Durante cuatro días traqueteamos abriéndonos paso entre el calor y el polvo. Si en mi patria los inviernos son duros, los veranos pueden llegar a ser sofocantes. Más aún si como aquel de 1917 coincide con una sequía que empezaba a socarrar gran parte del paisaje. El nuestro se convirtió en un viaje solitario y clandestino. Cada vez que atravesábamos un pueblo nos obligaban a bajar las cortinillas del compartimiento para evitar ser vistos mientras que el apeadero local correspondiente se cerraba al público. Una vez, cerca de Perm, nos interceptaron unos oficiales interesados en curiosear qué transportaba ese misterioso convoy que circulaba con bandera japonesa. Un hombre de larga barba se presentó a Kobylinsy, el militar al mando de nuestra expedición, diciendo que era el jefe del soviet de trabajadores local. Kobylinsy le enseñó un documento repleto de sellos y con la firma de Kerenski. Se produjo una discusión, pero al final accedió a dejarnos pasar. «Parece que el gobierno provisional aún manda algo, al menos en esta remota zona del país», comentó el zar amargamente mientras reanudábamos camino.
La tarde del tercer día, cuando el tren enfilaba hacia los Urales, el aire refrescó, presagiando que entrábamos en la estepa, que se extendía ante nosotros, desnuda, deshabitada, interminable. Por fin, la mañana del 17 de agosto alcanzamos a ver el río Tura, donde, en un destartalado embarcadero cercano a la estación, nos esperaba el Rus, un vapor que debía llevarnos doscientas millas río abajo hacia nuestro destino. Al día siguiente me disponía a entrar en el comedor llevando una botella de vodka y unos vasos cuando me encontré, acodado a estribor y silbando una tonada, a mi amigo Iuri.
Entre los vaivenes del barco y la sorpresa, el vodka casi acaba en el Tura.
—Pero se puede saber… —comencé, y él, como tantas otras veces en el pasado, se encargó de completar la frase:
—¿… qué hace un enano bajando el Tura? Lo mismo que tú, Chiquitín, ponerme al servicio de sus majestades imperiales.
—No te hagas el gracioso conmigo, Iuri. Dijiste que no te daba la gana de venir, que te importaba un bledo la suerte de los Romanov. Y, por cierto, ahora se llaman así, Romanov, y no «sus majestades imperiales». Más vale que te lo grabes en esa cabeza dura que tienes. A menos que prefieras que Kobylinsy y sus muchachos te expliquen cómo son las cosas en la nueva Rusia.
—Gracias por el consejo. —Rió encendiendo un cigarrillo (los mismos que fumaba nuestro zar, por cierto)—. En cuanto a tu interesante pregunta, en efecto, me importan poco los Romanov, pero no podía dejarte solo, Chiquitín.
—¿Y dónde te has metido durante este tiempo, si puede saberse? —pregunté cambiando de tema porque no estaba dispuesto a dar pábulo a sus habituales ironías.
—Ya conoces a tu amigo, abulto lo mismo que un huevo de pascua, de modo que quepo en cualquier parte. Además, no creo que el vagón de carga, que es, para tu información, donde he pasado las últimas noches antes de embarcar, fuera más incómodo que el jergón que imagino que te habrá tocado a ti.
—¡Iuri, pero qué buena sorpresa, no sabía que estabas con nosotros! Masha se va a alegrar muchísimo y Aliosha ni te cuento. Siempre dice que eres el mejor jugador de ajedrez que conoce.
Una sonriente Olga Nikolayevna, que acababa de salir del comedor a cubierta, pronunció estas palabras y, por un segundo, me pareció que la cara de duende de mi amigo enrojecía hasta las orejas. Pero tal vez fuera solo el reflejo del sol sobre sus pecas. Sea como fuere, en cuanto habló, los colores desaparecieron para dar paso a una sonrisa neutra.
—Leonid se puso muy pesado y no paró hasta conseguir que me apuntara en la lista de voluntarios —mintió—. Además, yo siempre he querido conocer mundo. Esta parte del mundo, al menos.
—En ese caso, ven conmigo. Papá ha dicho que el barco está a punto de pasar por un lugar especial.
Como si de un niño se tratase, Olga cogió de la mano a Iuri y lo arrastró hacia el otro extremo de cubierta. Era frecuente que la reducida estatura de mi amigo le hiciera acreedor de un trato que nada tenía que ver con sus cerca de treinta años, y cuando esto sucedía, su lengua era desde luego experta en poner en su sitio al despistado, sin importarle quién fuese. Sin embargo, esta vez se dejó llevar sin decir nada y yo me dispuse a seguirlos. Nos dirigimos hacia popa. Olga, alegremente, iba llamando a sus hermanos:
—Tania, Nastia, venga, vamos, papá ha dicho que nos demos prisa. Pero ¿dónde se ha metido Masha? Apuesto que está de charla con alguno de los soldados… Tú también, Aliosha, ven, todos a cubierta; mamá ya está ahí. ¡Vamos a pasar por delante de Pokrovskoye!
El nombre no me decía nada. Tampoco lo que se veía en la orilla me pareció de especial interés. Era uno más de los pintorescos pueblos que habíamos atravesado. ¿Cuántos habitantes podía tener? No muchos, a juzgar por el número de casas que se alineaban en torno a dos calles principales. A medida que el Rus navegaba paralelo a la orilla, vi una iglesia de tosca madera, un silo, una plaza central con una fuente… ¿Y qué más? Varias casas de campesinos de una planta entre las que destacaba una de dos pisos, con flores rojas y moradas en las ventanas.
—Mirad, niños, allí está… —La zarina señalaba en aquella dirección y luego se persignó tres veces. Sus hijas (incluida Masha, que acababa de subir a cubierta sin aliento) la imitaron, y yo miré al zar para ver qué hacía. Él no se persignó, sino que se llevó la mano a la visera de la gorra para descubrirse. Luego, como si hubiera cambiado de opinión, optó por acariciar su barba con ese tic suyo característico.
La familia entera parecía tan absorta en sus pensamientos que no tuve más remedio que volverme hacia Iuri, como tantas veces en el pasado, en busca de explicación a lo que estaba viendo.
Me apartó del grupo antes de hablar.
—Es su casa —dijo mientras señalaba vagamente con la barbilla en dirección a la orilla—. Sí, esa alta con flores en los balcones. Allí nació él.
No hacía falta que pronunciara nombre alguno. Supe que se refería a Grigori Rasputín y volví a mirar con redoblada curiosidad hacia donde se encontraban los Romanov en silencio ante la barandilla, muy juntos, los siete mirando aquella casa mientras el viento de Pokrovskoye jugueteaba con los blancos vestidos de las grandes duquesas.
Nuestro vapor continuó deslizándose paralelo a la costa. Un silencio espeso parecía haberse instalado entre nosotros. Olga, María y Anastasia dejaban, como yo, que su vista se perdiera en los manzanos cargados de fruta, los campos de heno con sus almiares a los lados, las vacas que pastaban. Alexei miraba a su padre como para saber qué actitud tomar, mientras Tatiana eligió situarse junto a su madre y tomarla de la mano. Las lágrimas corrían por las mejillas de nuestra ex zarina sin que hiciera nada por disimularas.
Una vez más me volví hacia Iuri.
Él nunca fue devoto de Rasputín. Muchas veces había puesto en duda sus poderes, riéndose de la ingenuidad de Alejandra cuando no deplorando lo que esta amistad había supuesto para los Romanov y, por extensión, para todos nosotros. Esta vez, en cambio, había algo muy parecido a la admiración en su voz cuando dijo:
—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos…
—¿Visto qué, Iuri?
—A ti ya te habían destinado a cocinas, debió de ser poco después del comienzo de la guerra. Estaban solos los tres esa tarde, la zarina y sus dos mejores amigos.
—Rasputín, Ana Vyrubova y ella, supongo.
—Sí, en el gabinete malva, y yo, asomado a nuestro observatorio habitual de las rejillas de ventilación. Ni siquiera sé por qué me detuve a escucharlos. Hacía tiempo que no me interesaba su conversación; ni él ni la Vyrubova son mis personajes favoritos. Pero ese día algo, no sé qué, me hizo escucharles. El starets hablaba de la guerra, de que aquello era un colosal error, de que el zar iba a tener siempre sobre su conciencia tanta sangre y de que sus augurios no tardarían en hacerse realidad. Ni la zarina ni la Vyrubova parecían prestarle demasiada atención. Ya sabes cómo ardíamos todos de fiebre patriótica al principio de la guerra; la sola idea de estar en contra se consideraba traición. Pero él insistía. Parecía cada vez más furioso por el nulo efecto de sus palabras. De pronto cogió las manos de la zarina, muy teatral, como le gustaba a él, cambió de tema y también de actitud. Mencionó su pueblo natal. Habló de sus habitantes, de cuánto habían prosperado en los últimos años, de la bondad de sus gentes. «Recuerda siempre lo que voy a decirte, matiushka», añadió mirándola fijamente como si aquello fuera una revelación. «Un día irás a Pokrovskoye. Sí, la emperatriz más poderosa del planeta, la que rige los destinos de millones de almas. Tú y toda tu familia veréis mi pueblo y os fotografiaréis ante las cuatro paredes que me vieron nacer».
Iuri hizo una pausa, como para comprobar el efecto que causaban en mí sus palabras.
—Lo malo de las profecías —continuó— es que a veces se parecen demasiado a los sarcasmos. Míralos, aquí los tienes, emocionados ante la casa natal de aquel que tanto ha contribuido a su desgracia. Apuesto que incluso ella cree que se trata de un buen presagio. ¿Quieres que te diga lo que la zarina está pensando ahora mismo?
Iuri acercó su boca a mi oreja, y en tono grave continuó:
—Cree que esta increíble casualidad es una señal de que todo va a ir bien. «Pronto terminará esta pesadilla», piensa ella. «Podremos irnos por fin a Inglaterra con cousin Georgie, Olga se casará con David y será reina de Inglaterra. ¿Y Tania? ¿Y Masha? ¿Y nuestra pequeña Nastia? Sí, todas ellas harán buenas bodas y llevarán una vida normal de chicas de su edad. Tú, por tu parte, Niky, podrás dedicarte por fin a la jardinería, que es lo que te gusta, mientras yo cuido de Aliosha con la ayuda de los mejores médicos de Londres…». Sí —concluyó Iuri—. Hace tanto tiempo que espío a Alejandra Fiodorovna que sé lo que está pensado. Observa su cara.
No pude por menos que asentir. La mirada de nuestra ex zarina se repartía entre la visión de Pokrovskoye y el rostro de sus hijas. En sus ojos había lágrimas, pero en sus labios bailaba una terca y a la vez esperanzada sonrisa, que se fue ensanchando al posar la mirada en su marido.
—El padre Grigori nos mira desde el cielo —dijo—. Que Dios lo bendiga por habernos regalado tanta felicidad y nos bendiga también a todos.
—Hagamos una foto —dijo Anastasia quebrando la solemnidad del momento—. Venga, vamos, daos prisa, antes de que desparezca Pokrovskoye en el horizonte. Una todos juntos. ¿Te importa sacarla tú, Leo? Ya sabes cómo funciona esto. Y tú, Iuri, no te quedes ahí mirando con esa cara. ¿No quieres salir con nosotros y con el pueblo de Rasputín de fondo? Será un recuerdo estupendo para incluir en nuestras próximas cartas. ¡Me pregunto qué dirá la abuela Minnie cuando la vea! Siempre le cayó fatal el starets.
—Déjate de tonterías —le interrumpió Tatiana—, venga, que se nos escapa Pokrovskoye. Dispara, dispara, Leonid. Luego hacemos otra en la que salgas tú con Olga y conmigo. Cuidado, que nadie se mueva, que luego sale borrosa, atentos al pajarito… Masha, por Dios… ¡Deja de mirar a Leo con esa cara de cordero, pareces pasmada!
Se ha especulado mucho sobre cuáles fueron, en los últimos meses de sus vidas, las relaciones de las grandes duquesas con nosotros los criados o con los soldados que las vigilaban, convertidos más tarde en sus verdugos. Yakov Yurovski, el jefe de todos ellos, escribió algunas consideraciones que han dado lugar a comentarios. Después de decir que la familia en cautiverio llevaba una vida de clase media, que las muchachas se dedicaban a coser, remendar y bordar, habla de la personalidad de cada una y opina que las más inteligentes eran Olga y Tatiana. Dice que Anastasia prometía ser muy bonita, y siempre se mostraba sonriente e ingeniosa, mientras que María, según sus palabras: «No se parecía al resto de los Romanov. Era un poco desparramada y en familia la consideraban una especie de hermanastra».
¿Qué quería decir Yurovski con «desparramada»? ¿Que era distraída? ¿Descuidada? ¿Descocada tal vez? ¿Y por qué señala que el resto de la familia consideraba a Masha diferente? Lo único cierto es que María siempre fue la más cariñosa de las cuatro hermanas. Famosos eran, en los felices tiempos antes del diluvio, sus amores, sus flirteos no correspondidos con oficiales que la trataban como a una niña demasiado vehemente. La llegada de la guerra no contribuyó a dar salida natural a aquellos platónicos ardores suyos. Nunca le permitieron trabajar en el hospital junto a sus hermanas mayores. Por eso, el puritano «fanal», en el que según la abuela Minnie vivían sus nietas, era más estrecho y opresivo en el caso de Masha, a la que, primero su alto rango y más tarde la guerra, hurtó toda posibilidad de relacionarse con chicos de su edad. De ahí que se mostrara especialmente cariñosa con Iuri y conmigo. Nos invitaba a tomar el té en su camarote o nos buscaba para jugar al durak, un juego de cartas en el que el perdedor debe pagar una prenda. O simplemente se quedaba mirándonos —mirándome— con una sonrisa que yo no sabía cómo interpretar…
Tiempo habrá de volver sobre esta sonrisa. Ahora es más importante decir que, en cuanto dejamos atrás el pueblo de Rasputín, apareció en el que sería nuestro penúltimo destino. Caía la tarde cuando comenzamos a ver en la línea del horizonte la fortaleza de Tobolsk, dos cúpulas en forma de cebolla y, por fin, la ciudad apareció ante…