos a hacer una cosa. En este momento no puedo complacerte. Me queda por atender a todas esas personas que llevan horas esperando. Pero rezaré por tu madre como si fuera la mía. Además, tengo algo para ti.
—¿Para mí, señor?
—Y también para ella, mira.
Sacó de entre sus ropas un pequeño díptico con la imagen de la Virgen de Kazán por un lado y la de san Isaac por otro y, tras bendecirlo, me hizo extender la mano depositándolo allí con unas ininteligibles palabras.
Después se volvió hacia Lara Aleksandrovna, que había observado la escena en silencio, y procedió a acompañarla a la puerta, no sin antes hacerle algunas preguntas tan amables como retóricas sobre cómo marchaban las cosas en Tsarskoye Selo.
Nada podía gustar más a tía Lara, que se explayó contando lo bien que las grandes duquesas se desenvolvían con sus nuevas responsabilidades en el hospital de guerra, las muchas vidas que ellas y la zarina habían salvado, lo valientes que eran todas… Él movía la cabeza asintiendo, pero se le notaba ausente, con la atención en otra parte. Al principio pensé que observaba un crucifijo de metal que había en el vestíbulo, pero descubrí que el objeto de su interés estaba levemente a la izquierda. Se trataba de un tosco trozo de espejo que coronaba el perchero, y en su luna se recreaba Rasputín sin escuchar lo que le decían, peinándose a veces, otras inclinando la cabeza, buscando un ángulo más favorecedor, a la derecha y luego a la izquierda, como un gato que se relame antes de emprender la cacería de un nuevo y delicioso ratón.
Con esta imagen de nuestra visita me habría quedado si no fuera porque, antes de despedirnos, tuvo lugar otra breve escena. Tía Lara se había despedido ya de Rasputín y pasó luego a decir unas últimas amabilidades a María Grigorevna. Como esta había salido al descansillo exterior para llamar por el hueco de las escaleras al próximo y afortunado visitante, mi tía la siguió mientras nuestro anfitrión y yo continuábamos aún dentro de la vivienda.
El starets clavó sus dedos en mi brazo, reteniéndome.
—Ha sido agradable volver a verte, joven Leonid.
—Sí, señor, para mí también es un placer —comencé a decir, y ya pensaba extenderme en darle las gracias por el díptico y más aún por sus prometidas oraciones, cuando me adelantó bloqueándome el paso. Allá, no muy lejos, alcanzaba a ver como tía Lara se despedía de María con los tres besos de rigor cuando Rasputín se inclinó hacia mí. Pensé que iba a besarme, pero sus labios en vez de dirigirse a mis mejillas apuntaron un poco más arriba, a uno de mis oídos. Primero sentí su barba cosquilleándome en la oreja y luego el calor húmedo de su aliento mientras me decía:
—Me debes un favor, muchacho, ¿lo sabes, verdad?
—Por supuesto, señor —respondí señalando torpemente hacia el díptico que acababa de darme. Los pelos de su barba penetraban en mi oído como gusanos. Se me ocurrió de pronto la loca idea de que de un momento a otro iba a sacar la lengua e introducirla también allí. Me quedé rígido, pero aun así conseguí decir sin que me temblara demasiado la voz—: Tampoco olvidaré que ha dicho que rezará por mi madre, lo juro.
—Pues todo eso puedes olvidarlo si te da la gana —dijo—. Jamás he cobrado por mis oraciones. Hablo de la vez que te salvé en la habitación de María Antonieta. Me hiciste entonces una promesa, ¿recuerdas? Y las promesas están para cumplirlas.
—Sí, señor; claro, señor. ¿Qué quiere que haga? Dígame lo que sea y lo haré.
Él se enderezó volviendo a recobrar su envergadura.
—No. No hace falta que yo te diga nada. Cuando llegue el momento, sabrás lo que debes hacer. Aunque pasen muchos años, Leonid, aunque pase un siglo.
El padre Grigori me envolvió en un abrazo que me sumergió en todo el vasto repertorio de sus olores corporales revueltos en pachulí.
Fue la última vez que nos vimos.