Aquel hombre se puso delante de mí en lamisma pose y actitud en la que a Cristo se lerepresenta en los viejos iconos rusos. Luegome miró con sus pálidos ojos farfullando palabrasde las Sagradas Escrituras al tiempo quehacía extraños arabescos con las manos. Entonces empecé a sentir un intenso odio haciaaquel individuo, pero al mismo tiempo me dicuenta de que poseía tan gran poder hipnóticoque estaba empezando a causar en mí unaconsiderable impresión moral.
PEDRO STOLYPIN,
primer ministro ruso de 1906 a 1911,
Memorias
El rasgo más notable de Grigori Efimovich eran sus magnéticos ojos del color del hielo. Pero vale la pena detenerse en otros datos menos conocidos que tal vez ayuden a entender cómo era este individuo, uno de los personajes más complejos y contradictorios que ha dado la Historia. Al llegar a San Petersburgo siete años antes e introducirse en los salones elegantes de la ciudad gracias a una creciente fama de «obrador de milagros», Rasputín tenía treinta y tres años, vestía blusón de campesino, pantalones bombachos y pesadas botas. Digo «vestía» y no «solía vestir» porque se jactaba de no cambiarse jamás de ropa. Dormía con ella puesta y se levantaba sin tomarse la molestia de lavarse siquiera la cara. Su pelo largo y grasiento era un nido de liendres, sus uñas no conocían jabón ni mucho menos tijeras y en su barba anidaban restos de comida reseca y otras inmundicias que prefiero no tener que recordar. Como es lógico, apestaba. Se ha dicho muchas veces, y equivocadamente, que Rasputín era un monje. En realidad era un starets, que es un vocablo ruso intraducible (lo que más se aproxima, quizá, sea la palabra santón). Este tipo de individuos, a veces ermitaños, a veces simplemente vagabundos, tenían por costumbre vivir en soledad, aunque se acercaban con frecuencia a los monasterios pidiendo asilo y comida a cambio de oraciones. Desde tiempos remotos eran respetados en Rusia por haber elegido la pobreza y la renuncia. Entre los mujiks, es decir entre los campesinos, tenían fama, además, de profetas, de visionarios y de hombres de Dios capaces de obrar curaciones prodigiosas. Dostoievski, por ejemplo, habla de ellos en Los hermanos Karamazov, y los describe así: «Un starets es aquel que se apropia de tu alma y de tu voluntad. Cuando eliges a tu starets has de entregarte a él con toda sumisión, con toda renuncia».
Podría creerse que este tipo de individuos, entre los que como es lógico abundaban tanto los iluminados como los farsantes, solo tenían predicamento entre los mujiks y personas iletradas, pero eso significa desconocer el alma rusa. Nosotros desde siempre (y también en el presente, debo decir) vivimos en un equilibrio perfecto entre la sensatez y el delirio, la virtud y el vicio, la razón y la pasión. Por eso no resulta sorprendente que incluso el gran Tolstói, cuando se encontraba al final de su vida, decidiera consultar con los starets, y allá que se fue a Optina Poustin a parlamentar con varios que lo recibieron mugrientos, en harapos y cargados de cadenas. Al hablar de ellos, el autor de Ana Karenina apunta que «su decidida renuncia del mundo daba a estos santos varones la libertad que otros no tenemos. Por eso ellos pueden rebatir y reprender incluso a los zares» (las cursivas son mías).
Rasputín había nacido en Pokrovskoye, Siberia, y se llamaba Grigori Efimovich. Algunos cuentan que en su pueblo le pusieron el mote de Rasputín, que quiere decir «disoluto», «licencioso», «libertino». Otros, por el contrario, sostienen que Rasputín era su verdadero apellido, y muy adecuado, dicho sea de paso. Sea como fuere, lo cierto es que ya en Pokrovskoye eran famosas sus borracheras, también su desmedido «amor» por las mujeres, que se tradujo en más de un ultraje. No es que eso fuera demasiado inusual entonces, lamentablemente, pero sus métodos de seducción eran tan directos —no bien empezaba a hablar con una mujer ya estaba arrancándole los botones de la camisa— que aquello le acarreó bastantes problemas con hermanos humillados y maridos ofendidos. Curiosamente, siguió utilizando estas artes suyas de seducción incluso cuando, de la mano nada menos que del archimandrita Teófanes, que era una suerte de obispo menor de San Petersburgo, logró introducirse en los salones más selectos de la ciudad y convertirse en el hombre de moda. Sorprendentemente, también allí se le toleraban sus salidas de tono, su absoluta falta de higiene y sus libertades con las mujeres de todo rango, puesto que era considerado «un hombre de Dios». Y es que dentro de la religión ortodoxa existían entonces corrientes de lo más variopintas, algunas de las cuales rozaban la idolatría, e incluso el carácter de secta. Entre ellas había una para la que el pecado era el primer y obligado paso hacia la santidad, puesto que «el arrepentimiento es tan divino como el perdón». Esta doctrina encajaba a la perfección con la filosofía de vida de nuestro hombre y la abrazó con entusiasmo. De ahí que lo primero que hizo al comienzo de sus andanzas como starets fue hacer gala del apellido tan poco halagador que le había deparado el destino. «Lo hago por humildad», decía cuando sus nuevos e influyentes amigos de San Petersburgo se asombraban de que se hiciera llamar disoluto o libertino; pero él tenía elocuencia suficiente para hacer valer eso y más. También la tenía para lograr que sus nuevas y elegantes amigas petersburguesas le perdonaran sus borracheras épicas, que acababan, a menudo, con la princesa o condesa de turno fanée y desparramada sobre un sofá. Claro que dicha elocuencia de poco le habría servido de no ir acompañada por otros tres talentos poco comunes. El primero era una descomunal verga de treinta centímetros en reposo; el segundo, un don para la profecía, y el último, un gran magnetismo personal. Del tamaño de su verga hablaré más adelante y de sus habilidades como profeta hemos visto ya una muestra. En cuanto al magnetismo, no escapaban a él ni siquiera sus peores enemigos.
Mi tío Grisha recordaba haber oído decir a su amo, Félix Yusupov, que años más tarde se convertiría en su asesino, que el día en que lo conoció se había sentido vivamente impresionado y que, al mirarse en sus claros ojos, había experimentado un extraño sopor.
Algo parecido le sucedió a Pedro Stolypin, nuestro llorado primer ministro abatido por las balas anarquistas, confeso enemigo de Rasputín y, según muchos, el único que podría haber salvado a Rusia de su cruel destino. Un día, y para su humillación, la zarina le envió a Rasputín a su despacho para que lo «evaluara» y viera si estaba o no en consonancia «con la voluntad de Dios», puesto que, según Alejandra, «Rasputín sabía leer los corazones humanos».
En lo que a mí concierne, no puedo decir que mi primer encuentro con Rasputín me produjera sopor como a Yusupov, tampoco humillación ni mucho menos la fascinación que sintieron tanto la zarina como muchas damas de la buena sociedad petersburguesa. Lo que sí puedo decir es que me causó un considerable dolor físico (y bastante merecido, por cierto).
Debió de ser algún tiempo después de la estancia en Spala, puesto que el zarévich aún convalecía de su hemorragia. Lo recuerdo porque durante meses una de sus piernas se le quedó encogida, casi pegada al pecho, y se veía obligado a usar un complejo aparato ortopédico de metal para enderezarla. A pesar de que, por esas fechas, las visitas de Rasputín a nuestro palacio de Aleksandr comenzaron a hacerse frecuentes, creo poder afirmar que el zarévich no sentía especial afecto por aquel individuo. Se ha dicho siempre que bastaba que el starets mirara a Alexei con sus calidoscópicos ojos para que dejara de sangrar, pero yo nunca presencié tal escena. Lo que sí oí en más de una ocasión, en cambio, fue algún comentario no muy reverente de Alexei sobre él. «¿Sabes qué ha comido hoy Rasputín?», recuerdo que le preguntó un día a Anastasia. «Cualquier cosa menos borsch», añadió sin esperar la respuesta de su hermana y, como esta preguntase cómo demonios lo sabía, añadió: «Facilísimo, tonta, porque enredados en su barba he visto fideos, carne y hasta lentejas, ¡pero ni rastro de remolacha!».
Sí, eso dijo entre risas, en alusión a ese rojo e inconfundible tubérculo con el que se hace el borsch.
He afirmado antes que la primera vez que vi a Rasputín me produjo un gran dolor físico y debería explicarlo. Había en palacio una habitación que era, entre todas, mi favorita. Los sirvientes la conocíamos como el salón de los cosacos porque lo presidía un enorme cuadro de por lo menos seis metros de largo en el que se representaba una batalla de esos guerreros. Los amos, en cambio, lo llamaban el cuarto de María Antonieta, y era uno de los que más frecuentaban. Yo entonces no podía comprender qué interés despertaba entre la familia y sus visitantes el retrato de una dama cursi de empolvada peluca en actitud de jugar con unos niños. Tampoco podía saber que ese cuadro se lo había regalado a nuestra zarina el presidente de la República francesa cuando, poco tiempo después de la coronación, el zar y ella fueron a Francia en viaje oficial. Y mucho menos estaba al tanto de que en ese viaje Alix había pedido, expresamente, dormir en la cama de la guillotinada reina de los franceses. Más adelante se hablaría del carácter premonitorio de todo aquello y de la ironía de que tuvieran ese cuadro presidiendo uno de sus salones favoritos. Sin embargo, lo cierto es que, en la última década del siglo XIX y en la primera del XX, la fascinación de Alejandra por María Antonieta tenía una explicación muy sencilla. Por aquel entonces causaban furor en toda Europa los recuerdos o memorabilia de los guillotinados reyes de Francia. Los ricos se vanagloriaban de poseer una tacita, una caja de rapé, unos cubiertos de vermeille, un pañuelo o cualquier objeto que les hubiera pertenecido. De hecho, en los salones de San Petersburgo todos pugnaban por ver quién tenía la reliquia más rara o el objeto más personal.
Aclarado este punto, volvamos ahora al salón que nos ocupa, ese en el que reinaba María Antonieta y vigilaban los cosacos. Para mí, el elemento más fascinante de aquel lugar no eran ni sus paredes de estuco blanco ni sus cortinas color frambuesa a juego con la enorme lámpara central de largas lágrimas rojas. Tampoco las siete puertas-ventanas que se abrían sobre el parque de palacio y ni siquiera el piano de cola que dormía en una esquina. Lo que más me llamaba la atención era una colección de relojes de diversos tamaños que cada hora competían para dar las campanadas del modo más musical y encantador; además, dos veces al día, al dar las doce, cada uno de ellos se esforzaba en mostrar la originalidad de su mecanismo. En efecto, mientras del interior de uno salían dos niñitas de platino y brillantes que bailaban bajo un paraguas, en otro era un mono de plata y oro el que daba volteretas al compás de las campanadas. Aquí había un pavo real que desplegaba una cola cuajada de zafiros y más allá un elefante barritaba levantando la trompa. Luego estaba mi favorito entre los favoritos: uno del que emergía una bailarina de una sola pierna. La otra no sé adónde habría ido a parar, y la música de su carillón no era tan melodiosa como la de los demás relojes, pero aquella diminuta muchacha coja tenía dos elementos únicos: unos ojos rasgados idénticos a los de Tatiana Nikolayevna y una mata de pelo natural de su mismo color.
Allí estaba yo como tantos otros días a las doce menos cinco, escapado de mis obligaciones, para ver bailar a mi Tatiana en aquella sala desierta, cuando sentí de pronto un tremendo dolor en la oreja izquierda mientras un vozarrón me preguntaba qué demonios estaba haciendo. Pensé que había sido descubierto por alguno de los criados o —peor aún— por uno de los guardias que patrullaban el palacio. Me volví esperándome lo peor solo para descubrir que quien me retenía de modo tan poco amable era un mujik de larguísima barba negra. Recuerdo que empecé a calcular cómo habría burlado aquel hombre, un vagabundo por su aspecto, la vigilancia de palacio y por dónde podía haberse colado. A través de una de las puertas-ventanas del jardín sin duda; alguien debió dejarla abierta por descuido, me dije. Pero no logré llegar más allá en mis cavilaciones. Aquel individuo no soltaba mi oreja de ninguna manera; al contrario, me la retorcía como si quisiera arrancármela.
Así habría sido, estoy seguro, si en aquel momento no hubiera aparecido un negro abisinio. Sí, he aquí el tercer personaje de esta escena. Un hombrón de cerca de dos metros y negro como el betún. Ataviado, además, con unos bombachos escarlata, chaqueta bordada en oro, gran turbante de seda blanca y tremenda cimitarra al cinto. En realidad no se trataba de una aparición tan extemporánea como puede parecer. La llamada guardia abisinia a la que pertenecía aquel gigante era una reliquia de la época de Catalina la Grande y conservaba de aquellos lejanos tiempos tanto su uniforme como su aspecto físico. La única misión conocida de estas torres humanas era hacer de estatuas vivientes ante las habitaciones en las que estaban los zares, de modo que todos sabíamos por su inmóvil presencia tras qué puerta se encontraban nuestros soberanos en cada momento. Fama tenían de ariscos y poco habladores. De hecho, permanecían tan mudos e inexpresivos como si, en efecto, fueran de ébano o de ónix. Aun así, yo había logrado establecer una relación cordial con uno de ellos de nombre Jim, e incluso más de una vez y en secreto le había llevado algo de beber, pues eran eternas aquellas guardias sin mover un músculo. Para mi desgracia no era Jim, sino otro abisinio nada amable el que acababa de sorprendernos al mujik y a mí. ¿Qué podía pasar ahora? La guardia abisinia no se ocupaba de la vigilancia, pues su presencia era más bien ornamental; aun así, al haber un intruso en palacio algo tendría que hacer aquel gigante. Avisar a un oficial, tocar un silbato, qué sé yo, armar un gran escándalo. «Ojalá lo haga», me vi rezando, porque solo así podría distraer la atención de mi presencia en aquella zona prohibida. En caso contrario mi futuro no iba a ser fácil. Mi visita a la bailarina de una sola pierna iba a costarme lo menos cincuenta «besos», que era como mi jefe, Antón Petrovich, llamaba a los azotes con su vara de castigo. Eso en el mejor de los casos, porque en el peor me echarían a la calle a patadas para consternación de mamá y tía Nina, que tanto necesitaban de mi sueldo.
Todo esto rumiaba yo cuando, para mi sorpresa, el abisinio no solo no pareció sorprendido por la presencia del mujik, sino que lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Creo que ha extraviado el camino, señor Rasputín —dijo mientras yo miraba asombrado al hombre del que toda Rusia hablaba en esos momentos. Se produjo entonces un pequeño diálogo entre ellos en el que el abisinio se ofreció a acompañarlo a las habitaciones de la zarina y el starets respondió que no, que muchas gracias, que conocía el camino. Asintió el abisinio y todo fue muy ceremonioso hasta que se volvió hacia mí para preguntar (ya menos amablemente) que qué rayos hacía en ese lugar.
—Yo, yo —tartamudeé, pensando a toda prisa una excusa creíble pero sin encontrar ninguna—. Bueno, verá, yo…
No me dio tiempo a hilvanar más palabras incoherentes, porque Rasputín en ese momento, posando una mano sobre mi hombro, dedicó al guardia la más magnética de sus sonrisas.
—Es mi culpa —dijo—, he sido yo quien ha pedido a este muchachito que me enseñe a María Antonieta. Tenía muchas ganas de conocer esta habitación y no sabía dónde estaba.
Siempre que recuerdo esta escena me pregunto qué habría pasado si en vez de ser sorprendidos por un abisinio nos hubiera pillado uno de los criados o un guardia de palacio. Uno u otro me habría entregado a Antón Petrovich sin miramientos para que arreglara cuentas conmigo. No así aquel gigante que, quizá porque no se llevaba bien con el resto de los empleados de palacio, decidió dar por buena la explicación tan inverosímil de que Rasputín, para conocer los cuadros de palacio, eligiera por guía a un deshollinador.
Comenzamos a salir en fila india del gran salón. El abisinio iba delante abriendo camino, después Rasputín y por fin yo.
—Adiós, señor —se despidió aquella estatua viviente, usando una vieja y respetuosa fórmula que sin duda debió agradar a nuestro visitante—. Aquí le dejo con su guía, padre Grigori.
—Sí, aún tenemos algunas cosas que ver él y yo, ¿verdad, muchacho? —dijo mi salvador y entonces pude notar por primera vez el influjo de aquellos ojos de los que hablaba todo San Petersburgo, tan claros que, según les diera la luz, sus cuencas parecían vacías como las de una calavera. Vestía una túnica parda cuyo color parecía más producto de la mugre que de tintura alguna y sobre su pecho colgaba una rústica cruz de madera. Tampoco parecían muy limpios sus pantalones de pana, tan desgastada a la altura de los muslos que sugería la costumbre de limpiarse las manos en las perneras. Un olor acre emanaba de su persona, y cada vez que abría la boca la cosa no hacía más que empeorar al añadir a aquel tufo el inconfundible perfume a vodka revenido. Un muchacho como yo, que vivía entre tuberías, no era la persona con el olfato más delicado del mundo, pero aun así recuerdo no haber podido evitar una mueca que seguro no pasó inadvertida a Rasputín. Según se contaba en palacio, al reencontrarlo tras la crisis sufrida por el zarévich en Spala, la zarina se había arrodillado ante él para besar el bajo de su túnica. También, según se decía, pasaba desde entonces largas horas charlando u orando con él. «¿Cómo rayos puede estar siquiera cerca de este tipo?», pensé. Pero no me dio tiempo a más consideraciones porque en ese momento hizo su entrada en escena un cuarto personaje, alguien a quien yo había visto varias veces desde las rejillas de ventilación, pero que no conocía de cerca.
—Padre Grigori —dijo Ana Vyrubova acercándose a besar la cruz que colgaba de su cuello—. Pero ¿qué hace por aquí? ¿Se ha perdido? No me extraña, este palacio es tan grande… Hasta hace poco me pasaba lo mismo.
Vista de cerca, la íntima amiga de la zarina me pareció más alta de lo que esperaba. Tía Nina la había descrito como un oso hormiguero. Yo entonces no sabía qué aspecto tenía ese animal, pero más que a un oso me recordaba a una perinola. No, digamos mejor que tenía esa forma ovoide de las muñecas matrioshkas, tan protuberantes por delante como por detrás. Vestía un traje malva con topos blancos y sobre el pecho, en catarata, se desparramaba una profusión de encajes, chorreras, festones y hasta un ramito de petunias. Seis o siete pulseritas plateadas adornaban sus muñecas, que eran recias, y llevaba el sombrero más ridículo que he visto nunca, una especie de cacerolita de paja que se inclinaba en imposible equilibrio sobre su cara, en la que reinaban grandes mofletes rosados y una boquita de piñón. Su único rasgo redentor eran unos ojos de color gris verdoso, pero su mirada se parecía tanto a la de una vaca que hacía olvidar todo lo demás.
—Le había pedido a este muchachito que me enseñara a María Antonieta —dijo el starets repitiendo la excusa que había utilizado antes. Y, tal como había pasado con el abisinio, aquello debió parecerle de lo más natural a la dama de los ojos de vaca, porque comentó:
—Por supuesto, padre Grigori, me parece muy bien. Yo acabo de llegar y me dirigía al cuarto de los niños cuando he oído su voz. Tómese el tiempo que quiera, lo esperamos arriba.
A mí ni me miró, cosa que no solo agradecí, sino que me pareció natural. Para entonces ya estaba más que acostumbrado a ser transparente, como lo somos todos los criados de este mundo. Y es que a nosotros nadie nos «ve» a menos que estemos fuera de lugar, como era mi caso. Sin embargo, la presencia y sobre todo las palabras del starets debieron anular esta circunstancia porque la señora Vyrubova giró sobre sus talones y se alejó por donde había venido. Arriba abajo, arriba abajo le bailoteaba la cacerolita aquella sobre la cabeza, y yo me entretuve unos segundos en apostar tontamente: se le caerá, no se le caerá, hasta que Rasputín, que continuaba a mi lado, me agarró de la oreja con la misma saña que al principio de nuestro encuentro, solo que esta vez, además de retorcérmela, acercó a ella sus labios para sisear:
—A partir de ahora tenemos un secreto tú y yo, ¿verdad, niño?
—¿Co-co-cómo dice, señor? —tartamudeé. No entendía de qué demonios podía estar hablando y el dolor no me dejaba pensar. Tampoco el tufazo que desprendía aquel tipo ayudaba a aclararme las ideas, y menos aún los filamentos de su barba, que se colaban en mi oreja como gusanos.
—Tu jefe te arrancaría algo mucho peor que esto si se enterara de que andas husmeando por aquí. ¿Sí o no?
—Sí, señor, gracias, señor —respondí. Habría dicho que sí a cualquier otra cosa con tal de poder escapar.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho?
—Leonid, para servirle, y yo…
Una vuelta de tuerca más a mi oreja. Me dolía tanto que estaba a punto de desmayarme.
—¿Tú, qué, muchacho?
—Yo le pido perdón, señor, si…
—Nada de perdones, perdón es una palabra divina y tú no sabes nada de eso. Solo recuerda una cosa.
—Sí, señor. ¿Qué, señor?
—Que a partir de este momento me debes un favor, joven Leonid. No lo olvides. Nunca.