QUERIDO DIARIO…

Si cotejáramos los diarios privados de distintos miembros de la familia imperial —de algunos como el del zar se conservan todos los volúmenes; en el caso de otros, en cambio, solo sobreviven algunos años sueltos—, se podría ver que, al comienzo del verano de 1914, además de la lúgubre sombra del dios de la guerra, revoloteaba sobre nuestro palacio de Aleksandr la mucho más alegre del dios Eros. Por aquel entonces, en las dependencias de los criados se hablaba de un baile que debía celebrarse a finales del mes de julio en el palacio de Livadia, residencia veraniega de los zares y el más hermoso de todos los que poseían. La fiesta tendría por finalidad que las grandes duquesas, que, en palabras de su abuela Minnie, «vivían en un tonto fanal», salieran al mundo, conocieran gente, se relacionaran con muchachos de su edad. Si se le insistía un poco más, aquella noble dama (que deploraba los métodos educativos de la zarina, como casi todos los demás rasgos del carácter de nuestra soberana) se hacía cruces a la tártara diciendo que con tanto celo y zarandajas victorianas sus nietas hablaban como niñas de cinco años. «Además —decía—, como sigan en jaula de oro, corren el riesgo de convertirse de damitas monísimas e inalcanzables, en simples solteronas». Por eso el plan, en el que parecían estar de acuerdo por una vez suegra y nuera, oh milagro, era aprovechar el viaje que la familia real solía hacer por esas fechas a Livadia y organizar allí una fiesta en la que al menos las tres mayores pudieran alternar con «caballeros de su edad y de buena familia».

Si la zarina o la abuela Minnie hubieran tenido acceso entonces a los diarios de las grandes duquesitas, se habrían asombrado al comprobar que, a pesar del fanal y de la jaula de oro, a pesar de la parla infantil y las zarandajas victorianas, al menos uno de aquellos corazones solitarios estaba ya partido. Olga, la más reservada de las cuatro hermanas, callaba un gran desengaño. Pavel Voronov se llamaba el rompecorazones y era oficial del yate imperial Standart. Miembro de la nobleza menor, como todos los oficiales de esa nave, a Pavel puede vérsele en muchas de las fotos tomadas a bordo que se conservan. Y en casi todas aparece mirando con indisimulado interés a Olga. «Nunca he sido tan feliz en toda mi vida», confiaría ella a su diario mediante una clave que debía considerar muy secreta, pero que, en realidad, resulta sencillo decodificar, porque consistía en cambiar letras por números. Y junto a esos ingenuos signos que cualquier aprendiz de Sherlock Holmes puede leer sin dificultad, duermen además los disecados pétalos de un pensamiento malva: «Beso a diario la flor que me diste», escribe Olga en el margen, mientras que en páginas posteriores relata: «Hoy hemos jugado a las cartas y luego me sacó a bailar tres veces, incluso delante de mamá».

Un par de días más tarde, sin embargo, las entradas de su diario se vuelven sombrías. «Ahora pasa todo su tiempo con otra Olga que no soy yo. Dios mío, dame fuerzas».

Esa segunda Olga era una de las sobrinas de cierta condesa amiga de la familia imperial. Ella y su hermana Tatiana (qué casualidad que se llamaran igual que las dos grandes duquesas mayores) eran tanto o más bellas que las hijas del zar, o al menos más que la taciturna Olga Nikolayevna. En realidad, nadie sabe si el repentino cambio de interés de Pavel de una Olga a otra se debió al mayor atractivo de la condesita o a cierta insinuación de la zarina. Es muy posible que Alejandra diera a entender a Pavel que vería con buenos ojos su matrimonio con la otra muchacha. Y eso, en el lenguaje de sobrentendidos que regía la vida de la corte, era tanto como señalar que no lo consideraba buen partido para su hija. Sin embargo, también es posible que en el cambio de opinión de Pavel jugara un papel importante otro factor más prosaico. La segunda Olga poseía una colosal fortuna que venía de perlas para repintar los desconchados blasones de la familia Voronov, y no era cuestión de quedarse sin el pan y sin la torta. En fin, cualquiera sabe; lo único que se puede afirmar es que, poco después, la hija mayor de los zares tuvo que pasar por el trance de firmar como testigo de honor en la boda de Pavel con su rival. Gracias a que se conserva el volumen de su diario correspondiente a ese año, es fácil convertirse en voyeur de la escena: después de describir la ceremonia en la catedral con todo el fair play de su educación inglesa, Olga Nikolayevna cuenta cómo se vio forzada a sonreír a cada paso para que nadie adivinara su dolor. También relata cómo se las arregló para desviar las miradas entre cómplices y tristes que sus hermanas le dedicaron en el momento del «sí, quiero» y la más que ambigua sonrisa del novio, que casi la hace, según sus propias palabras, perder el sentido. Olga, la más rusa, y por tanto la más pasional de todas las grandes duquesas, esa noche confió a su diario: «Temblaba de pies a cabeza y lo peor es que estaba lista para tirarme en cualquier momento a sus pies. Sé que tengo que ser cauta de ahora en adelante, ¿pero cómo, Dios mío, cómo, si no tengo el más mínimo autocontrol?». Algunas páginas más adelante, demostrando que sí lo tenía, añade: «Señor, da felicidad a mi amado… Pero haz también que me recuerde. Siempre».

Después de este desengaño, Olga puso sus esperanzas en otro oficial. En este caso se trataba de un partido bastante mejor que Voronov. El gran duque Dimitri era hijo de Pablo Aleksandrovich Romanov, hermano menor de Nicolás II, y por tanto miembro de la familia imperial. Huérfano de madre desde edad muy temprana, y con una vida familiar complicada, era unos años más joven que su primo el emperador. Por eso, tanto Alix como él lo trataban como a un sobrino y siempre se habían ocupado de su educación. De ahí que, cuando Dimitri comenzó a mostrar interés por Olga, pensaron que se trataba del marido perfecto. Lamentablemente este romántico espejismo duró aún menos que el de Pavel. Pronto alguien anónimo se ocupó de que llegara a oídos de la zarina el más que notorio interés de su protegido por las prima ballerinas, el opio y las fiestas hasta las siete de la mañana.

Esta vez ya no hubo confesiones tristes en el diario de Olga como en el caso de Voronov, ni flores marchitas aprisionadas entre sus páginas, tampoco comentarios en clave secreta. Quizá porque no le había dado tiempo de hacerse ilusiones o, tal vez, quién sabe, porque la mayor de las hijas del zar comenzaba a acostumbrarse al triste sabor de los amores contrariados.

Si el corazón de Olga estaba maltrecho, el de María —o Masha, como la llamaban en familia— latía desbocado. Así como su hermana prefería sufrir en silencio, la personalidad de Masha la hacía compartir con todo el mundo su mal de amores. Desde pequeña, la tercera y más sociable de las grandes duquesas tenía unos arrebatos románticos que divertían a toda la familia. Por aquellas fechas anteriores al gran baile de Livadia, por ejemplo, le había dado por firmar sus cartas, incluso las que enviaba a su padre el zar, como «señora Demenkov».

Kolya Demenkov era también oficial de marina y —una vez más— de buena pero arruinada familia. Sin embargo, a diferencia de Pavel Voronov, no tuvo que recibir ninguna sutil indicación de la zarina para que pusiera sus ojos en otra parte. Kolya nunca se tomó en serio la pasión de María. Esta carta que la zarina le envió a su hija creo explica bien por qué:

Masha querida, trata de que tus pensamientos no se recreen demasiado en él. «Our friend» [léase Rasputín] dice que Kolya te aprecia pero solo como a una hermana pequeña. Además, una gran duquesita no debe fijarse en soldados, por guapos que sean.

A esto María contestó participando a toda la familia que su plan era «casarse con un soldado ruso y tener veinte hijos». Nadie le hizo mucho caso. Al fin y al cabo, no había cumplido aún los quince. «Cosas de Masha», decían. Porque, a pesar de que por sus perfectas facciones prometía ser la más guapa de todas las hermanas en el futuro, en casa se reían un poco de ella. Además, pasaba por esa fase de la adolescencia en que a las niñas les sobran un par de kilos, y eso, unido a su elevada estatura, le daba un aire entre patoso y simplón. «Bow-wow», así la llamaban sus padres y sus hermanos, con el apelativo que los ingleses reservan a los cachorritos torpes y juguetones. Ella se lo tomaba todo a broma, una chica muy agradable; Masha Nikolayevna, entre los criados, era la más popular.

También gustaba mucho Anastasia, que todos teníamos por la ocurrente de los cinco hermanos. Le encantaba disfrazarse con ropa y sombreros de su madre para sorprender a los oficiales del Standart que, de momento, no veían en ella más que a una niña de doce años.

¿Y mi Tatiana, mientras tanto? Con diecisiete, casi dieciocho años, sí tenía edad de enamorarse, pero mucho me temo que fue siempre la más enigmática de las cuatro hermanas. Ni su diario ni sus cartas revelan pasión alguna. Al menos de momento.