PAN NEGRO

Los vi llegar. Anastasia iba la primera con Joy de la correa y llamando desesperadamente a Jimmy, el otro spaniel, que, como siempre, había decidido inspeccionar el terreno por su cuenta. Luego venían Nagorni con Alexei en brazos y más atrás Olga y Tatiana arrastrando sus maletas. Mi primer impulso fue ir hacia Tania para ayudarla, pero me detuvo Miguel Strogoff. Había cumplido fielmente su encargo de poner al correo la carta para Mitia Malama, pero aquel beso ajeno que había depositado en mi boca escocía aún. Estaba tan guapa como siempre y mi tonto corazón se aceleró. Pero la vi lejana, demasiado «imperial», como diría Iuri, y preferí acercarme a corazones más tibios.

—Lionechka, tovarish —bromeó Anastasia—, ¿has visto dónde se ha metido Jimmy? Vaya trasto, habrá visto una ardilla. Aunque dudo que por aquí las haya —corrigió echando un vistazo al lúgubre recinto.

Le dije que no se preocupara, que había visto a Jimmy colarse por la puerta de la cocina y posiblemente ahora estaría en brazos de María o del emperador. Después de saludar a Alexei y a Nagorni, me ofrecí para ayudar a Olga y Tatiana.

—Pesa demasiado —les dije—. Yo me ocupo. —Las dos sonrieron y Olga me dio un beso.

—Gracias, Leo, no sé si te dejarán ayudarnos.

Miramos a los guardias. Nuestros nuevos carceleros eran obreros endurecidos por años de privaciones y amarguras.

—No estamos de excursión campestre —fue el comentario de uno de ellos antes de añadir—: en la revolución cada uno carga con su petate, de modo que, venga, vosotras dos, daos prisa, que no estoy aquí para cuidar princesas.

Iba a responderle algo, pero Olga me detuvo.

—Recuerda, Leo: que no se diga nunca que no sabemos comportarnos.

Se volvió luego con esa mirada suya que siempre me recordaba a Iuri y añadió apoyándose en mi brazo:

—Venga, estoy deseando que me enseñes nuestra nueva casa.

No era deseo difícil de cumplir, la nueva casa se recorría entera en diez minutos. Después del reencuentro con sus padres, María y yo nos encargamos de enseñarles a las hermanas el edificio, empezando por la planta inferior.

—¿Veis? —comenzó explicando María—, este es el sótano. No sé muy bien para qué es esta habitación tan húmeda y destartalada, supongo que para guardar trastos. El resto de la planta sirve de oficina para los soldados. La de nuestro nuevo carcelero jefe está en la planta baja. Se llama Avadeyev y es tan poco simpático como todos los demás. Esto de aquí es la sala con su pequeña biblioteca; enfrente, la cocina, que es el reino de Leonid y Kharitonov, y allá está el comedor, donde Trupp se encarga de poner la mesa. Se acabó la planta baja. ¿Subimos?

Olga y Tatiana la siguieron en silencio. Solo Anastasia hacía preguntas.

—¿Cuántas personas somos en total? ¿Cuántas habitaciones hay? ¿Dónde dormirá Baby?

—Somos trece, sin contar a Jimmy y Joy —explicó Masha—, los restos del naufragio a repartir en cinco dormitorios.

—Así que este es el nuevo reino de OTMA —dijo Anastasia abriendo la puerta de una de las habitaciones y descubriendo cinco catres—. Mira por dónde —rió—, siempre había querido ir de acampada y mamá decía que no era para señoritas.

A Tatiana no pareció hacerle demasiada gracia el chiste.

—Espero que no haya chinches. —Se estremeció.

El reino de OTMA era una habitación cuadrada de techos altos con una sola ventana. La pared estaba empapelada a rayas blancas y verdes, el único vestigio de confort. No había cuadros, ni adornos ni apenas muebles. Todo el espacio lo ocupaban los jergones de paja en los que descansarían las prisioneras.

—Bueno —comentó Olga dejando una de las bolsas que llevaba consigo sobre el catre más próximo a la puerta—. Nuestras camas en Tsarskoye Selo, según los mandatos de babushka Catalina, tampoco es que fueran mucho más anchas. ¿Tendremos la suerte de que haya un cuarto de baño cerca?

—Uno a compartir —dije yo.

—Si queremos utilizarlo por la noche tenemos que pedir al guardia que nos acompañe y no tiene cerrojo por dentro —explicó María—. Pero la bañera es grande y me han dejado darme dos baños…

Sus hermanas se miraron con desolación. No todas compartían el optimismo indesmayable de Masha.

—¿El guardia te acompaña al baño? —preguntó Tatiana.

—No adentro —rió María—, al menos no de momento. Por las noches encierran a cada uno en su habitación y para salir tienes que golpear la puerta. Es verdad que no hay cerrojo tampoco en el baño, pero hasta ahora no ha habido problemas. Los nuevos guardianes son mayores y bastante poco simpáticos. Les gusta hacer bromas y reírse entre ellos, pero ninguno ha entrado en el lavabo cuando hay alguien dentro, todavía.

—¡Todavía! —exclamó Tatiana—. Voy a hablar con papá. Hay que hacer algo, es increíble que…

Anastasia, María y Olga la miraron, y fue esta última la que habló por todas.

—Déjalo, Tania, no le digas nada. ¿Crees que no lo sabe ya?

A pesar de las dificultades, pocos días más tarde la rutina, esa redentora costumbre que siempre fue una constante en vida del zar y ahora era su último refugio, acabó de instaurarse en nuestras vidas. El día comenzaba con un desayuno frugal. Apenas una taza de té y una rebanada de pan negro. «Bueno, no se puede decir que sea mucho peor que las “suculentas” meriendas de babushka Catalina —ironizaba el zarévich hincándole el diente a su tostada matutina—. ¿Te acuerdas, mamá, cuando discutías con abuela Minnie para que te dejara servir unas tartaletas de frambuesa o al menos unos muffins? ¡Qué tiempos!».

No nos estaba permitido pasear más que una hora después de almorzar, de modo que la mañana la ocupábamos como podíamos. Yo por supuesto tenía mucho trabajo, no solo en la cocina, sino ayudando a Demitova y a Trupp en las faenas caseras. Aun así, a veces me escapaba para jugar con Alexei al ajedrez o armar juntos un puzle. El zar había desarrollado su propia lista de tareas. Como no se le permitía realizar ejercicio físico, montó un rudimentario gimnasio en su dormitorio. Allí, sobre el mismo colchón que le servía de cama, realizaba flexiones y ejercicios nada más levantarse. El resto del tiempo paseaba, leía o escribía en su diario, costumbre que conservó hasta el día anterior a su muerte. A la zarina nunca le gustó el ejercicio, por lo que este nuevo cautiverio, más severo que el de Tobolsk, tampoco le hizo cambiar demasiado sus costumbres. Pasaba horas rezando ante sus imágenes favoritas o hacía solitarios. El resto del tiempo lo dedicaba a distintas labores de aguja. Tejer chalecos y remendar y recoser la ropa de sus hijos le llevaba mucho tiempo, más aún ahora, que había perdido vista y debía ayudarse a veces de una lupa. Las chicas también cosían, pero su entretenimiento favorito era ayudar en la cocina. Pasamos horas amasando pan o haciendo milagros para fabricar juntos galletas con poca harina y pasteles sin apenas huevo. A las dos se servía el almuerzo, que la familia compartía con el jefe de sus captores. Avadeyev pensaba que el zar era, dicho con sus propias palabras, «un puto bebedor de sangre» y no perdía ocasión de demostrarle sus sentimientos. Le encantaba inventarse nuevas y mezquinas prohibiciones de las que luego alardeaba ante sus hombres. «Nikolai me ha pedido permiso para abrir una ventana porque hace calor y le he dicho que se meta el sudor por el culo», reía a carcajadas. Su hora de escarnio favorita era el almuerzo. Deliberadamente se sentaba al lado del zar, y cuando Trupp dejaba la fuente junto a Nicolás, estiraba el brazo para pasárselo por la cara diciendo: «Ya has comido bastante en tu vida, haragán, ahora me toca a mí». El zar, haciendo gala de esa paciencia que su santo Job le confería a raudales, miraba hacia otro lado como si no se hubiera dado cuenta de nada y preguntaba a sus hijas: «¿Quién quiere dar un paseo conmigo esta tarde?».

El 19 de mayo Nicolás cumplió cincuenta años y seis días más tarde, la zarina cuarenta y seis. Más o menos por esas fechas sucedió lo de Nagorni. Yo no estaba ese día. Kharitonov me había mandado por verdura. Hacer las compras para la Casa de Propósito Especial tenía su liturgia. Kharitonov era un tártaro de malas pulgas, pero tenía mano de oro para la cocina. Cuando estábamos en el palacio de Aleksandr manejaba a todo un ejército de subordinados con la firmeza y el arrojo que se esperan de un discípulo de Gengis Khan. Así conseguía crear obras de arte culinarias, suflés flotantes sobre salsas deliciosas, pasteles de distintas carnes dulces encerrados en altos nidos de caramelo rematados con un pajarito de porcelana. Sudar para deleitar era su consigna, y nos la hacía cumplir a rajatabla. Ahora, en Ekaterinburgo, se las tenía que arreglar con lo poco que nos asignaban. «La misma comida que un soldado de la revolución», esa era la consigna. Pero logró, no sé cómo, que Avadeyev le dejara elegir al menos los vegetales. «Una buena coliflor puede salvar un plato», decía, y por eso cada lunes me mandaba con una gran bolsa de arpillera al depósito militar de víveres a recoger nuestra parte. «Ya sabes lo que me gusta y lo que no, elige con buen ojo, muchacho».

Si digo que hacer las compras tenía su liturgia es porque para ir al depósito tenían que escoltarme un par de soldados. Y así íbamos por la calle. Ellos, fusil en mano; yo, cargando una pesada bolsa de patatas, nabos y coliflores que, por supuesto, no solo no me ayudaban a transportar sino que de vez en cuando les daba por regalar una patadita a la bolsa. «Así estará más tierna la comida de Nicolás el Sanguinario», decían.

Al volver de una de aquellas excursiones, muy cerca ya de la hora de comer, fue cuando Kharitonov me contó lo sucedido en la casa esa mañana.

Minutos antes, me había cruzado en el vestíbulo con Trupp. Alexei era un tipo taciturno y poco hablador y su relación con los demás criados se limitaba a lo que él mismo llamaba un «compañerismo sin amistad». Por eso me sorprendió que, al vernos, me cogiera del brazo diciendo: «Que Dios se apiade de nosotros, Lionechka». Parecía que iba a añadir algo, pero en ese momento salió Avadeyev de la habitación vecina y Trupp continuó su camino, no sin antes dedicarme una última mirada de alarma.

—¿Se puede saber dónde te has metido? —comenzó Kharitonov cuando entré en la cocina—. Las doce y yo aquí esperando a que al camarada Sednev le dé la gana de aparecer con la verdura.

Esperaba ya una de sus reprimendas cuando me di cuenta de que sus protestas tenían algo de teatral, como si estuvieran destinadas a que las oyera alguien más que yo. Pasaron varios segundos antes de que comprendiera que estaba presenciando una especie de representación en la que Kharitonov actuaba de Kharitonov para beneficio de tres o cuatro guardias que fumaban apoyados en la puerta de la cocina. Cuando aquellos individuos se alejaron, aburridos de oír sus regaños domésticos, me contó lo que ya sabían todos en la Casa de Propósito Especial.

—Se lo acaban de llevar —comenzó diciendo y, antes de que yo preguntara a quién, bajó la voz para mencionar un nombre—: A Nagorni, que Dios lo proteja. No se le ha ocurrido mejor idea que enfrentarse a uno de los soldados, imagínate.

Se me heló la sangre al recordar a Iuri.

—Coge una escoba —me dijo Kharitonov— y haz como que barres y limpias por ahí, que no vean nada raro a través de la ventana.

Hice lo que me pedía y él fue desgranando su historia, deteniéndose de vez en cuando para intercalar en voz deliberadamente alta un «barre bien debajo de la mesa, muchacho» o un «recoge esas migas, Lionechka, tiene que quedar limpísimo».

—… Todo empezó a la hora del desayuno —comenzó Kharitonov—. Como cada mañana, Nagorni preparó un té negro y un par de tostadas para subírselas al zarévich.

—¿Tampoco hoy se ha podido levantar de la cama?

—Ni creo que pueda por mucho tiempo. Anoche tuvo fiebre y su pierna ha vuelto a hincharse.

—¿Pero qué fue lo que pasó?

—Por lo visto, cuando llegó Nagorni a la habitación con la bandeja, se encontró con uno de esos tipos —Kharitonov señaló vagamente hacia donde estaban los guardias— metido en la habitación que el zarévich comparte con sus padres. Se trataba de un sargento mal encarado con el que ya había tenido una discusión el día anterior por unas botas de Alexei que Nagorni quería lustrar y el fulano porfiaba en que se las limpiara «el propio hijo del Sanguinario».

—¿Dónde estaban los zares en ese momento?

—Abajo, desayunando con sus hijas. Subieron en cuanto oyeron los gritos.

—¿De quién?

—Sobre todo de aquel tipo, que hizo como si lo estuvieran matando. Nagorni se lo encontró sentado en la cama del zarévich. Acababa de arrancar del cabecero una cadena dorada en la que Alexei había colgado una pequeña colección de imágenes santas. «Ya ves de qué te sirven tus rezos, Aliosha», le decía. «Esta cadena queda mucho mejor alrededor de mi cuello. ¿Qué te parece?».

Nagorni, al verlo, se abalanzó sobre él para quitársela y el tipo empezó a gritar como si lo estuvieran degollando. Subió la guardia, entre todos redujeron a Nagorni y ahora resulta que se lo han llevado.

—¿Adónde?

—Según ellos, a que responda ante un tribunal revolucionario, pero vete a saber. Deberías haber visto en qué estado lo sacaron de aquí, molido a golpes, como a un perro. Es el principio del fin, Leonid… Desde que estamos en Ekaterinburgo se acabaron los periódicos; las cartas llegan con tantas tachaduras que a duras penas pueden leerse. Aquí dentro no nos enteramos de nada, pero hoy mismo les he oído comentar —continuó Kharitonov señalando una vez más en dirección a los guardias— que hay novedades en Moscú y también en Ekaterinburgo. Lo primero que dicen es que Avadeyev tiene los días contados, que es demasiado blando con nosotros, imagínate. Dicen que a ellos también los van a sustituir. Que la idea es traer guardias venidos de muy lejos. Letones, dicen. ¿Y sabes por qué? Porque algo se mueve también en Moscú.

—No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra.

—Ni yo tampoco, porque lo que te cuento lo he ido entresacando de conversaciones que oigo en el patio.

—Los dos tenemos el oído bien entrenado, ¿verdad, jefe?

—Ya —continuó Kharitonov sin apreciar mi amarga ironía—, pero aun así he tardado semanas en completar el rompecabezas. Esto es más o menos lo que he podido sacar en claro. A los bolcheviques les está costando más de lo que creían consolidar la revolución en un país tan grande como este. Además, en el extranjero se han dado cuenta al fin del peligro que suponen los rojos en el poder y, por lo visto, tropas norteamericanas e inglesas acaban de desembarcar en Murmansk. Pero aún hay más. Después de fracasar en el golpe de Estado que propició la llegada de los bolcheviques al poder, el general Kornilov organizó junto con los cosacos lo que ahora llaman el Ejército Blanco, en contraposición al Rojo. Y aquí, en Siberia, una legión independiente de cuarenta y cinco mil checos avanza hacia el Este. Estos soldados son antiguos prisioneros de guerra tomados al ejército austrohúngaro que Kerenski ha reorganizado y equipado con la excusa de que luchen en el frente ruso para recuperar su patria. Todos ellos odian a los bolcheviques.

—Lo que dices es muy extraño. ¿Qué hacen cuarenta y cinco mil checos armados dentro de Rusia?

—Reina tal anarquía que todo disparate es posible. Los checos son los que están más cerca de Ekaterinburgo.

—¿Vienen hacia aquí? —pregunté procurando no alzar demasiado la voz mientras barría con redoblado ímpetu—. Pueden ser nuestra salvación entonces.

—O nuestra tumba, Lionechka. Si llegan pronto tal vez logren liberarnos, pero si en Moscú los bolcheviques dejan de pelearse entre ellos y reaccionan a tiempo, entonces tal vez decidan…

Durante nuestra conversación, Kharitonov trajinaba por ahí desempeñando las labores propias de su oficio. Tenía en la mano un chuchillo para trocear las verduras con las que enriquecer su guiso. Ahora, al describir lo que él pensaba que iban a hacer las autoridades de Moscú con nosotros, tronchó significativamente una lombarda. Sus dos mitades rojas rodaron al suelo.

—Sí, Leonid, nuestra suerte se juega a cara o cruz. Mantén los ojos y los oídos bien abiertos.

—Ya lo hago —protesté—, pero hay cosas que no entiendo. Antes has dicho que Avadeyev tiene los días contados y que van a cambiar a estos guardias por unos letones. ¿Qué significa eso?

Kharitonov miró hacia el patio para comprobar que nuestros carceleros no podían oírlo y luego continuó.

—Verdugos. Para mí es lo que significa este cambio. Soy tártaro y sé lo que me digo. Quieren tenerlo todo preparado por si hay que apretar el gatillo. Es difícil que a un muchacho ruso, por muy empapado en la doctrina revolucionaria que esté, no le tiemble el pulso al apuntar contra su padrecito zar. Más que un crimen, es un sacrilegio. Y ellos necesitan lo menos diez soldados para montar un pelotón de fusilamiento.

—¡Todo esto son inventos tuyos! —Me revolví—. Es imposible, nadie de este país se atrevería a matar al emperador.

—Tú lo has dicho. Es impensable, a pesar de la sangre que ha corrido, a pesar de que lo llaman Nikolai el Asesino y lo culpan de la desgracia… Por eso traen extranjeros, es la única explicación que se me ocurre para este cambio de guardias que anuncian.

—No creo ni una sola palabra. Nada de eso va a pasar. Ni cambiarán a los guardias ni quitarán a Avadeyev por blando, porque obviamente no lo es. Lo único que creo de todo lo que has dicho es que algo está pasando lejos de Ekaterinburgo y pronto nos liberarán. Cállate ya —añadí tapándome los oídos como si fuera un niño asustado—. No quiero oír nada más.

Tuve que hacer esfuerzos para no gritar, para que no me oyeran los guardias de allá fuera y preguntaran qué diantres le pasaba al pinche de cocina que, en un arrebato, acababa de tirar al suelo la fuente de loza con todas las verduras que su jefe había troceado con tanta diligencia.

Coles, patatas, nabos y cebollas se desparramaron por el suelo de la cocina.

—¡Adónde crees que vas, Leonid Sednev! —gritó Kharitonov, pero yo ya había desaparecido por la puerta y no paré de correr hasta que me vi en la última planta, en la minúscula habitación que compartía con los otros criados.

Echaba tanto de menos a Iuri. Seguro que él habría sabido qué hacer y a quién