Tan increíble como que todo lo que acabo de contarle a mi nueva amiga María es completamente falso. Espero, querida, que, cuando por fin lea mi confesión, sepa perdonarme por haberle soltado tantas mentiras.
Y, sin embargo, esta sarta de imaginativas patrañas es, hasta el momento, el relato oficial de los hechos. Jamás se ha puesto en duda, no en vano se trata de la versión dada por dos de los asesinos confesos, Yusupov y Purishkevich, en las memorias que escribieron. Pero ¿es posible que personas respetables como un miembro de la Duma y un aristócrata multimillonario se inculparan de un crimen que no cometieron? ¿Tal vez fueron otros los verdugos de Rasputín? ¿Se produjo su muerte de un modo aún más increíble y cruel?
La respuesta a estas preguntas es tres veces sí.
Antes de responderlas tengo que decir que hasta hace solo una semana también yo daba por buena la versión de Yusupov. Exactamente hasta que vi un reportaje en la televisión. En esta clínica tan sedante en la que me encuentro tienen History Channel y yo por mi parte soy insomne irredento, de modo que son muchas las horas que he de rellenar de alguna manera. No recuerdo cómo se llamaba el programa en cuestión, algo relativo al papel de los servicios secretos británicos en la muerte de Rasputín, y citaba como fuente de sus investigaciones papeles oficiales desclasificados, tal como ocurre en muchos países al cabo de cincuenta años o, en esta ocasión, setenta y cinco después de sucedidos los hechos. Me dispuse a ver aquello con el cansado escepticismo que siempre me provocan los reportajes sobre la Revolución rusa. Se trata de uno de los períodos de la Historia alrededor de los cuales se han entretejido más mentiras y disparates. Hace tiempo que perdí la cuenta de las falsas Anastasias, Olgas, Tatianas o Marías y de los zarévich milagrosamente salvados de las balas y/o de la hemofilia que han aparecido desde 1918. Eso por no hablar de pistas inverosímiles que llevan a tesoros ocultos o a hijos secretos del zar, de la zarina y hasta de Alexei, que, al morir, no había cumplido aún los quince años. Para alguien que vivió aquella época resulta difícil comprender por qué la gente se empeña en inventar mentiras cuando la realidad, en este caso, es mucho más interesante que cualquier fantasía. Por eso, al comenzar a ver aquel programa esperaba encontrarme con una serie de teorías estrafalarias sobre la muerte de Grigori Efimovich. Similares, por cierto, a las que ya había oído en más de una ocasión. Como que Tatiana Nikolayevna, la segunda hija de los zares, estaba en casa de los Yusupov aquella noche, o que Rasputín en realidad no murió, sino que, como tenía un secreto romance con el príncipe Félix, pactó con él desaparecer de escena para más tarde retomar juntos y en secreto su idilio.
Me arrellané por tanto en mi cama, decidido a prestarle al reportaje apenas un interés compartido con un crucigrama que tenía entre manos, cuando de pronto apareció en pantalla la cara de un caballero de mediana edad, bajo de estatura y con un monóculo de oro en el ojo derecho.
«Mansfield Cummings —comenzó a narrar una británica y agradable voz en off— viajaba en el asiento del copiloto de su Rolls Royce por el bosque de Meaux, en el Norte de Francia, un 14 de octubre de 1914. A su lado, conduciendo el automóvil a más de ciento treinta millas por hora, iba su hijo Alastair, de veinticuatro años. De pronto, la rueda trasera sufrió un pinchazo, el coche se salió de la carretera y, después de dos vueltas de campana, chocó contra un árbol no sin antes lanzar por la ventana a Alastair y aprisionar entre hierros la pierna derecha de Mansfield. El padre, que podía oír a su hijo agonizando en el exterior del vehículo, luchó por liberarse e ir en su auxilio. Pero por mucho que se esforzaba no conseguía extraer su pierna de aquel amasijo de hierros. Por fin, tras hacerse un torniquete con su pañuelo, sacó una navaja suiza que siempre llevaba consigo y procedió a cercenarse los tendones y el hueso que estaba ya bastante astillado hasta quedar libre. Horas más tarde lo encontraron medio muerto y sin una pierna junto al cadáver de su hijo, al que había logrado cubrir con su chaqueta para protegerlo del frío. Se cuenta que, desde entonces, Mansfield Cummings, jefe del recién creado servicio secreto británico, entonces llamado SIS, y consumado fumador de pipa, tenía un método infalible para seleccionar a los candidatos que reclutaba. Para probar el temple de los futuros espías al servicio de su graciosa majestad tenía por costumbre, mientras hablaba distendidamente con ellos, clavarse de pronto el punzón del limpiapipas en su pierna de madera. Si se estremecían u horrorizaban, él los despachaba con un flemático: «Me parece que esto no es lo suyo, muchacho».
Creo que hay pocos momentos más gratificantes en la vida que cuando lejanos retazos de información, conversaciones inconexas oídas aquí o allá e intuiciones vagas se alinean de pronto como planetas en el cielo o, mejor aún, como piezas de un calidoscopio que encajan hasta formar un dibujo perfecto. Un nombre tan poco común como Mansfield Cummings; su foto en un reportaje de la BBC sobre los servicios secretos; un punzón limpiapipas; la muerte de Rasputín; un uniforme de marino… todas estas piezas almacenadas de forma inconexa en mi memoria adquirían de pronto un nuevo significado, de modo que subí el volumen del televisor para no perder detalle. A continuación, aquella agradable voz británica comenzó a facilitar más datos sobre el curioso y exclusivo «club» del que Cummings era socio fundador, el SIS, precursor del MI6, o servicio secreto británico, conocido ahora en muchos de sus detalles a través de las películas de James Bond.
Por lo visto, un par de años antes de que estallara la primera guerra mundial, Inglaterra tenía ya sospechas de que los alemanes, y en concreto el káiser, aguardaban solo una buena excusa para embarcarse en una gran confrontación bélica que les permitiera realizar un sueño: ponerse a la par de Francia y Gran Bretaña en influencia política y, sobre todo, en expansión territorial y colonial. Para averiguar cuáles eran las intenciones de Alemania y saber cómo se estaba preparando secretamente para la ofensiva, se creó en Londres, con el beneplácito del primer ministro Herbert Henry Asquith, y posiblemente también del rey Jorge V, el entonces llamado Buró de Servicios Secretos, que tenía por finalidad «Recoger información que protegiera los intereses de Gran Bretaña por cualquier medio, incluso el asesinato» (sic). Como jefe de este organismo, las autoridades británicas eligieron al comandante de marina Mansfield Cummings, retirado del servicio activo porque, curiosamente, se mareaba en los barcos. Además de haberse pasado los últimos años languideciendo en tan forzoso retiro, Cummings no hablaba ningún idioma que no fuera el inglés, por lo que no parecía la persona idónea para convertirse en el jefe de espías en el extranjero. Sin embargo, para cuando los alemanes encontraron en el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo la excusa perfecta para entrar en guerra junto a Austria, el comandante Cummings había logrado organizar ya el primer y más eficaz grupo de espías del mundo. Uno formado no solo por militares entrenados a tal efecto, sino también por todo un colorido repertorio de individuos que incluía intachables hombres de negocios ingleses residentes en Francia o en Alemania, actrices famosas, mujeres fatales, curas y hasta escritores de renombre como Somerset Maugham, por ejemplo. Mención especial merecen tanto los métodos como las «armas» de las que se valían estos espías en sus secretas misiones. Convenientemente adiestrados por Cummings, los agentes al servicio de su majestad sabían que existen dos armas imbatibles a la hora de conseguir cualquier tipo de información: una es el dinero; la otra, el sexo; y de ambas se valían sin sonrojo. «Si hay que comprar, se compra; si hay que meter a una puta en la cama de un tipo importante, se mete, y si es uno mismo el que tiene que encamarse… entonces, muchachos, stiff upper lip, look at the ceiling and think of England». Así les decía Cummings a sus hombres, utilizando dos expresiones muy británicas. La primera, «firme labio superior», se utiliza cuando tiene uno que mantener el tipo en una situación desagradable, irritante o penosa. La segunda es un poco más cínica. Look at the ceiling and think of England es lo que recomendaban hacer las buenas damas victorianas a sus hijas casaderas cuando sus futuros maridos pretendieran cobrarse el tan latoso débito conyugal: «Tú, hija mía, llegado el momento, mira al techo y piensa en Inglaterra…».
Al oír esto no pude menos que sentir una retrospectiva punzada de dolor en recuerdo de mi tía Nina. ¿Exactamente en qué había consistido su relación con Mansfield Cummings? ¿En cuál de los apartados encajaba ella? ¿En el de las putas que el SIS metía en las camas que consideraba oportunas? ¿O, por el contrario, el stiff upper lip de que hablaba el reportaje era el que ponía el propio Cummings, obligado a seducirla para obtener de ella alguna información cuando mi tía trabajaba como camarera de la zarina? La inestable suerte de la foto de aquel caballero de monóculo de oro en la mesilla de tía Nina durante años me hizo pensar que podía ser cualquiera de las dos. O quizá ambas.
Sin embargo, no todo lo que aprendí esa noche, viendo aquel reportaje que había comenzado con una descripción del modus operandi de los servicios secretos británicos, fue triste y nostálgico. Me encantó descubrir, por ejemplo, cómo el autor de James Bond, Ian Fleming, que trabajó en tiempos para el MI6, se había inspirado precisamente en Mr. C a la hora de dar vida al jefe de Bond.
De hecho, lo único que hizo Fleming fue cambiar la inicial de su nombre. En sus novelas, al jefe de los espías se le conoce por M. En el mundo real, Cummings se hacía llamar C por las personas a sus órdenes. Con esta letra, y siempre en tinta verde, firmaba órdenes, cartas y documentos. Han pasado más de ochenta años desde entonces, y Cummings murió en 1923, pero, hasta el día de hoy, a todos los jefes de los servicios británicos se los llama C. Solo que ahora esta inicial significa chief, «jefe» en inglés. También las órdenes se siguen firmando con tinta verde, lo que permite continuar con lo que los ingleses llaman two good old traditions, «dos buenas viejas tradiciones», y rendir de paso homenaje a su fundador.
A continuación, ilustrado con la imagen de otro caballero cuyo rostro me era del todo desconocido, la voz en off comenzó a hablar de un segundo personaje que también tiene relevancia en las películas de James Bond: el famoso Q, inventor de las armas secretas de todo buen espía. Por lo visto, el primer Q de la historia se llamaba en realidad Thomas Merton, era médico y su invento más celebrado fue una nueva tinta simpática con la que escribir informes secretos. Una innovación muy bienvenida entre los espías porque, antes de esto, se veían obligados a usar semen, que, aunque muy eficaz como tinta invisible, es un poco engorroso de… almacenar. Dicho esto, y sin perder nada de su flema británica, el reportaje repasó algunos de los más sagrados mandamientos de todo buen espía:
Nunca confiarás en una mujer, ni en tu familia, ni siquiera en tus más allegados; nunca te emborracharás y, si has de beber, tendrás la precaución de tomar previamente dos grandes cucharadas de aceite de oliva para que el alcohol resbale sin hacerte efecto. Y por último y muy importante: siempre te fingirás más tonto de lo que eres, las demostraciones de inteligencia están absolutamente prohibidas en los servicios de inteligencia.
Esto me hizo sonreír, pero lo que más me interesó fue la mención de un último elemento común a los miembros de tan curioso ejército en la sombra. Todos los espías, empezando por Cummings, estaban obligados a usar bastón. En el caso de Cummings, que tenía una pierna de madera, estaba, naturalmente, más que justificado, pero los demás también debían llevarlo siempre. No solo porque les confería un aire mundano, sino por el secreto que guardaban aquellos walking sticks. Su verdadera función —y aquí la voz en off se acompañaba de la imagen de un bastón de madera rubia con empuñadura de plata— era esconder en su interior un florete tan fino y punzante que permitía, si el agente era lo suficientemente diestro, atravesar el corazón del enemigo sin apenas derramar sangre.
Una vez que el reportaje acabó de explicar todos estos pormenores sobre el SIS, apareció en pantalla una magnífica fotografía de Félix Yusupov en atuendo tártaro. Entonces, a los acordes de Kazachock (Dios mío, quién sería el encargado de la banda sonora), el narrador comenzó a explicar cómo y dónde se habían cruzado los caminos de los servicios secretos británicos con los del autoproclamado asesino de Grigori Rasputín.
Ahora, la cámara mostraba la cara de un caballero de cabeza ovoide, pelo a la gomina y raya al medio. Debía de tener unos treinta y tantos años en la foto, la misma edad, por lo visto, con la que hizo su pequeña, aunque importante, aportación a la Historia universal. Según explicó el narrador, se trataba de Oswald Rayner, uno de los más aventajados alumnos de Mansfield Cummings. Hijo de un vendedor de telas de Birmingham, tenía un don para los idiomas, lo que, unido a su gran inteligencia, le permitió estudiar en la elitista universidad de Oxford, donde se graduó en lenguas modernas. Allí entabló relación con varios estudiantes rusos, entre los que se encontraba el príncipe Yusupov, y la amistad entre ambos duraría toda la vida. Hasta tal punto fue así que Rayner llamó Félix a su hijo en honor a su amigo. También, cuando diez años después de la revolución bolchevique Yusupov decidió escribir sus memorias para contar al mundo cómo había matado a Rasputín, el nombre de Rayner figuraba en la primera página del libro, agradeciéndole su «inestimable» ayuda a la hora de redactarlas. ¿Qué lazos ataban a un exuberante príncipe ruso con el hijo de un tendero de Birmingham experto en lenguas? Dada la condición bisexual del príncipe, se especula que su relación pudo ser amorosa en algún momento de sus vidas. Aunque es difícil asegurarlo, porque Rayner quemó todos sus documentos y diarios antes de morir y Yusupov jamás mencionó nada al respecto.
Sin embargo, fuera de la naturaleza que fuera, lo cierto es que aquella amistad iba a dar curiosos frutos. Sobre todo a la hora de elaborar una versión «oficial» de cómo murió Rasputín. Una que conviniera a todos. Por un lado a Yusupov, que hasta el fin de sus días vivió envuelto en —y también gracias a— la romántica estela de ser un gran patriota y el autor de uno de los asesinatos más fascinantes de la Historia, y por otro a Rayner, que como buen espía era discreto. Y más importante aún, una versión que conviniera a los servicios secretos británicos de la época, que por supuesto no deseaban que su participación en los hechos enturbiase la idílica relación entre Gran Bretaña y el imperio Ruso.
A partir de aquí, el reportaje presentaba las fotos de otros cuatro caballeros. En cada esquina de la pantalla podía verse una cara, mientras que en el centro seguía sonriente mi viejo amigo Cummings con su monóculo de oro. La voz en off empezó a explicar entonces algo en lo que yo no había caído, pero que desde luego resulta verosímil. El hecho de que, a medida que las bajas en el ejército ruso se contaban ya por millones, Gran Bretaña comenzó a temer que el zar, abrumado por sus muchos problemas políticos y el caos y la desesperación reinantes en su país, decidiera firmar la paz con los alemanes. En ese caso, todas las divisiones alemanas del frente Oriental se volcarían de inmediato sobre el frente Occidental, con lo que el káiser ganaría fácilmente la contienda. Era por tanto fundamental proteger los intereses de Gran Bretaña y —según el código del SIS— «hacerlo por cualquier medio, incluso el asesinato».
¿El asesinato de quién? Obviamente, el de la persona que desde hacía años susurraba al oído del zar, y sobre todo de la zarina. Aquella «fuerza oscura» que en ausencia de Nicolás II regía los destinos de Rusia. Todo el mundo, y por supuesto los servicios secretos británicos, sabía que el starets se había opuesto desde el principio a la guerra, lo que ayudó a propalar la creencia de que era agente alemán. Y, aunque los servicios secretos británicos, mejor informados que el ciudadano de a pie, sabían que no era cierto, el peligro de que convenciera al débil Nicolás de firmar la paz con los alemanes continuaba existiendo.
Entonces la cámara se fue acercando por turnos a las cuatro fotos restantes para explicar que aquellos hombres, junto a Rayner, formaban parte del invisible ejército del SIS en Petrogrado. El jefe de todos se llamaba Hoare y era un elegante caballero que intrigaba desde su puesto diplomático en la embajada británica. La retaguardia, digamos, la formaban otros dos hombres: John Scale, que en el momento del asesinato de Rasputín casualmente —o no tanto— se encontraba con el zar en el frente Oriental como «asesor militar amigo»; otro individuo del que poco se sabe, de nombre Thornhill, y, por fin, Stephen Alley, el único que junto con Rayner hablaba ruso. ¿Cómo comenzó a fraguarse el plan?, se preguntó a continuación el narrador del reportaje, para responderse luego que lo más probable era que Rayner —amigo de Yusupov desde la universidad y conocedor de su personalidad tan extravagante y exhibicionista como consciente de su rango aristocrático— hubiera sembrado en el príncipe la patriótica idea de que había que eliminar a quien estaba destruyendo el imperio. A partir de ahí, sabiendo que contaban también con el apoyo de un miembro de la Duma como Purishkevich, Yusupov y Rayner fueron reclutando a otros conspiradores, todos rusos, para que en ningún momento pareciera que había influencia extranjera. Convencieron así al compañero de farras de Félix, el gran duque Dimitri, primo del zar; al oficial Sukhotin, del que poco o nada se sabe, y por fin al doctor Lazovert. De todo lo que escribió Yusupov en sus memorias la parte más veraz es la que tiene que ver con los preparativos del asesinato. Es cierto, por ejemplo, que él buscó la amistad de Rasputín y la cultivó durante meses. Para eso —y como bien puedo yo atestiguar, puesto que lo vi con mis propios ojos—, Yusupov visitaba al starets con frecuencia. Se encerraban horas en su habitación y el príncipe cantaba con su voz de contratenor. Allí —como pude observar— intentó granjearse, además, la simpatía de María Grigorevna, que desconfiaba de él.
«También son ciertos —continuó narrando la británica voz del narrador— todos los preparativos previos al crimen». El hecho, por ejemplo, de que, una vez llegado Rasputín al palacio del Moika, los conjurados esperaran acontecimientos en el piso superior mientras el príncipe amenizaba al starets con su guitarra en el sótano, a la espera de que el veneno que Lazovert había preparado hiciera su efecto. A partir de aquí comienzan las discrepancias entre lo que narra Yusupov en sus memorias y los hechos.
«Para empezar —explicó el narrador—, veamos cómo se desmonta el mito de la aparente resistencia sobrehumana de Rasputín a morir». Envenenado, con tres tiros a corta distancia, golpeado con una porra y luego envuelto en una cortina y atado con cuerdas de las que logró liberarse para morir por fin ahogado en el Neva: esta es la historia tenida por cierta hasta el momento. Curiosamente, la verdad es menos novelesca, aunque más tragicómica. Empecemos por el veneno. Se supone que Rasputín ingirió cuatro o cinco copas de vino espolvoreado con cianuro potásico, así como té y varios pastelillos aderezados con esa sustancia. Se ha especulado con que el cianuro no hizo su efecto porque el starets, en previsión de posibles envenenamientos, tomaba desde hacía años pequeñas cantidades de cianuro hasta hacerse inmune. Otra versión sostiene que esta sustancia, en contacto con el calor de los pastelillos o con el azúcar, pudo perder sus letales propiedades, mientras que una tercera teoría apunta a que el hecho de que el starets fuera alcohólico hizo que sus enzimas digestivas le protegieran del cianuro. Sin embargo, ahora se sabe que la explicación a tan sobrehumana resistencia al veneno es más sencilla. Simplemente, Rasputín no tomó aquella noche ni un miligramo de cianuro. Esto fue así primero porque, como bien afirmó su hija en repetidas ocasiones (y yo también soy testigo), a su padre no le gustaban los dulces. Y segundo porque tampoco había cianuro potásico en el vino ni en el té que Yusupov le sirvió. Se da la circunstancia de que el doctor Lazovert hizo una sorprendente confesión pocos días antes de su muerte. Dejó escrito que aquella noche, horas antes de que Rasputín fuera conducido al palacio, mientras él se encontraba moliendo el veneno que pensaban utilizar, creyó ver de pronto, entre las llamas de la chimenea encendida, la cara de su difunto padre. Para el doctor Lazovert, aquella fue una señal de que iría derecho al infierno por intervenir en un asesinato y decidió traicionar a sus compañeros conspiradores. Fingió por eso continuar con su labor de moler el veneno, e incluso quemó en la chimenea los guantes de goma que llevaba puestos para protegerse del cianuro. Pero ni poco, ni mucho ni nada. No puso una micra de dicha sustancia en los pastelillos, tampoco en el té ni en la botella de vino de Crimea que alegremente trasegó el starets en su última noche entre los vivos.
Volvamos ahora a la escena del crimen. Después de que Yusupov hubiera servido a Rasputín vino y pasteles que él creía envenenados y su huésped ni se inmutara, el príncipe, asombradísimo, subió al piso superior en el que se encontraban los otros conspiradores a buscar una pistola con la que, según sus propias palabras, «acabar de una vez con aquel maldito demonio». Pero Yusupov, y esto también lo confesó él no una sino muchas veces, aborrecía las armas de fuego y jamás había manejado una. El príncipe cuenta en sus memorias que pidió prestada un arma al gran duque Dimitri y, con ella en la mano, bajó y descerrajó un tiro al starets. También cuenta que, como no era ducho en el asunto, solo lo hirió a la altura de los riñones. Después, siempre según la versión de Yusupov, el inefable doctor Lazovert certificó que el starets estaba muerto, solo para descubrir un rato más tarde que el finado corría por la nieve camino de la reja del palacio. Aquí fue Purishkevich quien, según propia confesión, disparó cuatro veces. Dos de los disparos fallaron y los restantes alcanzaron al starets en el hombro y en la nuca. Acto seguido Yusupov golpeó repetida e «histéricamente» (estas son sus palabras) la cara de Rasputín con una cachiporra de goma hasta matarlo. «Hecho esto —añade—, mi criado Grisha y yo envolvimos el cadáver en una pesada cortina para deshacernos más tarde de su cuerpo tirándolo al Neva».
En este punto del relato, aquella agradable voz en off dejó paso a una música fúnebre mientras que, poco a poco, fueron apareciendo en la pantalla una serie de fotos bastante desagradables. Eran, según recalcó el narrador, las tomadas por la policía al cadáver de Rasputín una vez extraído del agua. Mostraba diversos orificios de bala, dos de los cuales sí coincidían con el relato oficial, el del costado izquierdo (disparo realizado por Yusupov) y el del hombro derecho (disparo de Purishkevich). Pero el resto de las heridas desdecía por completo las confesiones que uno y otro hicieron de los hechos. Para empezar, la cara no parecía haber sido golpeada «histéricamente» con una porra. Tenía, sí, un ojo tumefacto, lo que se asocia más bien con un puñetazo. Sin embargo, lo que más llamaba la atención en la cabeza del starets era el orificio de bala que podía verse en el centro mismo de la frente. Ni Yusupov en sus memorias ni Purishkevich en las suyas mencionan ese impacto, que sin duda fue mortal de necesidad y parecía el disparo de un asesino profesional a bocajarro.
La voz del narrador continuó desarrollando su teoría, basada, además, en el informe forense de la época que certificaba que los tres orificios de bala que presentaba el cadáver de Rasputín habían sido causados por armas diferentes. El del costado izquierdo, que coincidía con el relato de Yusupov, por una Browning (propiedad del gran duque Dimitri). El del hombro derecho, que también coincidía con la versión oficial, había sido causado por una Savage 1907, posiblemente propiedad de Purishkevich. Y por fin, el tiro de gracia había sido realizado a quemarropa con un Webley Mk IV, arma que, según se sabe ahora, era reglamentaria de los servicios secretos británicos. Como es lógico, nadie sobrevive a un tiro a quemarropa en la frente, de ahí que quien quiera que lo disparara es el verdadero asesino de Rasputín. Por fin, otro dato significativo recogido también en la autopsia indica que otras partes de su cuerpo sufrieron terribles agresiones que ni Yusupov ni Purishkevich mencionan. Se da la circunstancia, y así lo señala el informe forense, de que los genitales de Grigori Efimovich Rasputín, de cuarenta y siete años de edad y extraordinariamente bien dotado según todos los testimonios, estaban cruelmente masacrados, como si la víctima hubiera sido sometida a tortura antes de morir, lo que mucho me temo que desmonta esa bonita historia de la autenticidad de la prodigiosa verga que se exhibe en un museo de San Petersburgo. ¿Hubo un interrogatorio al starets del que Yusupov tampoco hace mención? Si Rasputín fue torturado, como parece, ¿qué trataría de averiguar el discreto amigo de Yusupov, Oscar Rayner?
Una vez planteadas estas preguntas, aquella agradable voz en off anunció el final del programa, prometiendo que la semana siguiente se harían públicas las apasionantes conclusiones del caso. Sin embargo, yo no necesitaba esperar tanto. Con lo que acababa de ver más lo que sabía no me resultó difícil rellenar unos cuantos puntos oscuros y asegurar que la muerte de Rasputín debió ocurrir exactamente como sugería aquel reportaje. Me lo confirmaba así el irónico reflejo del monóculo de Mansfield Cummings en la pantalla, el mismo que había visto en mi casa dos días antes de la muerte de Rasputín. En realidad, después de ver el programa solo me quedaban algunas incógnitas. La primera: ¿qué vinculación tuvo tía Nina con el SIS? ¿Y tío Grisha? ¿También él trabajaba para Cummings? Y luego había otra que me llenaba de estupor: ¿cómo era posible que yo, que he dedicado tantos años a mirar la vida por el ojo de la cerradura, no me hubiera percatado de lo que tenía delante?
«Recuerda siempre, joven Leonid, me debes un favor», eso me había dicho Rasputín las dos veces que hablamos; y durante todos estos años no he tenido idea de a qué podía referirse. Ahora pienso que hablaba precisamente de esto: de que, una vez juntas las piezas del calidoscopio, cuando tantas informaciones inconexas confluyeran por fin para formar un nuevo y revelador dibujo, yo dejara testimonio de lo que sé, vi y oí…
Dicho queda y solo espero que, donde quiera que ahora te encuentres, Grigori Efimovich Rasputín, en el infierno, en el purgatorio o, por qué no, en el paraíso, puedas ver que, en efecto, he cumplido mi promesa.