Aprendí que la función de los rezos en un velatorio no es tanto reconfortar a los que sufren una pérdida como procurarles el nada desdeñable consuelo de tener algo útil que hacer, aunque solo sea mover los labios. Sin embargo, después de un buen rato de letanías y jaculatorias, opté por apostarme frente al reloj, no el pequeño del cuarto de mamá, sino el grande de la sala, y mirarlo intentado apresurar su imperturbable tictac. De este modo vi cómo la noche daba paso a la madrugada. Llegaron las dos, las tres y luego las agujas se arrastraron lentas como un purgatorio hasta las cuatro. Otra eternidad y llegaron las cinco, más tarde las cinco y media, pero aún sin que el más ínfimo atisbo de claridad hiciera presagiar el nuevo día. ¿Cuánto faltaba para el alba? Las noches de diciembre son las más largas del año, me quedaban horas de espera. Fue entonces cuando decidí bajar a la calle. Pensé que me vendría bien dejar atrás aquel ambiente denso en el que se entreveraban rezos y dolor, humo de cirios y flores casi marchitas. Me habría gustado hablarlo antes con tía Nina y contarle mis planes, pero se había quedado dormida con la cabeza apoyada en los barrotes de la cama en la que yacía mamá. Sus cabezas muy juntas, igual que tantas veces las había visto descansar después de un largo día de trabajo. Sonreí al verlas y, tal como había hecho otras veces, besé sus frentes antes de ir en busca de mi abrigo.
Estoy seguro de que Lara Aleksandrovna habría aprobado esta vez mi indumentaria. Pelliza de carnero bien abrochada, bufanda y guantes de lana gruesa, y por fin una shapka calada hasta las cejas. Las congeladas temperaturas de Petrogrado no invitaban precisamente a los paseos de madrugada, pero era justo lo que yo necesitaba en aquel momento. Además, tal vez fuera solo un espejismo, pero, una vez en la calle, cuando enfilaba hacia el Neva, me pareció que allá a lo lejos, donde el río divide nuestra ciudad en dos, se adivinaba un resplandor, el remoto presagio de un nuevo día.
Supongo que en este punto debería detener mi relato para recordar ciertas particularidades de la que era entonces la capital del imperio ruso. Decir, por ejemplo, que a San Petersburgo, o Petrogrado, como por entonces la llamábamos, se la conoce como la Venecia del Norte porque su fundador, Pedro I, no sentía el menor interés por las calles adoquinadas. Él era, por encima de todo, un marino, de ahí que su avenida preferida de la ciudad fuera el propio río Neva, mientras que sus afluentes, el Moika y el Fontanka, acabaron convirtiéndose en sus otros dos bulevares principales. Cuarenta y cuatro islas conectadas por un entramado de canales sobre los que reinan trescientos cuarenta y dos puentes completan el espectacular cuadro de esta villa que parece nacida de las aguas. Ciudad de emperadores y de conspiradores, así la llamó Dostoievski, quizá porque por cada uno de sus anchos canales hay multitud de rincones y recovecos amenazadores. Como puentes bajo los que se esconden estrechos pasadizos, o grutas, cavas y pozos en los que reinan ratas y sabandijas. La guerra había acentuado su cara lúgubre y, al transitar ciertos parajes, uno no sabía qué podía encontrarse. No me sorprendió, por tanto, topar, nada más salir de casa, con un caballo muerto en medio de la calle que nadie se había tomado la molestia de retirar, o al menos echar a un lado para que no interrumpiese la vía. Hinchado y rígido, su cuerpo emergía entre la nieve sucia como un monumento a la desolación. Lo rodeé pensando que era una suerte que nos encontráramos en diciembre y no en otro mes más cálido porque, si no, aquel triste cadáver que mordisqueaban perros y ratas sería, además, festín de gusanos y moscas. Seguí caminando sin mirar atrás. La amenazante proximidad de los alemanes había llenado nuestra ciudad de millares de campesinos que huían de los combates para refugiarse donde buenamente podían. Bajo los puentes, junto a las iglesias, en los pórticos de las galerías comerciales y hasta en los soportales de las casas particulares se arrebujaban, desolados y hambrientos, buscando cobijo para pasar la noche. Otros patrullaban como sombras la ciudad, atentos a lo que podían encontrar. Pero la vida valía tan poco aquellos días que muchas veces lo que encontraban en vez de un chusco de pan era un tajo en la garganta antes de que los despojaran de lo poco que llevaban encima.
Aun así, al doblar a la derecha para tomar una de las calles paralelas al Neva, vi de pronto como Petrogrado volvía a parecerse a la San Petersburgo que yo amaba. Y es que, cerca de la ribera, las triples farolas de hierro fundido con escudo imperial, que eran el orgullo de nuestra ciudad, brillaban con fuerza volviéndolo todo menos amenazante. Me gustó pasear por allí, notar cómo el aire, helado y redentor, invadía mis pulmones, sentirme dueño de unas calles desiertas que parecían extenderse solo para mí. El reloj de una torre cercana dio la hora y entonces me dije, no sin pena, que pronto se quebraría esa mágica sensación de exclusividad. Dentro de nada, los panaderos, siempre madrugadores, o quizá los puesteros de los mercados comenzarían sus actividades y entonces aquel espejismo de la vieja San Petersburgo dejaría de pertenecerme.
Continué hacia el Este, siguiendo la mínima luz que había visto en el horizonte sin darme cuenta de que, poco a poco, iba alejándome de la parte iluminada de la ciudad para entrar en otra recoleta y oscura. Caminaba siempre por la vera del Neva, por lo que se conoce como la isla Petrovski, pero no eran ya las farolas imperiales las que iluminaban mi camino, sino que una tardía luna había tomado el relevo para reflejar y multiplicarse en las semiheladas aguas del río.
Una rata grande como un gato se cruzó en mi camino anunciando que me adentraba en zona de sombras y, al intentar esquivarla, los vi. Acababan de detener su automóvil cerca de uno de los puentes que atraviesan el Neva. Ellos se encontraban en la ribera opuesta a la mía, pero, en esta parte de la ciudad, el río se estrecha formando una hoz, de modo que no era difícil ver lo que ocurría en la otra orilla.
Se trataba de tres individuos que se apearon de un vehículo negro y, por unos segundos, permanecieron inmóviles. Luego, tras mirar a su alrededor para comprobar que estaban solos, procedieron a sacar del asiento trasero lo que parecía ser un pesado fardo. Retrocedí hasta refugiarme bajo un puente; lo único que me preocupaba era que mi curiosidad por aquellos tipos no me hiciera topar de nuevo con la señora rata que antes había interceptado mi camino.
La luna brillaba ahora sobre aquellas tres figuras, permitiéndome ver incluso detalles de su vestimenta, en especial, por ser muy llamativo, el rojo de la shapka que lucía el más alto de ellos. Me interesé a continuación por los otros dos. Parecían fornidos y vestían capotes militares, aunque ese dato no daba demasiadas pistas, pues en tiempo de guerra se veían multitud de abrigos como aquellos. En realidad, casi todos los hombres en edad de servir a la patria tenían uno y lo usaban aunque estuvieran lejos del frente. Se me ocurrió una posible teoría sobre quiénes podrían ser. Se oían por entonces historias de contrabandistas y de fabricantes clandestinos de vodka que ocultaban en el río su mercancía en fardos impermeables. «Posiblemente sean ellos», pensé, y me entretuve en observar sus movimientos. Para ser profesionales del delito no parecían muy hábiles, la verdad. Si uno señalaba hacia la izquierda, los otros dos se movían hacia la derecha, por lo que, con tanta descoordinación, tardaron un buen rato en arrastrar su carga hasta la mitad del puente. Una vez allí intercambiaron algunas agitadas palabras, ninguna de las cuales llegué a entender porque el viento soplaba en contra, y luego, con dificultad, izaron el fardo por encima de la barandilla del puente. Pude apreciar entonces que se trataba de un envoltorio largo y vagamente cilíndrico que debía pesar lo suyo, porque tuvieron que hacer lo menos tres tentativas antes de lograrlo. Al fin, con estruendo, cayó al río, que no debía de estar helado del todo en esa parte a juzgar por el sonido del agua, y después aquellos tipos emprendieron el regreso al coche. Noche perfecta para conspiradores, recuerdo haber pensado, rememorando la frase de Dostoievski. Y es que el frío reinante se ocupaba de que, salvo los ojos y la nariz, ninguna otra parte de su anatomía fuera visible. Además, las luces del puente no eran tan potentes como para apreciar más detalles de su fisonomía, solo el gris de sus capotes militares y el rojo de la shapka de uno de ellos. «Igual a la de tío Grisha, me recuerda a él», pensé. Pero enseguida deseché la idea por absurda. Mi tío sin duda apuraba en ese momento el último tramo de sueño antes de que el despertador saltara para avisarle de que era hora de volver a casa de sus hermanas.
También yo debía pensar en volver. La línea del horizonte se había convertido en un resplandor difuso, pero aún no anunciaba el amanecer. Miré una vez más al otro lado del río. Terminada su tarea, aquellos individuos se disponían a marcharse y yo me pregunté si, al recular el vehículo para regresar por donde habían venido, la luz de otra farola me permitiría ver algún otro detalle interesante, o incluso la cara de alguno de ellos. Agucé la vista y también el oído. Incluso me asomé al otro lado de una columna tras la que me había parapetado… Pero solo para vérmelas cara a cara y en sus más inmundos detalles con aquella rata enorme, que había logrado encaramarse a la barandilla más próxima y ahora me miraba de igual a igual.
Maldito bicho.